viernes, 25 de mayo de 2012

Hitch


Inocente: ser sin culpa; a quien se acusa, a quien se inculpa con absoluta injusticia. Rojo: color de la muerte, color del fluido de la vida. Cuchillo: símbolo fálico, acaso, en las manos de un homicida víctima de desórdenes mentales. Significados como éstos flotan en el universo hitchcockiano, integran sus temas y subtemas. Porque el cine del maestro inglés está hecho de obsesiones terribles como de nubes negras la tormenta, de crímenes y pecados.

No es una coincidencia que quien llegaría a ser el mago del suspenso fuera en su Londres natal un púber pusilánime frente a la caprichosa silueta de un bulto casual en alguno de los callejones sombríos que menudean en la capital portuaria. Ni tampoco lo es que naciese allí. El gran Hitch fue educado en el impenitente puritanismo londinense y bajo el más estricto régimen católico. Sólo sus cualidades personales y el destino evitaron que resultase otro Jack el Destripador, ya que, además, el regordete adolescente poseía verdaderas tendencias sádicas y destructivas; consecuencias lógicas de una mezcla explosiva, que es trágica y legendaria como sus descuartizadores y estranguladores: represión sexual + conciencia cristiana de la culpa + una cierta sensibilidad particular = Hitchcock. (O un Buñuel, de cuya Tristana el autor de Psycho quedara tan prendado.)

El cineasta trabajó un lenguaje de varios niveles; el carácter lúdicro que se aprecia en su opera no es óbice para reconocer al auteur y apasionarnos por su visión del mundo. Su estilo, esa forma claroscura en la que palpita un corazón delator, es, finalmente, arte puro. Una analogía con Borges no sería inapropiada. Si en éste la literatura se alimenta de literatura, en aquél el cinema se fagocita a sí mismo. Y si en el escritor argentino de Ficciones admiramos su precisión y pensamiento, no podemos sino rendirnos ante la evidencia de que el director de Vertigo es mucho más que virtuosismo y mcguffins --todo un caudal de fantasía y filosofía sobre la maldad, la locura, la muerte, discurre bajo su brillante superficie.

Hitchcock fue en vida uno de los realizadores más injustamente subestimados de la historia del séptimo arte. Probablemente fuese el género la razón principal de esa situación, ya que el misterio, y sus diversas ramas, ha sido desde siempre muy popular. Probable es también que la ligereza que se le ha reprochado dominara el juicio de sus detractores, porque siendo como es una de las vertientes de la ficción que más se concentra en el uso de recursos y mecanismos formales (y en el plano argumental, míticos, oníricos) que conmuevan al lector o espectador, el de misterio es quizá el género que proporciona una noción menos limitada, más redonda del hombre, y su relación con la naturaleza y todo lo que lo rodea. Pero esto es algo, se ha visto, que aún puede escapar a la comprensión común. Poe supera los análisis más rigurosos --más allá de su contemporánea impopularidad--, y no puede ser considerado sólo un triunfo técnico del género (ya sea en poesía, cuento o novela) de proporciones everestianas. Tal sucede con Hitchcock, otro de los insuperables exponentes del también llamado fantástico o de intriga, a quien, como pasa puntualmente con los creadores de casta, la inmortalidad artística ungió, indiferente incluso a su consagración de narrador ideal en la opinión de sus propios colegas, o al exorcismo de sus miedos íntimos en el tratamiento de los más primitivos y universales temores humanos.