sábado, 27 de octubre de 2012

James Dean en The Unlighted Road (TV)


Para Jimmy

Mi recóndita afinidad con Dean me recuerda aquel artículo que le pagaron a alguien por escribir (en el terrible Dominical de El Comercio) un artículo que incluía la mentira perpetua de que Strasberg había enseñado el Método a Brando --si el lector desea cierta información verdadera acerca del tema, lo remito a esta breve labor de amor: 10 things you want to know about the Method--. O el descubrimiento tardío, después de haberle enviado una misiva a su correo electrónico, de la muerte de uno de los autores del memorable Live Fast, Die Young: The Wild Ride of Making Rebel Without a Cause; mientras que el co-autor superviviente ni siquiera se dignó responder el puñado de líneas admirativas que acompañaron mi solicitud de amistad en Facebook --a diferencia de la señorita Dominique Swain, quien también rechazó mi solicitud y sin embargo correspondió la atención en casi lolitesca seducción. O, inclusive, el hecho de que mi cuñado siempre olvida que ya oí cien veces que Frank Mazzola perteneció a la pandilla de los Athenians y demás anécdotas de Rebel porque nunca se ha enterado de que yo había leído el libro mencionado en primer lugar (antes de que él me dijera nada), ni que he devorado repetidamente la misma edición doble en DVD de un film que, a estas alturas creo obvio, es uno de mis favoritos personales desde que lo descubrí en un VHS alquilado --y vuelve a ocupar el lugar número 1 de cuando en cuando. No por nada es la ilustración de cabecera de este entusiasta blog.

Jimmy Dean ensayó la chaqueta de cuero por última vez --suerte de uniforme de la angustia adolescente, vestido por Clift en A Place in the Sun y consagrado por Brando en The Wild One, pero que Dean no usaría en ninguna de sus tres películas-- en esta fundamental pieza televisiva, uno de tantos ejercicios dramático-catódicos que cimentarían la reputación profesional del saturnino actor, junto con su paso por Broadway, y de los cuales el tiempo nos ha deparado un lujoso (si brevísimo) rescate. Un muchacho arriba a una fuente de soda, y es prontamente contratado como ayudante. Su jefe no tardará tampoco en envolverlo en un negocio turbio concerniente al tráfico de objetos robados, que se agravará cuando Dean crea haber provocado la muerte de un policía de tránsito. Pero el amor de una bella chica lo conducirá a la resolución de un dilema irreversiblemente personal. Toda la estética, el narcisismo, el encanto infantil, la extraña cualidad mística de soledad romántica a la vez que patológica y asocial de la mítica estrella, cristalizan en una rutina neoyorkina quizá alimentaria sin ser económicamente desesperada ni mucho menos, ya que Dean se encuentra entonces entre la producción de East of Eden y su muy próximo desempeño cómplice con Ray, otro maverick de Hollywood, un alma gemela con quien podría establecer el equilibrio necesario para su ego artístico y que le había sido tan esquivo en su trabajo con Kazan y le sería aún más inalcanzable a las órdenes de George Stevens después --para quienes, empero, plasmaría en celuloide unos personajes vibrantes de eternidad, irónicamente reconocidos por la Academia por sobre el suburbano, siempre profundamente brandiano, delincuente juvenil proclive a los flirteos con el insomnio y la confusión sexual desdoblada en laberinto existencial.

The Unlighted Road a veces parece un episodio de The Twilight Zone, con Dean ejecutando un recital de su poesía física en la oscuridad premonitoria o recitando parlamentos como un profeta lampiño y alucinado dentro de un escenario iluminado con neón semejante al que recibió la visita de Humphrey Bogart en The Petrified Forest. Su entrenamiento balletístico y su coordinación corpórea para expresar el refinamiento en el desajuste psicosocial íntimamente conectado con la torpeza y la disensión ético-espacial, son flagrantes, y la dirección permite a Dean, por ejemplo, un más que memorable, individualísimo número en el cual danza alegremente con una enorme olla de cocina, en un reflejo inequívoco de su iluso y retrospectivamente más grave que melancólico despliegue coreográfico en East of Eden, particularmente en la escena del cumpleaños: también aquí la felicidad se resquebrajará en un espejismo, no por mucho menos trágico menos evanescente e intocable.

domingo, 14 de octubre de 2012

Wuthering Heights (2011)


La versión que la realizadora de Fish Tank ofrece de la exhaustivamente imprescindible novela de Emily Brontë fue objeto de polémica desde su preproducción; y las reacciones frente al resultado final han variado: desde los elogios de su lectura fiel a un material particularmente arduo y de un lirismo usualmente esquivo a los fotogramas, hasta el rechazo de una interpretación radical que adultera el sentido romántico de sus fuentes por imbuir a la trama de un tono contemporáneo o un comentario social --el estimado lector me permitirá atribuirme ambas posiciones contradictorias, no obstante la última sólo hasta el espacio propio de las reservas más que de las objeciones.

La primera parte de la cinta es sin duda la de superior nivel, pues es allí que se cimenta con acerado y minucioso dominio del lenguaje audiovisual el amour fou tan terrenal a la vez que espiritual entre unos niños agrestes y libres, en una especie de trágico paraíso de la infancia --creado de dolor y placer, odio y compasión, soledad y belleza-- que es el escenario de la reunión sin límites (con la salvedad hecha de los estrictamente carnales) de una sola identidad. “I am Heathcliff” dice (declara, afirma inmortalmente) Cathy, en esta oportunidad con los labios vírgenes de la pequeña Shannon Beer (para el cronista, el verdadero descubrimiento histriónico de la obra), al final del metraje.

El prometedor James Howson no decepciona como el demónico antihéroe en su retorno, y su culminante escena de física necrofilia provoca insoslayada perturbación. La escritura fílmica (per)sigue excluyente a un perseguidor Heathcliff en su obsesiva condición marginal, y logra al menos la empatía del espectador, si no su solidaridad, hacia una criatura absolutamente extraña, misteriosa, humanamente incomprensible; el punto de vista subjetivo (mirada que recrea, registra; áurea, broncínea) de la narración, así como precisamente el hecho de que Heathcliff muestra por vez primera en la historia de las imágenes en movimiento su legítima pigmentación de negado gita-no nocturno --un Othello que es Iago de sí mismo, por fin; y, además, siempre un espectro exiliado de su propia existencia, soledad transgresora de espacios vedados, ventanas cerradas e indiscretas, espejos que también reflejan una separación clasista ahora enfáticamente racial, de muy oportuno rescate sociológico--, aportan un elemento sui géneris en la tradición de las adaptaciones, inevitablemente fascinadas por un personaje que están condenadas a tratar de comprender para siempre.

Por otra parte, Kaya Scodelario impresiona como una Catherine Earnshaw-Linton fatalmente insuficiente o minimalista hasta la inexpresividad o simplemente impostora, y el flagrante abuso de (bienvenida sea la redundancia) inocentes animales con la “justificación” de transmitir la crueldad luciferina (infierno de resentimientos, agenda de venganzas) de Heathcliff y en general la naturaleza aborrecible de ambos protagonistas --puntualmente suavizada a lo largo de la filmografía de todas las épocas-- puede ser y llega a ser injustificable: otros dos detalles cruciales para la valoración personal, individual, de esta poéticamente naturalista o naturalistamente poética pero también evidentemente limitada, sólo parcialmente lograda, de todos modos notable, última (a la fecha) Wuthering Heights.

viernes, 5 de octubre de 2012

Kiss Me Deadly... Twice


Creo deber a Guillermo Cabrera Infante y su devoción por la pulp fiction de Mickey Spillane/Robert Aldrich el perturbador goce, ya por segunda ocasión, de una de las aventuras más intrigantes, misteriosas y terroríficas del cine negro; aunque es posible que haya entrado en contacto con sus ensayos al respecto después de mi visionado original de una grabación en VHS del cable. De todas maneras, Ralph Meeker, tan sensitivo ahora como arquetípicamente hard-boiled me pareció la primera vez, se sumerge en uno de los universos más sorprendentes jamás concebidos al interior de un género con ejemplos tan prestigiosos e inolvidables como Out of the Past y ambas versiones de The Killers. La inventiva camarográfica --esas tomas en primera persona que transmiten la tensión de Mike Hammer al volante, aquellas numerosas de las extremidades inferiores de los gangsters o de la Christina encarnada por Cloris Leachman casi cuales fetiches anti-buñuelianos (la erótica figura de Leachman no obstante)-- y el clima malsano que se respira con claustrofóbica desesperanza en los espacios más abiertos y prosaicos definen los rasgos de una trama nebulosa que va a perderse más aun en la metafísica y el exterminio. Nihilista, misógina, cruda, reveladora, pero sin embargo vista hoy desde fuera (como recomendaría el Baskerville de Eco) de la América paranoica de la Guerra Fría, Kiss Me Deadly es una de esas obras que --como Rebel Without a Cause, del mismo 1955-- ha crecido en riqueza de significaciones e interés, convirtiéndose en casi otra película, una que, en su inspiración fílmica y restauración oportuna, se muestra literalmente tan importante, secreta e inconcebible cual halcón maltés transido y transformado en maleta deslumbrante, abrasadora, lovecraftiana. Comprendamos a la mujer de Lot y revisemos, celebremos, pues, a través de la mirada compulsiva y fecundamente autodestructiva, uno de los relatos mitológicos del celuloide.