Tal como su semejante alleniano, el Emmet Ray de Sweet and Lowdown (1999), Danny T. D. Lemon Nineteen-hundred era fabuloso; el pianista y su instrumento eran uno solo cada vez que aquél movía sus dedos (siendo "uno" sinónimo de unidad insuperable, non plus ultra). Cuando vence en duelo al megalómano Jelly Roll Morton, acerca un cigarrillo a una de las cuerdas metálicas de su caja de música: listo para las pitadas correspondientes. De habérsele ocurrido, él mismo habría servido de encendedor.
Ésta es la historia de un genio con la sangre caliente cuando conviene, pero también es la leyenda o el mito de un fantasma (amistoso) cuya ópera se hallaba quizá en un rincón de la cabeza del trompetista Max, emocionado relator. La vida es sueño, y las películas son sueños de celuloide, sueños de sueños. Nineteen-hundred es un hombre soñado por otro. Dentro de una película. Adaptada de un libro.
El film es digno de recuerdo por más de un motivo, la presencia de Tim Roth sobre todo. Entonces, la certeza de que Nineteen-hundred se hallaba suelto en tierra firme, cuando no andaba por Gran Bretaña, y que era un actor recio y brillante (cuando no fungía de botones) que ya había dirigido su primera (controversial, por supuesto) película, era tan penetrante como la duda que envuelve su biografía en el "sentido común" del espectador. Posiblemente no sea su mejor papel, aunque Roth lo asume con una gracia y una soltura casi inéditas en aquel punto de su carrera. Su interpretación incide en la materia huidiza, evanescente de un ser tan contundente, de una interioridad tan expresiva.
El realizador Tornatore contó nuevamente con el maestro Morricone en la banda musical, tan celebrada por los expertos que aún no creo que supere a su medio tocaya Novecento. Ciertamente es una obra característica, pero no es, como fue sugerido tantas veces, el pináculo artístico o técnico de lo que apreciamos en pantalla; Tim Roth aparte, ahí está, por ejemplo, una dirección fotográfica que también posee un grado equivalente o incluso mayor de calidad que esta oferta auditiva. De todos modos, melódicamente, jazzísticamente, las notas del pentagrama forman el discurso mejor articulado del artista y definen su manifestación más personal; Morricone ha ilustrado su contexto y su carácter, con lo que ha perfeccionado el ya perfecto retrato trazado por Roth, en una suerte de ejecución a cuatro manos. Inesperadamente, donde el intérprete llega al corazón, el compositor parece un poco demasiado razonable, un poco demasiado frío. No puedo dejar de comparar a Morricone con Morricone, y si me equivoco, siempre puedo revisar mi opinión.
Un Tim Roth digno de atención, un Ennio Morricone más virtuoso que apasionado, hacen de La leyenda de 1900 (La leggenda del pianista sull'oceano, 1998) una parábola muy singular. Hablando casi desde un tiempo fuera del tiempo, y a través de una criatura entrañable, lanzó hace ya más de diez años la arriesgada tesis de que sólo es posible la tragedia si se quiere ir un poco más allá, adonde sólo van los hombres solos y buenos.