sábado, 28 de enero de 2012

The Ides of March


Como su título sugiere, el largometraje realizado por George Clooney en modo de hombre orquesta --con una ayudita de Leo DiCaprio en la producción, Alexandre Desplat en la música incidental y especialmente Ryan Gosling en la interpretación del papel principal-- trata de la arena política como zona de guerra: un mundo casi paralelo donde nadie conoce a nadie, donde un presidente puede morir asesinado para que la palabra magnicidio pueda ser en el diccionario, o, peor, donde un idealmente intachable presidente candidato a la presidencia es el verdadero responsable detrás del demasiado acomodaticio, turbio suicidio de una rubia llamada Marilyn pasante de su propia campaña electoral. (Clinton no le llega a los talones.) Julio César no era el ser humano menos correcto, y el film lo declara con total convicción: no es requisito en absoluto ser un inmoral para caer en la bajeza de la inmoralidad y alcanzar la cima de este mundo.

Demás está decir que las puñaladas por la espalda y las amistades por conveniencia hacen de las suyas en una trama que, no obstante, es presentada con el mayor respeto hacia los recursos del espectador. Por otro lado, el estilo de Clooney juega con el carácter previsible del suspenso hasta extremos que podrían haber afectado una obra que termina en el momento en que Stephen (Gosling), el flamante mánager del candidato demócrata (Clooney), parece haber completado un círculo iniciático. The Ides of March describe una jornada de aparente desengaño, una parábola que retorna a su mismo punto de partida: un mito sin héroe, una historia de la política americana donde apenas si se percibe el glamour de las luminarias hollywoodienses involucradas en su producción --algunas de las personalidades más progresistas y menos superficiales de Tinseltown.

Estrategia es el nombre del juego. Si hemos de creerle a Paul (Philip Seymour Hoffman), la lealtad es la única moneda que compra; pero también se trata del material de cambio más falsificado y, finalmente, vacío. Stephen lo descubre a cada paso de su ruta, desde que los últimos vestigios de su anterior, original honestidad le conducen a poner en jaque su carrera todavía en el límite de la gloria, hasta que le contesta a la oportunista reportera del New York Times (Marisa Tomei): "You are my best friend". Por eso Clooney filma a Gosling como a una especie de Bogart redivivo: un personaje secreto que le debe su reticente cinismo a un tiempo elíptico, invisible entre las escenas de una mise en scène donde la estrategia, el juego sucio y un expedito timing valen más que la vida. Los votos de una comunidad más que la integridad de un individuo.

Algo irónicamente, el mundo de la política americana según Clooney es un ambiente donde la religión, aparte de su importancia capital en el contexto de la campaña presidencial, halla cierto eco cruel en las conciencias de toda una nación como instrumento nivelador, a través del cual católicos y protestantes, republicanos y demócratas purgan sus pecados. La política es un dios inmisericorde, que no perdona el error más nimio en aras de la cultura de la "lealtad" y los valores más absurdamente intercambiados. El caso revelador de la joven interna Molly (Evan Rachel Wood), espejo que devuelve a Stephen el sombrío reflejo de su propia humanidad perdida para siempre a cambio de la áurea moneda del poder, y desesperado eje de los diversos diálogos de la ambición que han estructurado el guión de una redención inútil aunque lúcida, representa ese momento en el cual sobrevivir significa ganar (y no precisamente el cielo). 

domingo, 22 de enero de 2012

Gánsters y padres


Road to Perdition (2002) fue la película que el británico Sam Mendes dirigió a continuación de su triunfal debut en 1999, American Beauty. Es, pues, una producción que interesó y provocó expectativas con una anticipación y una intensidad poco ordinarias. Cuando finalmente vio la luz de las marquesinas, constituyó una gran decepción para unos y la confirmación de un verdadero talento para otros; no logró, por cierto, la impresión casi unánime de "obra maestra" que sí logró su ópera prima. Ahora, la verdad es que Road to Perdition es tan buena como American Beauty, y a nosotros incluso nos parece mejor en algún nivel.

No sólo la tan justamente alabada fotografía tenebrista debe considerarse lo más notable, sino también otros aspectos menos evidentes. Ésta es una obra íntima, pese a que pueda parecer contradictorio decirlo (aunque el intimismo al que me estoy refiriendo sea connatural al claroscuro nada superficial del filme); sin embargo, Road to Perdition es una cinta de gangsters, una historia de violencia más preocupada por la psicología ocasionalmente demasiado esquiva de sus protagonistas que por la épica o la violencia originarias de la historieta que le ha servido de material de base. El director también mejora aquí su aprovechamiento de la materia prima actoral: aquel monstruo sagrado que fue Paul Newman, y el demasiado frecuentemente subestimado Tom Hanks, dos intérpretes que nadie asocia precisamente con personajes criminales, resultan ideales en esta versión de un género americano por antonomasia.


Mendes --inicialmente un consagrado director de teatro-- aparece más seguro aún en su planteamiento narrativo, en su estilo cinematográfico. Los conflictos paterno-filiales (especialmente entre Newman y Daniel Craig) afloran naturalmente y marcan la pauta de lo que vemos en pantalla, por lo que su sentido del fatum no fuerza los eventos mecánicamente: recordemos que Road to Perdition está contada en un flashback que dura casi todo lo que su metraje. El recuerdo o la memoria pertenece al hijo superviviente de Michael Sullivan (Hanks), luego debe de estar teñida con los colores de una rara nostalgia y la impotencia frente a un destino implacable, otra vez inexorable. Algo que ya es parte de su pasado, aunque el tiempo del cine lo devuelva al presente con el terrible halo de una de esas placas que produce el siniestro, corroído Harlen Maguire (Jude Law). 

lunes, 16 de enero de 2012

La terra trema: Episodio del mare (1948)

Cartel diseñado por Averardo Ciriello para el estreno italiano

Segundo largometraje de Luchino Visconti --después de su extraordinaria adaptación de la novela The Postman Always Rings Twice de James M. Cain, Ossessione (1943)--, quien lo concibió como el episodio inicial de una serie acerca de la clase obrera italiana. Es una de las cimas del movimiento neorrealista.

Tal como en la operística Rocco e i suoi fratelli (1960), los protagonistas son víctimas de un destino implacable que se fija en los lazos de sangre. 'Ntoni, el más combativo e inconforme, comete el atrevimiento de aspirar a un futuro próspero, en el cual las injusticias sufridas por su familia --que es numerosa, huérfana de padre, e incluye a dos jovencitas casaderas-- desaparecerán como las barcas de los pescadores tras la línea del horizonte en el mar de Sicilia.

A diferencia del fatalismo que trasciende las imágenes melancólicas de sus otros filmes, existe en el Visconti de La terra trema una sagaz confianza en los seres humanos que puede ser equivocada con un vislumbre de esperanza política. Sus planos transmiten autenticidad; la miseria casi se puede oler, casi se puede palpar. Entre el documental y la ficción, el drama social y el melodrama, la épica y la poesía, contiene el flujo irresistible de un trozo de vida sabiamente recreado. 

lunes, 2 de enero de 2012

Dead Silence


Realizada a la manera de una película de antaño, una que muy bien podría haber sido cualquiera que tipificase la prosperidad creativa de la que durante los primeros años del siglo pasado gozaba su propia casa productora, Dead Silence (2007) congrega prácticamente todos los elementos necesarios para elevar el listón del género. Veamos a continuación si logra tal resultado. 

La leyenda de la ventrílocua Mary Shaw y sus ciento un hijos de madera en el pueblo pequeño, rural y supersticioso de Ravens Fair ha cobrado ya más víctimas de las que se esperaría de tan sólo un fantasma, en el sentido más peyorativo del término; lo apartado de la población y la ignorancia de su gente han servido a los propósitos más temibles de una serial-killer de ultratumba. 

Porque, claro está --si es que algo en claro puede colegirse de tamaña oscuridad--, Mary Shaw existió y, lo que es peor aun, sus “hijos” también. Estos muñecos de ventrílocuo, de entre los cuales su favorito Billy es el que desencadenará sin quererlo una pesquisa detectivesca de ribetes cómicos y consecuencias nefastas para (literalmente) todos los involucrados, han sobrevivido a las inclemencias del tiempo y la cordura de los pocos que tienen la buena costumbre de no entrometer sus narices en donde no los llaman. Pocos porque, pues, en Ravens Fair casi todo el mundo pasó ya a mejor (¿?) vida. 

Todo empieza --bueno, no todo-- cuando el heredero de los Ashen, la familia real de la localidad, se halla residiendo con su joven y bella esposa en un departamento ubicado en una ciudad tan lejana como parece ser posible de cualquier evento que implique a las leyendas de su pueblo. Los recién casados descubren en cierto momento un inesperado regalo a su puerta. 

Se trata de una caja que semeja un ataúd, el interior rojo incluido, dentro del cual yace inerte lo que parece ser a todas luces un muñeco de ventrílocuo. Como en los Estados Unidos todavía no han aprendido nada de su propia historia ni de su cine --o eso es lo que aún se ve en las películas--, los jóvenes se quedan con el muñeco, que ya de por sí tiene un aspecto bastante inquietante. Si lo que hubiese estado oculto dentro de la caja hubiera sido una bomba, no la habrían pasado peor.


La inteligencia como es concebida normalmente no sirve en absoluto, pues; las leyes de lo sobrenatural y todo lo que aquel mundo o, mejor dicho, universo paralelo o dimensión oculta significan para cualquier mortal es simplemente el caos y su última parada, que se sepa al menos: la muerte. Eso sí, adecuadamente violenta, es decir, gráficamente insoportable, siempre apelando a ese grado de empatía tan curioso en el que cada espectador reflexiona sobre la suerte que le ha tocado a su prójimo con el alivio de quien ha perdido el avión en el que fallecieron todos sus tripulantes y pasajeros. Cosas del cine, que recuerdan o reproducen las de la vida. Y hablando de vida, de eso es precisamente de lo que esta película no trata. Ni este artículo, por cierto. 

Aunque digamos desde ya que, entre las virtudes que posee, Dead Silence nos permite reencontrarnos con el sentido del humor tan especial que suele habitar el género, ése que caracteriza a los clásicos que para la Universal, que también produce esta cinta, rodó el genial James Whale. Irónicamente, el humor de Dead Silence, tan parco unas veces como pródigo otras, tan directo como definitivamente negro, es por eso mismo el recordatorio de una vida que permanece muy lejos aún de nuestra capacidad de entendimiento. 

El gran guiñol como tradición fílmica y las manifestaciones diabólicas más recurridas, así como la perplejidad ante el poder de la imaginación y la línea divisoria entre lo que vemos y lo que de verdad existe, son todas características que encuentran un desarrollo en ciertos instantes memorables y en otros no tanto, pero en cualquier caso un nivel de calidad que provoca simpatía e incluso una sensación de gratitud en el espectador, sobre todo aquél que ha tenido el privilegio de gozar de la cosecha de los mejores años de un cine que es, por fortuna, constantemente recuperado gracias a la moderna tecnología del video digital y sus continuos avances. Avances de los cuales, precisamente, Dead Silence se ha aprovechado tan oportunamente. No podemos finalizar sin destacar la acertada presencia de Donnie Wahlberg en su papel de torpe investigador policial.