jueves, 29 de agosto de 2013

Ellroy Reloaded: Street Kings (2008)


Imaginen a un Keanu Reeves que del héroe de The Matrix (1999) apenas si conserva las estilizadas gafas oscuras y el rostro impenetrable de un actor que siempre ha estado, si no en los antípodas, sí bastante lejos de Brando. Ahora, hagan un pequeño esfuerzo, y traten de imaginar al mismo Reeves sumergido en un auténtico ambiente de film noir, fotografiado entre los juegos luminosos de un mundo nada irreal, nada onírico en el sentido que la película de los hermanos Wachowski propuso en su día.

Todavía más, pido un esfuerzo que a muchos les podrá parecer sobrehumano: imaginen a Neo en la piel de un detective de James Ellroy. ¿Imposible? Pues, eso es nada más y nada menos lo que nos permite apreciar Los reyes de la calle, una muestra sólida del cine proveniente de la torturada imaginación de uno de los más distinguidos representantes de la serie negra en las últimas décadas.

La película que vamos a comentar nos devuelve al Ellroy de Los Ángeles al desnudo (L. A. Confidential, Curtis Hanson, 1997), luego de lo que Brian De Palma hizo con La Dalia Negra en el 2006. La transformación de Keanu Reeves en un actor casi convincente por la primera vez en su carrera podría ser comparada al cambio de imagen sufrido por Harrison Ford a principios de la década del ochenta, cuando interpretó al Rick Deckard de la obra maestra de Ridley Scott, Blade Runner, todo un clásico del género negro futurista, de la ciencia ficción y del cine a secas.

Los reyes de la calle, pese a tan singular proeza, no es un clásico, al menos no uno instantáneo o ya reconocible, pero de todas maneras es imposible negar las cualidades que exhibe en diversos apartados, siendo en conjunto una película tan satisfactoria que sería mezquino ignorarlas.

Su trama de corrupción y violencia policial, típicamente ellroyana, ha sido plasmada en un guión en cuya escritura ha tomado parte el propio autor, garantizando de esta forma la expresión genuina de sus preocupaciones artísticas. De otro lado, la resolución de la intriga se halla caracterizada por un estilo sensacional y cierto desequilibrio a favor de la acción pura y dura, lo que resta puntos a la descripción de los personajes secundarios en cuanto criaturas complejas y con matices, que es lo que tan bien se observaba en Los Ángeles al desnudoEn comparación con ésta, Los reyes de la calle no contiene elegancia ni transmite la experiencia misma de la imperfección humana, de la cual la corrupción es síntoma y espectáculo casi pirotécnico. La crudeza del oficio policial es apenas captada, aunque los duelos psicológicos que tienen lugar entre los agentes de la ley retienen todo el sabor amargo de la prosa de origen.

El protagonista central, catalizador de los muchos vicios y las poquísimas virtudes que son posibles en un microcosmos como aquél, es un antihéroe de los de antes en una historia, en su esencia, como las que contaban las películas estelarizadas por Mitchum y Bogart. La época contemporánea, postmoderna, permite que, aunque suene a ironía, la humanidad idealmente defectuosa del detective Tom Ludlow sobreviva y se imponga a las ráfagas de violencia y a las maquinaciones subterráneas urdidas por quienes menos se sospecha.

Otro de los defectos de la película, uno que resulta acaso menor también, es que los intereses por los cuales se mueven los hilos de tan alambicada intriga pueden ser percibidos casi desde el inicio de la narración; nos referimos especialmente a las personalidades detrás de estos intereses, y aún más especialmente a quienes juegan un rol preponderante en el relato y en su desarrollo. No obstante, la ilustración de la ruina moral y de la degradación ética a la que ha sido capaz de llegar el cuerpo policial es efectivamente comunicada a través de la interpretación del reparto.

El gran Forest Whitaker vuelve a brillar en un rol a su medida, como el oficial en jefe encargado de velar por sus hombres sin importar la violación de las normas que tenga que llevar a cabo. Su capitán Wander es la figura paterna que siempre estará en el lugar oportuno y en el momento oportuno para cubrir a su hijo, un asesino tan eficiente que le costaría demasiado caro perderlo. La caracterización de Whitaker es en la superficie la del típico jefe de policía a la que uno está familiarizado por las series de televisión: afroamericano, severo y comprensivo, afable y gruñón, a todas luces un hombre respetable. Sólo que este hombre respetable dirige a un grupo de soldados de la muerte, hombres armados que bajo su tutela y dirección se revelan tanto o más peligrosos que los mismos enemigos de la sociedad a quienes deben combatir.

La escena de la confrontación final, de lejos la mejor y que no revelaremos por consideración a quienes no hayan visto aún Los reyes de la calle, transmite esa tensión propia del conflicto moral que subyace en la historia, tan inconfundiblemente de su autor, y en el corazón de los individuos de ficción a quienes éste ha otorgado vida. Un aliento vital que sobrecoge por su minucioso reflejo de la realidad, y en el que el dinero --en buena medida equivalente a aquel botín de la ilusión perdido en el aire inquieto de un aeropuerto en aquella obra maestra absoluta que es The Killing de Kubrick-- y la riqueza material son las pruebas concretas de la torpeza de nuestras debilidades.

viernes, 16 de agosto de 2013

Ética y política: Sacco e Vanzetti (1971)


Víctimas de la injusticia consagrada por un sistema  medularmente corrupto, y por ello símbolos universales con idéntica fecha de expiración que el mundo civilizado, los anarquistas asesinados en la silla eléctrica por el crimen de ser italianos y socialistas en la América (no por casualidad) ad portas del crack del ’29 fueron protagonistas de una adecuadamente indignada película, dirigida con ánimo definitivo por Giuliano Montaldo y musicalizada por el maestro Morricone. Las emotivas interpretaciones dramáticas de Gian Maria Volonté y Riccardo Cucciolla --el vendedor de pescado Bartolomeo Vanzetti y el zapatero Nicola Sacco, respectivamente-- son más que notables, pero el score vocalizado a través del divino instrumento de Joan Baez pasó inmediatamente a la inmortalidad de los himnos contra la intolerancia, la discriminación y la inhumanidad del hombre hacia su propio hermano de especie.

jueves, 1 de agosto de 2013

Historia de amor


It’s All About Love (Thomas Vinterberg, 2003), cuyo título en Latinoamérica, Todo es por amor, es imperceptiblemente equívoco, no puede ser vista como una película de romance convencional, aunque lo sea en muchas formas. La idea de Vinterberg, miembro del grupo Dogma y uno de los cineastas daneses con mayor proyección fuera de su país, es hacer un comentario de dimensiones universales a través de una historia pequeña y a la vez compleja, que mezcla una intriga internacional de sabor añejo con las sorpresas futuristas de la ciencia ficción.

Un trabajo de autor que es todo acerca del sentimiento más manido por cualquier género que se precie de ser artístico, y que en las manos del ambicioso cineasta se convierte una vez más en objeto de un tratamiento controvertido. Aunque el resultado no sea precisamente bueno, en opinión de quien escribe este artículo.

Lejos de las propuestas estilísticas que marcaron cintas pretendidamente iconoclastas como La celebración (Festen, 1998), dirigida por Vinterberg mismo, Todo es por amor relata las desventuras de una pareja de esposos cuya crisis ya pasó, y cuyo divorcio es supuestamente inminente. Él es John, interpretado por Joaquin Phoenix, y ella es Elena, la estrella mundial del patinaje sobre hielo que encarna, con su mirada absorta de siempre, Claire Danes.

La época en la que transcurre la historia de estos amantes es la tercera década del presente siglo; aparentemente la última, si creemos en las imágenes extrañamente ominosas del filme. Amantes digo, porque está claro desde el principio que vamos a ser testigos de una serie de anécdotas atípicas marcadas por la predestinación y, luego, la tragedia. No estoy arruinando la diversión a nadie, porque es el personaje de Phoenix el que se encarga de hacérnoslo saber en una voz en off que es una de las primeras señas, irónicamente, de lo difícil que será seguir los eventos de la trama.

Dificultad que el espectador no encontrará tan inoportuna, en absoluto, como la impenetrabilidad de las causas y motivaciones que echarán a andar la intriga, a todas luces diseñada a la sombra de John Le Carré y Alfred Hitchcock (o más bien, Brian De Palma). No se trata, por supuesto, de que la audiencia se haga de todas las claves, de que el misterio de las imágenes desaparezca y se imponga lo literal, mucho menos la lógica que aniquila cualquier creación artística.

Ya que las intenciones de Vinterberg y compañía pertenecen evidentemente a la esfera del arte, sin embargo, las consecuencias de su proceso creativo se advierten poco menos que abstrusas, desequilibrando de una manera rotundamente perjudicial la unidad expresiva del conjunto por medio de obstáculos innecesarios y redundancias que no pueden evitar ser destacadas gracias a una edición que apela a la paciencia con demasiado rigor.

Por lo demás, la atmósfera onírica es en parte conseguida por lo absurdo de la trama. Cuando la película empieza, John está por reencontrarse con Elena para que ésta firme los papeles de su divorcio. Al no aparecer Elena en el aeropuerto, agentes encargados de su seguridad escoltan a John hasta el lugar donde se hallan también los demás miembros de su grupo, personas que su esposo no ha terminado de conocer.

Después de una exhibición de patinaje durante la cual John advierte que algo ocurre con la salud de Elena, ambos huyen, ayudados por algunos amigos, de las garras de una mafia que prácticamente se ha hecho de la vida de ella por completo, y que ahora amenaza con destruirlo a él. En su huida, John descubre que la fidelidad de ciertos amigos a veces oculta razones insospechadas o que da temor revelar. Casi tanto como el destino que les espera a él mismo y al amor de su vida.

Para no descubrir detalles importantes de la trama que podrían ser significativos para el disfrute del espectador, sólo diré que la ciencia ficción se hace presente en esta película de un modo bastante creíble, y que, no obstante, es una de las formas de la confusión o más bien del hastío en medio de un enigma que luce superficial al tratar de contener al amor que se profesan los desesperados protagonistas.

Con toda la apariencia de un telefilme europeo, Todo es por amor se prodiga en los primeros planos de su pareja de héroes, como esperando que los ojos de Danes hagan algo más que hipnotizar o reflejar las especulaciones de la accidentada audiencia. Hay, sobre todo, un énfasis en la expresión delicada, sufrida y sin embargo elegante en su compartida somnolencia de Phoenix, quien ofrece un desempeño que bajo circunstancias distintas podría ser calificado como notable, pero que en las actuales no estoy seguro de poder aplaudir.

Algo similar me ocurre con la aparición de Sean Penn, en un papel que más que de reparto es una participación especial. En casi la misma vena de su brevísima pero contundente actuación en Loved (1997), Penn casi parece el corazón de una película con el alma dañada por los tiempos modernos.