sábado, 17 de diciembre de 2011

Look Back in Anger (1959)


Hay un momento en la cinta dirigida por Tony Richardson en el que Jimmy, acompañado por Helena, está sentado en la butaca de un cine ante una película que muestra acciones del ejército inglés. Su reacción no puede sorprender ya al espectador: es la exteriorización de una frustración que así halla un sentido, la nueva manifestación de una razón antigua. Jimmy Porter, el legendario antihéroe encarnado en Richard Burton, es una conciencia cansada de gritar en silencio. Por eso actúa en vano.

Una adaptación cinematográfica

Es muy difícil hablar de esta pieza fundacional del Free Cinema sin referirse a su origen teatral, más prestigioso si cabe. Look Back in Anger supuso un punto de inflexión en la escena cultural británica de la posguerra, todo un acontecimiento social. (Su estreno en 1956 hace eco de aquél de A Streetcar Named Desire al otro lado del Atlántico en 1947, pero en el sentido sociológico resulta más legítimo: Marlon Brando había convertido al antagonista del drama de Tennessee Williams y Elia Kazan en el Jimmy Porter americano antes de Jimmy Porter.)

Osborne y su esposa Mary Ure, quien recrea en el film el rol de Alison que ella misma había originado en la producción londinense 

Su autor, John Osborne, además de reanimar al teatro inglés patentó el arquetipo de los angry young men, éste un término que bastaría para referirse a escritores como él o actores como Albert Finney, pero que en principio era la definición compendiosa de los héroes inadaptados, aquellos álter egos de las masas proletarias de la nueva generación, desheredada o espiritualmente huérfana, que encontraron en Jimmy Porter alguien que actuaba por ellos pues sentía como ellos; no importaba que fuese el personaje de una ficción literaria.*

Vaya si la relación entre Richardson y Osborne parece un trasunto de la dupla Williams-Kazan. Juntos se propusieron hacer de Look Back in Anger una película que repitiera el suceso que había logrado el montaje teatral, dirigido por el propio Richardson. Sería el primer largometraje de éste y la primera aventura fílmica de Osborne; el dramaturgo escribió el guión con Nigel Kneale, aunque no aparece acreditado.

Casi como el Stanley Kowalski original de A Streetcar Named Desire, Brando, el protagonista volvería a ser Jimmy Porter himself, un Richard Burton exquisitamente talentoso que reemplazaba idealmente a Kenneth Haigh. Y, a pesar de que en la época su tibio éxito constituyó cierta decepción, con el transcurso del tiempo esta realización se ha situado en el centro de la fama del Free Cinema, casi como la adaptación mejor recibida en su tiempo de Kazan encontró cierta independencia respecto de su leyenda neoyorquina.

Unas impresiones personales

Yo sabía algunas cosas de Look Back in Anger, pero ésta ha sido la primera vez que he tenido un contacto directo con su argumento, pues no la he leído ni he visto ninguna producción teatral o televisiva. Mi entusiasmo inicial cedió a un desconcierto irritante durante la primera parte de la película, pues en mi ingenuidad debo de haber esperado algo menos realista, más romántico, un Rebel Without a Cause o From Here to Eternity británico. Pero también la incertidumbre cedió y fui asimilando la dificultad de una obra tan áspera e invisiblemente esperanzada.

La claustrofobia que transmite casi cada fotograma de Look Back in Anger es diferente de la de otras adaptaciones del teatro. Se trata de rostros más que de espacios. No sé si el drama de Osborne tiene la plasticidad o el carácter contemplativo que percibí, pero sin duda y desde sus primeras imágenes la película tiene un ritmo insólitamente visual. Durante los primeros diez o quince minutos no se oye un solo diálogo.

Además, el guión y la dirección ya se las han arreglado para establecer una estructura que hace de la historia un rompecabezas en base a piezas que antes parecen sugerencias o pistas de un film noir, y que después se observan cuales son. En virtud de tal estilo los sonidos cobran una magnitud singular: la amargura detrás de una melodiosa trompeta se duplica, una campana tañe como un trueno del infierno… sobre todo si la magnífica voz de Burton nos convence de ello.

Burton recibe instrucciones de músicos profesionales para su rol

Ese realismo dostoievskiano tiene en la figura de Jimmy Porter su Karamazov, y más que sus parlamentos es su rostro lo que nos conmueve. Esas maneras, esos gestos, ese perfil de ave de presa, esa tosquedad de oso ermitaño. Esos ojos esmeraldas, en fin, que revelan su enorme vulnerabilidad. Porque si hay algo tan legendario como la desesperada voz de Burton, tal es su mirada. Aparte de Brando, pocos, poquísimos otros intérpretes han sido tan elocuentes en el silencio, y a costa de su genio vocal, como el majestuoso galés.

Sin embargo, también es cierto que Jimmy Porter lo fue siempre todo en Look Back in Anger. Me explico: él es su protagonista absoluto, es más, toda la pieza; en esos términos, una variación contemporánea de Hamlet ejecutada por uno de sus más populares intérpretes. Los demás personajes, bien vistos, son comparsas o satélites que las leyes hacen de una u otra forma necesarios. Pero, a pesar de la humanidad que transmiten Cliff o Alison, Jimmy Porter es demasiado interesante para prestarles más atención.

El nihilismo, la misoginia, el cinismo de su protagonista lo impregna todo, y por esto la película tenía que ser así, abstrusa desde la superficie de sus imágenes. Lo complicado de lo sencillo, porque no hay artificios inútiles, sólo una fluidez gris, una cambiante perpetuidad y un algo ensimismado, como el virtual autismo que el propio Jimmy exhibe a veces. Sólo matices de negro y en ocasiones la luz de un mediocre día. El dramatismo persigue a la esquiva realidad, pedestre y trágica, pero el tono en ningún momento se exaspera; sólo permite la distinción del sufrimiento.

Supongo que Look Back in Anger debió de haber “perdido” algo en el trayecto, al igual que todo teatro selecto o conspicuo desde la adaptación de Henry V dirigida por Laurence Olivier hasta la de Glengarry Glen Ross realizada por James Foley. También supongo que el largometraje de Richardson y Osborne tiene algún acierto en común con esas exitosas versiones, pues el resultado es bastante satisfactorio en el sentido cinematográfico. La opción misma del blanco y negro, que entonces fue quizá más una imposición que una elección, es totalmente lógica, con esas reminiscencias tenebristas que enlazan con el conflicto religioso subyacente.

No hay actores moviéndose en un escenario y siendo filmados, sino actores/personajes que parecen vivos, porque además de sus persuasivos recursos y tal vez a pesar de sus admirables continentes (la inevitablemente hermosa Helena de Claire Bloom y el imponente y masculino Burton recuerdan lo sublime del arte) hay un punto de vista espontáneo que diestramente los sigue cuando están vendiendo caramelos en el mercado o haciendo una audición.

Alison y Helena 

El notable trabajo del director Oswald Morris, quien volvería a colaborar con realizador y escritor en The Entertainer (1960), es crucial y como adelanté líneas arriba sus close-ups son la mitad de la puesta en escena. También es destacable la ambientación, del departamento de los Porter en particular, convenientemente naturalista y naturalistamente efectiva. Y el montaje de las escenas, que origina una continuidad cargada de subjetivismo. Impresionismo y Naturalismo son, evidentemente, los polos que delimitan la expresión más pura de esta radical ilustración de la obra de Osborne.

No se puede olvidar que Look Back in Anger parte de un poderoso texto dramático y paralelamente al discurrir de sus planos el conjunto de los parlamentos, no muy avanzado el metraje, amenaza con desbordarse, en irónica compensación de su prolongado mutismo inicial. Este exceso aparente o cierto, tal agobio, se debe en buena medida a la ferocidad de Porter. No obstante, es precisamente la correspondencia entre la puesta en escena y la naturaleza retórica de los personajes lo que impulsa esta película, que logra comunicar la verdad de su protagonista, víctima de sus circunstancias tanto como de sí mismo. Claro, se tiene que recorrer un considerable trecho para descubrirlo, ya que este émulo intelectual de Brando es literalmente un hueso duro de roer.

Jimmy Porter no es un izquierdista intransigente sino alguien que pretende rebelarse contra las convenciones a su manera. Por eso está casado con una muchacha de clase superior (a quien maltrata y consigue torturar) o se mofa del colonialismo de su gobierno en la penumbra de una sala pública.** Su capacidad es limitada y él lo sabe; por eso su ayuda del comerciante discriminado es un fracaso previsible, lógico, cuando menos normal.

Es un hombre solo, y sus diatribas sólo pueden fecundar en una realidad paralela, desde un tablado o a través de una pantalla, como en nuestro caso. Look Back in Anger es el documento espiritual de una época en un país, que refleja, como su textura unos días iguales a todos, los conflictos de los hombres de todas las épocas en las sociedades que les han tocado en suerte; y es, last but not least, una sorpresiva invitación a no perder los últimos rezagos de fe que nos queden en el organismo.

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* La penetración popular del drama de Osborne, mucho más allá de esta inmediata adaptación y de las producciones televisivas que también inspiró, es constatable en la veleidosa y siempre fiel a sí misma cultura juvenil. Por ejemplo, uno de los abanderados del finisecular BritPop, la banda de extracción obrera Oasis, tituló uno de sus grandes éxitos “Don’t Look Back In Anger”.

** Porter observa un documental sobre la Crisis de Suez, el evento político clave de su generación.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Breaking Dawn - Part 1

Three's company: el director Bill Condon y sus actores Kristen Stewart y Robert Pattinson

El año 2007 conocí a una niña americana entusiasta de un libro llamado Twilight. La serie de novelas romántico-fantásticas concebida por Stephenie Meyer era ya entonces todo un fenómeno cultural entre el público femenino, mayormente adolescente y anglosajón/europeo. Edward hacía ya bastante tiempo que había reemplazado a los Mr. Darcys y los Rochesters como el hombre ideal en el imaginario hormonal de millones de lectoras, cuando el estreno del primer episodio de la "saga" cinematográfica en 2008 obsequió a su anteriormente exclusiva popularidad literaria con un repentino y cierto tinte provinciano --lo que no deja de ser un sorprendente ejemplo de la hegemonía global de las taquillas, más allá de que muchas lectoras devotas hayan despreciado la propuesta de la Summit desde el casting mismo de Rob Pattinson hasta el guión de Melissa Rosenberg para Eclipse (2010).

Sin embargo, la última y esperadísima novela de la serie, titulada Breaking Dawn, es una suerte de rara avis, a la vez todo un best-seller y la oveja negra que nunca debió ver la luz editorial --según la opinión más radical de las propias fans quienes (personalmente o a través de sus mamás) acudieron en hordas a adquirir su ejemplar, cuya decepción es supuestamente indiferente a la prosa siempre reprochada por la academia y por escritores como Stephen King de la estimable señora Meyer, pero aún lidia con los hechos que rematan incongruentemente un universo hiperbólico y singularmente sangriento y preñado de angustia. Breaking Dawn, un libro demasiado excesivo, y que incluso se creía infilmable, presta sus 756 páginas a la inevitable versión dirigida por Bill Condon, cuya primera parte me dispongo a comentar.

Stephenie Meyer, productora de Breaking Dawn - Part 1, en la premiere mundial del filme

Dentro de una amplia sala de cine, el público de 1935 se entrega a la experiencia de ser aterrorizado por The Bride of Frankenstein. Entre ellos, dos asesinos cruzan sus caminos: el primero va tras una mujer de la audiencia, sin saber que un vampiro va tras él. De este modo, en un flashback que no es la primera escena pero establece la dinámica y la tensión que culminarán hacia el final del metraje, Bill Condon deja constancia de lo ideal de su fichaje para esta realización. Es la suya una labor elegante, en la que no hay lugar para la gratuidad sensacionalista que el material de base habría garantizado en manos de un cineasta como Gus Van Sant; la sutileza de Condon es admirable, y transmite una franqueza sui géneris rica, ambigua y ambivalente. Hay también en Breaking Dawn - Part 1, como ya han notado otros cronistas, una economía visual que hace de momentos casi fugaces detalles memorables, por ejemplo la transformación licantrópica de Jacob en la inmediata escena inicial que coloca al espectador en el centro del melodrama. El humor equívoco y la morosidad con que el director se concentra en asuntos aparentemente triviales en una historia que vista desde fuera y con la hostilidad de sus detractores es absolutamente trivial y risiblemente inmoral, fabrican una textura insólita y nueva que parece desconectar a la pieza de los más obvios episodios anteriores. Sí, se trata otra vez de una telenovela de terror que se toma épicamente en serio... ¿o no?

La dualidad es sin duda uno de los signos de estilo y uno de los temas aquí; el hecho de que ésta en realidad es una cinta partida por la mitad y no la penúltima aventura de Bella Swan viene al caso. Se puede decir que los picos de la trama son dos: la boda/luna de miel y el parto/muerte, o en palabras más claras: la desfloración de la novia de 18 años y su conversión al vampirismo puro y duro. Creo que la clave del éxito de esta serie tiene mucho que ver con lo efectivamente que sabe tocar las fibras más íntimas de la psique femenina (tan familiarizada con el dolor físico y emocional), y desde una perspectiva masculina lo que ocurre a Bella debería poder constituir una trama de horror más que suficiente. Pero el horror es aún más palpable y amplio, y donde Eclipse fue un primer contacto sin ambages con el género fílmico, Breaking Dawn (al menos en esta primera parte) se atreve con el suspense de la pérdida y la tragedia de la identidad, el descubrimiento del infierno interior y la esperanza a cambio de una eternidad en la incertidumbre. Es decir, casi nada. El terror es climático, y el sexo también; muchos se sentirán engañados por la brevedad y la morigeración de la escena de una desfloración previsible en los límites de lo monstruoso, hasta que todo empiece a cobrar sentido en el nivel subconsciente sobre el que Meyer y Condon están lanzando las cartas --o moviendo las fichas de ajedrez.


Las interpretaciones de Kristen Stewart y Taylor Lautner son, sin lugar a dudas, las mejores de sus respectivas y prometedoras carreras. La protagonista sólo ha empezado su nueva vida cuando aparecen los créditos de cierre y todo es rojo y negro, especialmente rojo, como un renacimiento stendhaliano. Su última y extenuante jornada ha lucido más vívida en un sentido tal vez más normal de lo que se entiende por vida o experiencia de vida, lo que parecería contradecir su itinerario en los filmes previos y acaso los hace lucir más folletinescos en comparación, pero es que se trata de una madurez preparada por los mismos; lo que sí hace es apuntar a esa dualidad contradictoria de sí misma que ya mencioné, y éste es el tramo final de su vida humana, después de todo. Jacob igualmente llega al final de todo un viaje de autodescubrimiento, y su imprinting en la recién nacida Renesmee cambia no sólo su propia existencia sino el trayecto del relato y todos los personajes son afectados por el inefable evento. Ambas estrellas no sólo inyectan vitalidad juvenil en sus papeles, también logran incorporarlos exitosamente y precisamente en las circunstancias más importantes y difíciles de sus respectivos dramas individuales. El momento en que Jacob comprende que Bella ha muerto es devastador gracias a Lautner, y Stewart es convincente a lo largo de su interespecial y letal preñez (que ocupa una buena porción del metraje). La escena del sangriento parto es, al revés de la desfloración, prolongada y gráfica sin abandonar el tono impresionista del conjunto; y es una proeza nada desdeñable, incluyendo a la pequeña e increíble Renesmee misma, quien, a la par del monstruoso Jacob, ha encontrado una encarnación creíble en la pantalla --en esta primera parte más basada en los efectos especiales CGI que en la precoz Mackenzie Foy.

Habrá que esperar a Breaking Dawn - Part 2 para comprobar el equilibrio de un film que por lo pronto se presenta tan válido como incompleto, y tan real en su horror como una antesala al infierno. Oportunamente musicalizado por Carter Burwell y con momentos de acción y suspenso más naturales y satisfactorios, Breaking Dawn - Part 1 no es la perfección en celuloide aun dentro de sus propios términos, por supuesto. (Y lo dice un comentarista consciente de que su opinión favorable es la excepción a la regla.) Entre las cosas que no me gustan: la horrenda peluca de Peter Facinelli no favorece en absoluto su interpretación del Dr. Cullen (Facinelli no es de la escuela de Sean Penn, evidentemente); la cara de Anna Kendrick (una chica con busto y nominación al Oscar debería tener otra cara); las superpobladas cejas de Edward fueron una distracción, así como también de alguna manera lo fue su camisa azul de David DeAngelo --y su pelo más oscuro y corto que nunca, y su apariencia domesticada en general, ¿significan algo? Ah, ¡y esa escena de sexo sí se sintió precipitada, Sr. Condon!

sábado, 26 de noviembre de 2011

No Way Out (1950)

Sidney Poitier (Dr. Luther Brooks) y Richard Widmark (Ray Biddle) en un thriller social adelantado a su época y (¿cómo no?) finamente protagonizado

Luego de su icónico debut en Kiss of Death (1947), Richard Widmark demuestra por qué no solamente es recordado como uno de los grandes villanos de la pantalla, sino también como uno de sus intérpretes más convincentes. Su estilo característico se ajusta al personaje, y no al revés. En pleno auge de la revolución actoral dirigida por Kazan --con quien Widmark filmó Panic in the Streets (1950)--, el delincuente profundamente racista de No Way Out es eso: un antagonista despreciable como Tommy Udo, pero que representa tal vez a la víctima insospechada de la injusticia que se nos muestra.

Sidney Poitier debuta haciendo gala de tanta dignidad y carisma y solvencia, que es difícil recordar otro primer papel de un astro con la misma coherencia respecto de su carrera posterior, si exceptuamos a su compañero de reparto. Desde su fotogénica aparición en mandil blanco atravesando los pasillos de un hospital, es probable que ningún actor haya incorporado su identidad personal a ninguna reivindicación de derechos civiles con parigual resonancia. El excelente protagonista de Blackboard Jungle (1955), The Defiant Ones (1958) y Guess Who's Coming to Dinner (1967), entre otros títulos, despliega su admirable elegancia en un rol que asume con visos de perfección.

La explosiva y visionaria No Way Out anticipa ciertas facetas de la obra de su realizador. Igualmente conflictiva y líricamente superior es una de las piezas claves del cine político, Julius Caesar (1953). Subrayando la lucha de ingenios al reducir el elenco a sus bases, y la intensidad dramática al concentrar la acción en un único escenario, provista de una irónica y aparente indiferencia a la realidad, exterior y social, impone su frívolo talante Sleuth (1972). Despedida ésta que fue la postrera jugada maestra de Joseph L. Mankiewicz, entusiasta de la sofisticación verbal y del poder connotativo de las imágenes.

Temáticamente, No Way Out supone un perfeccionamiento de la fórmula de cine comprometido que Darryl F. Zanuck empleó en melodramas liberales y progresistas tales como Gentleman's Agreement (1947) y Pinky (1949), ambos rodados por Kazan. Esta vez el creativo productor decidió conducirse con una osadía que muchos filmes modernos de semejantes intenciones ya desearían para sí. El caso es que Panic in the Streets reveló a Kazan en su verdadera capacidad artística, generosa de un modo crudo y vehemente, lo cual habría señalado a No Way Out como su proyecto siguiente con toda legitimidad.

Gracias mayormente a la indignante agresión moral a la que el estoico Poitier es sometido por Widmark, en escenas de una electricidad incomparable y una sencillez virtualmente intolerable, el espectador es casi colocado en el centro de la vorágine del prejuicio racial y sus consecuencias. Tal es la dinámica originada por dos de los más naturales e importantes actores de la historia cinematográfica.

viernes, 18 de noviembre de 2011

La ilusión viaja en tranvía


Primer acto

A finales de 1947, Tennessee Williams, uno de los jóvenes turcos de la nueva literatura norteamericana y, con Arthur Miller, el más comentado dramaturgo de la época, asestaba el remate a una pieza que ya estaba siendo requerida para su presentación. La productora del montaje, Irene Selznick –esposa del artífice de Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939)–, pretendía realizar un espectáculo fastuoso; pero algunos puntos clave de su plan no cuajaron idealmente.

La estrella cinematográfica John Garfield, quien ya había comprometido su participación, se echó atrás en el último minuto. Y la dirección tuvo que ser encargada a un cofrade de Garfield en el ambiente teatral, un miembro de la facción más experimental de la vanguardia, aunque sin ningún éxito que lo acreditase como una baza comercial: su nombre era Elia Kazan. Así, sin protagonista masculino, con un director casi desconocido, y aún inconclusa, Un tranvía llamado Deseo (A Streetcar Named Desire) inició su ruta.

Lo que sucedió a continuación es una página insoslayable de la historia del arte dramático. El mejor actor joven de la escena –tal era el consenso de la crítica–, Marlon Brando, fue aceptado en reemplazo de Garfield, pese a la reticencia del propio Kazan y de gente como Harold Clurman, en cuya opinión se había cometido un auténtico miscast.

Director e intérprete se reunían después de la reciente Truckline Cafe, que había valido a Brando la ovación que precisa un nuevo gran talento a fin de ser notado, pero que de ningún modo lo posiciona en el máximo nivel del escalafón de su profesión. Lo que sí ocurrió –y habría que decir que con creces–, cuando el teatro Ethel Barrymore de Broadway levantó su telón el 3 de diciembre de 1947, y el mundo de las tablas se estremeció bajo el poder inaudito e increíblemente original de una creación, que no interpretación, sin precedente ninguno.

Brando, Jessica Tandy como Blanche y Kim Hunter (Stella)

Segundo acto

La adaptación cinematográfica de Un tranvía llamado Deseo era algo casi inminente en 1950. Además de Kazan, George Stevens y Stanley Kramer se hallaban inmersos en proyectos que mostraban el fresco enfoque de la actuación realista. Ese año, Kramer estrenó Vivirás tu vida o Volver a vivir (The Men), un filme acerca de las devastadoras consecuencias físicas y emocionales de la guerra, dirigido por Fred Zinnemann y protagonizado por un debutante Brando.

Mucho más impactante aun resultó Ambiciones que matan (A Place in the Sun, 1951), de Stevens, que con Montgomery Clift a la cabeza del reparto difundió la primera imagen definida del héroe especialmente sensible que se impondría en la década y más adelante.

Aguijoneados por el sensacionalismo superficial y aparente del sublime drama de Williams, los estudios de Hollywood podían prever la repetición de su éxito. Solamente la siniestra sombra del Código de Censura –más “siniestra” tal vez que la propia obra– apagó cualquier precoz entusiasmo. La controversia relacionada con el sexo y la pobredumbre expuestos en Un tranvía llamado Deseo como un factor premonitorio de su fracaso en la taquilla condujo a un acuerdo entre Kazan y la productora Warner.

Algunos diálogos debían ser alterados, algunas escenas eliminadas, la actriz principal sustituida. Aunque se resistía a ceder ante cualquiera de estos cambios, el director convino en dar el rol de Jessica Tandy a Vivien Leigh, la famosa estrella de Lo que el viento se llevó, quien venía de protagonizar el montaje británico orquestado por su marido, Sir Laurence Olivier. El resto del elenco sería el mismo del estreno mundial: Brando en el papel antagonista, y Kim Hunter y el gran Karl Malden en los secundarios.

Vivien Leigh y Bonar Colleano como Stanley en el londinense Aldwych Theater, 1949

Tercer acto

Es demasiado común juzgar que Blanche DuBois y Stanley Kowalski, tal como son interpretados en A Streetcar Named Desire (1951) por Leigh y Brando, respectivamente, simbolizan dos mundos opuestos en pleno conflicto. La sensibilidad y la imaginación por un lado, y la sensualidad y el materialismo por el otro, después de todo, no son tan excluyentes entre sí.

Comparten algo indecible, según Kazan, y es ésa acaso la fuerza motriz de su obra maestra. No sólo la humanidad sorprendente que vibra en ambas figuras constituye esa intersección esencial, sino también aquello que cincela el perfil de una, y alimenta a la otra con tal carácter privado, que decir que su revelación se antoja grotesca sería prácticamente un eufemismo para referir la significación privativa que posee en cada criatura.

En este aspecto básico es, sobre todo, que brilla como nunca el genio brandiano. Orgánico a la vez que espiritual, el trabajo del actor a primera vista construye un espécimen bruto, monolítico, frío, cuya taciturnidad es la de quien no dice nada porque no tiene nada que decir. Es, pues, desde esta apariencia que se urde la tragedia de actor y personaje, que no es otra que aquélla de la incapacidad humana para expresar un yo recóndito que otorgue al ser la dimensión plural necesaria para la experiencia ontológica de la existencia.

En el caso de Brando/Kowalski, una entidad insuperablemente contradictoria, se trata sobre todo de la comunicación de los sentimientos. El villano se encuentra sobrecargado emocional y afectivamente, abrumado por sus conflictos consigo mismo y con los otros. Aun su naturaleza sexual emerge ambigua, porque juega al sexo por amor.

Este Kowalski, su versión perfecta y canónica, es un individualista marginal, rotundamente muy de Brando y, curiosamente, poco o nada de Williams; una desvirtuación que supondría un error sustancial e irreversible. El actor, al humanizar a su personaje, ha enfrentado a Blanche con un monstruo que en su arrogante pequeñez se vislumbra, en cierto plano, tan idealista como la propia heroína.


Conclusión

En los Oscars todo el elenco de Un tranvía llamado Deseo fue premiado, con la excepción de Brando. De más está decir que su legado sobrevivió el eco negativo de aquel escandaloso desaire. ¿El Método del Actors Studio creó a Brando, o Brando creó el Método? Una cuestión similar, en un ámbito francamente pueril en comparación, ocupa todavía a la opinión pública con respecto de James Bond y Sean Connery. Lo que permanece absolutamente claro es que sin esta primera colaboración entre Kazan y Brando el arte de la interpretación no sería el derrotero peligrosamente fascinante que hoy conocemos.

viernes, 21 de octubre de 2011

Halloween Redux


La versión que el director Rob Zombie –músico de rock que cuenta con un título de culto en su brevísima y polémica filmografía, La casa de los 1000 cadáveres (House of 1000 Corpses, 2003)– ha plasmado en rojo sangre de la historia narrada por John Carpenter en su archiconocida La noche de Halloween (Halloween, 1978), confirma que filmar de nuevo una película de renombre, más allá de si éste es justo o no, no siempre va a dar como resultado lo que Gus Van Sant perpetró en 1998 al atreverse con la intocable Psicosis (Psycho, 1960), del maestro Alfred Hitchcock.

Fue en tan imprescindible cinta que, en la sinuosa figura del Norman Bates genialmente incorporado por Anthony Perkins, ocurrió un evento histórico: el nacimiento del icono del asesino serial en el ecran. Un personaje que muy pocas veces alcanzaría la cima conquistada en Psicosis, pero que posiblemente sobrepasaría las expectativas creadas por el éxito comercial de ésta.

Hacia fines de los años setentas, cuando Hitchcock empezaba a recibir homenajes prácticamente póstumos y la casi bucólica apariencia que su película había descubierto como la máscara grotesca de una nación que escondía secretos inconfesables había dejado de pertenecer exclusivamente a la ficción, el género del terror, más mercantilista que nunca, encontró la mejor carta de presentación para su bastardía en la flamante producción de la más joven promesa de la serie B, el mismo director que acababa de rehacer con algún éxito la idea que Howard Hawks llevó a fronteras de leyenda en su inmortal Río Bravo (Rio Bravo, 1959), en la fallida aunque no exenta de interés Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976).

La noche de Halloween es, para decirlo de una vez, una cinta de significación tan limitada como Asalto a la comisaría del distrito 13, y cuyo valor ha sido exagerado debido a las circunstancias en que emergió, cual estandarte de una manera audaz de concebir el género y sus demandas. Lo cierto es que la obra de John Carpenter es, desde un punto de vista estrictamente artístico, bastante decepcionante si uno se atiene a la rendida e incondicional admiración de que goza, especialmente algunos de sus trabajos, y entre ellos muy particularmente la película de marras.

En todo caso, La noche de Halloween ha conservado los méritos que la redimen y evitan que pueda ser confundida con los bodrios que, directa o indirectamente, inspiró, los cuales plagaron las salas públicas y poco después las privadas en un reflejo irónico de la adolescente inquietud que los Estados Unidos y sus colonias culturales –es decir, medio mundo, incluido el Perú– sufrían durante la egotista y superficial (por lo visto el cliché resultó consistente) década ochentera.

Si las virtudes técnicas y conceptuales que hacen relativamente memorable a La noche de Halloween, sin embargo, hubiesen encontrado en Rob Zombie a un copista tópico, su Halloween, el origen (Halloween, 2007) no sería el remake complejo y notable que es. Del original lo separan treinta años y treinta minutos de metraje en su montaje más largo, que aún así posee una elegancia básica, primitiva, sin perder el espíritu diabólico de su fuente, ni esa cualidad inefable que delata una identificación sin cortapisas entre el automatismo de Michael Myers y la muy posible alienación de los propios realizadores.

La autoconciencia de lo filmado por Zombie atraviesa la luminosidad física que subraya la oscuridad abismal del alma humana en Psicosis, hasta llegar a la lobreguez sucia y claustrofóbica que sugiere lo indecible en La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974), sin por ello trascender los límites impuestos por la historia escrita al alimón por Carpenter y Debra Hill sobre una idea del productor Moustapha Akkad, a quien Zombie dedica su filme –ni, por supuesto, sus propias limitaciones como cineasta.

En sus manos, y pese a todo, la dimensión que cobra la biografía del villano es más la de un antihéroe que la de un demonio, más la de un psicópata formidable que la de un ente sobrenatural incomprensible, el cual estuviese por encima del bien y del mal. No por nada la primera mitad del metraje se concentra en la observación realista de la niñez de Myers, que en su bastante efectiva descripción recurre al lugar común con resultados afortunados.

Por otro lado, Zombie es mucho menos comedido que Carpenter, y éste poseía un sentido de la edición que jugó a su favor a la hora de frenar los excesos y apelar a la imaginación; pero la exuberancia estilística, aun en su ocasional torpeza, de Zombie es irresistible, y su propuesta es mucho más meticulosa en lo que respecta a la psicología del personaje central, e incluso en cuanto a los secundarios –las mediocres actuaciones aparte. Destaquemos pues la convincente interpretación de Daeg Faerch en el rol del pequeño asesino.

martes, 4 de octubre de 2011

Teatro y cine en uno de sus mejores encuentros


Glengarry Glen Ross (1992) describe el universo asfixiante de los vendedores de bienes raíces en los Estados Unidos, y es la crítica más brutal del sistema capitalista que puede verse en poco más de hora y media de metraje. Estas criaturas desesperadas y soeces son herederas legítimas de Willy Loman, aquel vendedor viajero en el ocaso de su vida que tan idealmente representó el fracaso del sueño americano gracias a la pluma de Arthur Miller. Como éste, el también dramaturgo David Mamet recrea una sociedad deshumanizada que hace víctimas de quienes se supone son los beneficiarios de su sistema de valores.

También ganadora del premio Pulitzer, la pieza teatral llega al celuloide de un modo insuperable. El guión agrega una escena clave para entender lo que en realidad se halla en juego, en la que Alec Baldwin revela cuán a la altura se encuentra de sus compañeros de reparto en apenas diez o quince minutos. Indudablemente se trata de un actor desperdiciado a través de los años. Por su parte, Al Pacino es hilarante en su rol de engreído empleado estrella; Jack Lemmon suma otra actuación genialmente patética, sin ningún atisbo de sentimentalismo, a una carrera que incluye quizá el mejor desempeño en el drama de un actor tradicionalmente celebrado en la comedia (Days of Wine and Roses, MissingThe China Syndrome y la versión televisiva de Twelve Angry Men de 1997 vaya si son ejemplos más que suficientes para refrendar lo dicho); y en uno de los elencos más aprovechados y merecidamente prestigiosos de la historia del cine, Kevin Spacey es inolvidable, prefigurando la calculadora inteligencia y el temple enigmático que lo harían tan memorable en la imprescindible The Usual Suspects.


Aunque James Foley no ha vuelto a dirigir nada al mismo nivel de Glengarry Glen Ross, la conmocionante At Close Range (1986) y Fear (1996) son otras muestras de su habilidad para escenificar relatos con un suspense in crescendo y dramáticamente efectivos.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Fellini, Sutherland y un amante legendario


Océanos de plástico, memorias que semejan alucinaciones o episodios de Las mil y una noches, y un hombre extraviado en la pesadilla infinita del amor como espejismo fugitivo. Il Casanova di Federico Fellini (1976) es una obra llena de soledad, minuciosamente teatral y fatalmente ambigua. El gran Donald Sutherland --quien inmediatamente antes había compuesto un inolvidable villano para Bernardo Bertolucci en la épica socialista Novecento-- interpreta al seductor veneciano como una figura trágica, un ser humano digno a pesar de la vanidad de su existencia. Fellini presenta a Sutherland afeminado, ridículo, objeto de admiración para la decadente sociedad europea del XVIII, que lo trata caprichosamente como a un señor o a un marginado. En verdad, no es que realizador y actor expresen perspectivas opuestas, sino que Fellini se halla tan atento a la creación de su mundo y a Casanova como producto natural de aquél, que Sutherland culmina una proeza al hacer de su personaje un espíritu absolutamente incomprendido.

Contradictoria y fantástica, la película es, no obstante o exactamente por eso, un perfil real (que no realista) de su protagonista, además de un fresco social notable. Tina Aumont resulta singularmente hermosa en el rol de la misteriosa Henriette. Atención a la banda musical, en la cual Nino Rota incluye una variación de "The Halls of Fear", el tema de la escena del hospital en The Godfather.

El libertino y su recreador: Sutherland desmaquillado y Fellini

martes, 2 de agosto de 2011

Pretty Baby


Louis Malle (1932- 1995) fue un cineasta irregular, diverso e interesante. Inició su carrera con Ascenseur pour l'échafaud (1958), una de las películas clave del ecran francés, y filmó una memoria inolvidable acerca de la infancia a la altura de las de Truffaut, Au revoir les enfants (1987). Pero también torturó y mató pollos por amor al arte en la nefasta Lacombe Lucien (1974), lo que acaso le granjearía seguidores inusitados como John Waters o el ne-fando Alejandro Jodorowsky. El estilo aparentemente indiferente, casi amoral de Malle, sin embargo, produjo buenos resultados en otros filmes aún hacia los 90s (Damage). Uno de aquellos filmes es sin duda y con razón uno de sus trabajos más conocidos, el cual trato a continuación.

En Pretty Baby (1978) se nos presenta de nuevo una realidad dura y observada con énfasis en la observación como un procedimiento, más que pasivo, impotente ante aquella realidad que agrede y ofende. Malle pretende ser un documentalista de la ficción otra vez, aunque ahora su mirada fría no puede evitar la ternura y el calor inocente de la protagonista, una niña de 11 años con rostro de mujer encarnada por Brooke Shields. Nos encontramos en la segregacionista e hipócrita New Orleans de 1900, dentro del burdel más prestigioso de la ciudad, frecuentado por senadores, especuladores y aventureros por igual. Es en este ambiente que viven la pequeña Violet (Shields) y su madre (Susan Sarandon), quien es una de las prostitutas bajo la tutela de Madame Nell (Frances Faye). Eventualmente, Violet, una pequeña librepensadora y voluntariosa, tendrá que convertirse también en prostituta, así como su madre y su abuela antes de ella, para someterse a ese destino individual que el director suele plasmar en sus cintas como una tragedia de repercusiones colectivas.

Cuando el amor se introduce como un elemento necesariamente redentor, la misma atmósfera anormal que respira el espectador y finalmente los intentos por corregir de algún modo cuales sean los efectos perjudiciales y la dirección social de la vida en Violet también logran su claudicación. La relación entre aquel fotógrafo sensible (Keith Carradine) de 30 y pico y la niña es observada con proverbial objetividad: él tiende al abuso, ella lo quiere pero acepta de muy buen grado la oportunidad que se le ofrece de dejar de ser una mujer para habitar otro mundo bajo el mismo cielo.

Pretty Baby no es en absoluto deudora de ninguna modalidad de la pornografía --la mirada de Malle incluso está lejos de ser clínica y abraza una cierta discreción, un cierto buen gusto que llega a ser insólito pudor--, y la controversia que causó en su estreno se debió más a Shields como actriz que como personaje. Violet es el hilo conductor, el hilo de Ariadna que nos guía por los rincones sin malicia y los cuartos sin cerrojo de su propia historia. La actuación de Shields es notable y proporciona al filme sus momentos más preciados, una agridulce mezcla de ingenuidad y nostalgia de un tiempo que se sabe próximo a perderse. Además el director cuenta con la acertadísima colaboración de Faye en el rol de la infeliz madame, y el mejor registro dramático de Antonio Fargas fuera de Starsky & Hutch. Un soberbio diseño artístico y de vestuario, así como las notas musicales del ragtime de la época, complementan ese cuadro de costumbres --con colores pastel dignos de un impresionista-- que es esta película capaz de involucrar al espectador a través de una distancia histórica y estética.

 

martes, 26 de julio de 2011

The Dark Knight

[Dentro de un año ya se estará exhibiendo por estas fechas The Dark Knight Rises, así que he decidido publicar el siguiente artículo (que escribí con motivo del estreno mundial de su antecesora el 2008) en éste mi blog; un artículo enviado muy puntualmente, y desafortunadamente publicado demasiado tarde (!?) en un blog de administración ajena --y negligente. Crucemos los dedos por que el nuevo filme de Nolan sea tan memorable como Inception.]

El Joker en la manga


Hacía mucho tiempo que una producción cinematográfica no concitaba la atención y el desmedido entusiasmo de la audiencia internacional más allá de los límites propios de las campañas de marketing de Hollywood, incluso de aquéllas que se sacan la lotería a costa de la desaparición prematura de una estrella y la necrofilia de un público ávido de efímera inmortalidad. Lo que Christopher Nolan ha conseguido con la segunda parte de su propuesta renovadora de Batman (y, en cierta manera, de la traslación del lenguaje de la historieta al soporte de celuloide), no obstante la confusa perspectiva de su calidad intrínseca y la inmediatez abrumadora de su carácter cultural, es un asunto que debe ser zanjado relativamente en el presente si es que se quiere sacar algo en claro de todo ello.

Compruebo que IMDb exhibe aún a The Dark Knight en el trono de su Top 250, es decir: The Godfather (1972), probablemente la más grande historia jamás contada por las imágenes en movimiento, sigue su aventura insólita de Ricardo Corazón de León en Tierra Santa, mientras que Juan Sin Tierra enmascarado luce una corona que no le pertenece en legitimidad. No es suficiente que un filme se considere a sí mismo con seriedad (mucho menos si ésta es excesiva), ni tampoco que su materialización en la vida personal y colectiva satisfaga la necesidad imperiosa de héroes y mitos de la especie que sean, a partir de un resultado que en términos exclusivamente artísticos es bastante discutible, para que pueda ser elevado a tan egregios altares. La intensidad del fenómeno presagia su corta duración, aunque esta vez parezca tratarse de una situación más próxima a una sensibilidad cinematográfica propia de estos tiempos que a un capricho popular ajeno.

Sin embargo, The Dark Knight es una expresión ejemplar del universo de un autor que más que importante es peculiar, lo que no reduce en absoluto el interés que su breve filmografía provoca, sobre todo en el contexto del cine comercial, de género y en especial del que se ocupa de los súper héroes nacidos en la industria del cómic; se trata de una artesanía con pretensiones de arte, en el mejor sentido de la frase. La figura nocturna de Batman y su condición ambivalente en el mundo que se desenvuelve a su sombra evocan en Nolan los demonios individuales que han sabido tocar una fibra íntima en su legión de seguidores, aquéllos que desde su éxito en el año 2000 con Memento lo han colocado en un lugar privilegiado entre los cineastas de su generación. Después de los sensacionales fracasos de las últimas películas de la franquicia, dirigidas por Joel Schumacher, todo parecía indicar la sepultura definitiva del camaleónico encapotado. Lo que nadie consideró es que, aun cuando no fuera un vampiro transilvano, este murciélago gótico también pudiera ser capaz de resurgir de entre las cenizas de la derrota mercantil. El 2005 vio tal resurrección con el título de Batman Begins, una reelaboración del universo creado por Bob Kane y Bill Finger en 1939, y la primera etapa de una revolución creativa liderada por Nolan, de la que The Dark Knight es supuestamente una culminación no por esperada con cierta ansiedad menos sorpresiva y apoteósica.

Más allá de la admiración incondicional que ha tentado a la mayoría, los más inteligentes espectadores de la cinta han notado e incluso subrayado sus aspectos menos rigurosos o felices, detractores de una perfección que no necesitan para alterar un ápice su afecto por una obra a la que los une originalmente la identificación con una moral y una actitud fuertemente influenciadas por el impacto de los actos terroristas del 11 de septiembre de 2001. Tal desgarro existencial es inherente a la transformación que la fantasía de Batman ha sufrido en el cine --eslabón postrero de unas circunstancias evolutivas ya evidenciadas en las viñetas.

También es el síntoma de una sintonía colectiva que posee las características reflejadas en el film noir y en la postura desesperada de la generalidad del cine americano de la posguerra, indeciso entre el idealismo utopista y el pesimismo nihilista. La ambigüedad filosófica de The Dark Knight es, empero, de una ingenuidad exasperante, debido a la crudeza de su concepción. Y es esto lo que finalmente la hace quedar muy lejos de la grandeza que tantos le adjudican.

The Dark Knight no deja de ser un buen largometraje, cuya desatada violencia alcanza grados efectivamente perturbadores. Encarnación de lo que de más extraordinario existe en el filme, el Joker interpretado por Heath Ledger por sí solo se basta para imprimir sobre los fotogramas en los que aparece la profundidad que permanece latente y frustrada en el resto de la intriga. Payaso diabólico tan absurdo como creíble, en manos de Ledger el archienemigo del Hombre Murciélago se convierte en uno de los villanos más interesantes del ecran.

Sus acciones injustificables producen el caos y la destrucción, y la única verdadera justificación para el visionado de una cinta que su rictus sardónico domina desde el momento en que se enfrenta, aparentemente indefenso y temerario, a los matones del gangster Maroni (el “resucitado” Eric Roberts). Todo el espíritu oscuro de que Nolan es capaz se concentra en la memorable presencia del Joker, un fantasma nacido de las ruinas cotidianas y reales, una extensión de la pesadilla del hombre contemporáneo.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Maratón de la muerte


Auspiciada por la reunión del tándem Hoffman-Schlesinger siete años después de Midnight Cowboy (una de las más bellas películas de la historia), se recuerda a Marathon Man (1976) sobre todo por la antológica escena de la tortura, en la cual Laurence Olivier incorpora los miedos más cervales de cualquier persona con un mínimo de dentadura --con la excepción del siempre faunesco Jack Nicholson en The Little Shop of Horrors (Roger Corman, 1960).

Estamos frente a una obra a su modo tan excelente como la mencionada ganadora del Oscar de 1969, gracias al crispado guión de William Goldman (autor de la novela original), a un expresionista Conrad Hall tras la cámara, y sobre todo a la una vez más soberbia dirección. Además, el estupendo reparto no pudo haber sido mejor escogido. Marthe Keller no sólo es hermosa, también es convincente en su ambiguo rol, y la química entre ella y Dustin Hoffman es naturalmente efectiva; William Devane se gana la animadversión del espectador en una de sus memorables apariciones; y Roy Scheider es simplemente brillante componiendo la intrigante figura del hermano del protagonista.

Hoffman bromeando con Olivier en el set.

Hoffman y Olivier demuestran aquí, juntos y separados, por qué son dos de los intérpretes canónicos del siglo XX. Josef K. redivivo, el Babe Levy de Hoffman es un clásico ejemplo de lo que Brando llama en sus memorias “personajes a prueba de actores”, precisamente porque, a diferencia de lo que sostiene el insuperable Terry Malloy de On the Waterfront, hace falta un genio (como él mismo) para alcanzar la transparencia necesaria a la puesta en escena y a la vez ser (realmente) el personaje, todo lo cual es logrado por Hoffman en un nivel trascendente. Como una respuesta irónicamente providencial, el Dr. Christian Szell de Olivier es una de las presencias más diabólicas y una de las representaciones más verosímiles de un criminal de guerra de que el cinematógrafo pueda preciarse.


 Ciertamente, John Schlesinger (1926-2003) se ha distinguido por una carrera en la que observaciones psicológicas tan sofisticadas como las ilustradas por Julie Christie y Dirk Bogarde en Darling (1965) y Sean Penn y Timothy Hutton en The Falcon and the Snowman (1985) han transmitido con fortuna su sensibilidad singular --o plural: de británico, de judío, de homosexual--, a la vez que un poderoso llamado a la tolerancia por medio de cintas de autor y de género, desprejuiciadamente deudoras de las escuelas vanguardistas del Free Cinema y del Actors Studio. Si alguna vez se filmó un drama nocturno, metafórico, virtualmente metafísico, que pasase por ser sólo un modelo de thriller, Marathon Man debe de ser esa rareza.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Rita y los griegos

Es virtualmente imposible caer en la tentación de etiquetar a The Lady from Shanghai (1947) como un film noir, no obstante las más persuasivas apariencias, sin dudarlo. Lo grotesco y el humor negro de Orson Welles se dan oportuna cita, así como su particular sentido de la composición del encuadre, en una puesta en escena donde cada pieza casi niega su propio rol en la historia --sacada de una novela ajena pero con la huella del autor de Mr. Arkadin en su nihilista versión final. Mutilada por Columbia, que impuso además la banda musical, La dama de Shanghai conserva intacto su sórdido atractivo.


Un año después de ser Gilda, Rita Hayworth es una letal sirena en esta película homérica con bastante de Kafka y Dostoievski. La escena en la que el antihéroe asciende a la cubierta del bote hipnotizado por su voz de hembra fatal sale directamente de La Odisea. Michael O'Hara (Welles) podría ser considerado como el reverso de la medalla comparado con Ulises. La ironía del realizador es por supuesto shakespeareana, pero el tono fatalista es cronológicamente anterior, y la humanidad corrupta de sus personajes se manifiesta ancestralmente predeterminada.

viernes, 21 de enero de 2011

Tom Cruise, ídolo del aire


Don Simpson y Jerry Bruckheimer marcaron el Hollywood de los 80s. Verdadera parafernalia de individualismo exaltado en cuentos de hadas trepidantes y con más canciones que los de Disney, su idea literalmente espectacular de hacer cine --o dinero, en sus propias palabras-- encontró en Tony Scott (director de la tarantiniana True Romance, de 1993) a un ejecutor insuperable. Acción, romance, humor y melodrama son dosificados en un guión tópico, aderezado por la elegante puesta en escena de Scott, cuya estética aparente hace de Top Gun (1986) una de esas películas "banales" que no se olvidan fácilmente.


Estrenada en América Latina como Pasión y Gloria, lanzó al non plus ultra estelar a Tom Cruise --sí, el mismo que por estos años filma con más pena que gloria-- e inmediatamente se ganó el favoritismo vitalicio del público; no hace falta decir que es todo un emblema cinematográfico de su época, no sólo en los Estados Unidos (para cuya aviación militar significó lo que Pumping Iron para la industria de los gimnasios).


Ficción elemental sobre un joven as de aquella institución, ha provocado una difundida lectura en virtud de sus casuales (¿?) guiños homoeróticos, desde ciertos diálogos hasta la insoslayable secuencia del voleibol playero. Desde Pauline Kael hasta Quentin Tarantino, la teoría es irresistible. Lo cual añade aún más interés a este folletín decente, ejemplar en su tipo.

sábado, 1 de enero de 2011

A propósito de Kansas City Confidential (1952)


Esta muestra de film noir pertenece a la línea de títulos tan imprescindibles como The Killing (1956) o la descendiente legítima de éste, Reservoir Dogs (1992): es cine de atracos, de ladrones cuyas pretensiones los exceden, de ilusos perdedores --en fin. Ciertamente, Tarantino consigna esta intriga de corrupción y falsas identidades entre sus favoritas, y sus huellas pueden guiarnos a los preparativos del asalto o a la interacción de los personajes en Dogs. Pero eso también se halla en la obra maestra de Kubrick; tan perfecta que aun ostenta su propia femme fatale en este subgénero que suele ningunear a las arpías y a las vírgenes por igual.

Los filmes que estamos tratando --específicamente, lo cual nos prohíbe tocar obras sui géneris como The Pope of Greenwich Village-- imponen su misoginia por omisión. El suyo es un mundo sin mujeres --cuando éstas no son Eva y la manzana sino la misma Serpiente en Double Indemnity o Detour. No debe comprenderse literalmente la inexistencia femenina a que me refiero; sin embargo, sucede que, por ejemplo, ni la novia de Sterling Hayden (en la fundacional The Asphalt Jungle, de 1950, o la propia The Killing) ni la mujer que dispara al estómago de Mr. Orange (Tim Roth) parecen ser figuras realmente influyentes o presencias consustanciales a la trama, más allá de su posición funcional o estratégica. Luego, los antihéroes en las películas de atracos se tornan más duros, menos complicados que sus enamorados compañeros de género pero menos estúpidos también. El sexo es alejado de la palestra por el dinero o el deseo de éste. La lujuria sustituida por un rigor igualmente obsesivo.