domingo, 27 de diciembre de 2015

Qué grande es Hollywood: Ice Castles (1978)

Una fórmula que (vaya si) funciona

¿Qué es lo que hace que disfrutemos lo que debería ser una mala, y, por tanto, deleznable película? ¿Cómo es posible que aplaudamos desde lo más hondo del ser aquello que consideramos un placer culposo, algo que preferiríamos muy pocos (o nadie) supiera(n) goza de nuestra más cara, impulsiva, legítima predilección? Producida a la sombra de clásicos contemporáneos como Love Story, Rocky e incluso Saturday Night Fever, Ice Castles (que, además, inevitablemente se anticipa en el tiempo a films mucho más ásperos, como Million Dollar Baby) es un triunfo del sentimiento sobre la lógica, un cuento de hadas que de frío sólo tiene el título. Y se trata, pese a su mezquina reputación, de un inspirador drama deportivo que se impone sobre sus lugares comunes, edición a veces errática, fórmula predecible y sacarina afortunadamente menos frecuente de lo esperado. Es una película que, conforme se revela a nuestros ojos, nos confirma en el derecho de sentirnos cómodos sufriendo con el suspenso del autodescubrimiento --incluida la posibilidad más que probable de una tragedia, por cierto--, la decepción puntual y la renovada esperanza de su frágil y a la vez fuerte, admirable, protagonista. Si fuese el mejor de los melodramas, no sucedería exactamente lo mismo: lo que nos hace vibrar es la capacidad metafórica de una ficción cuyo secreto reside en no arredrarse ante su propia oscuridad, esos instantes donde el cine coincide con la vida en su sentido de realidad contra cuyo muro se desvanecen la mayoría de los sueños. Tal equilibrio nos permite aseverar que Ice Castles es a Personal Best (otro sólido, y más respetado, cuadro de competición femenina), como Rocky a Raging Bull --curiosamente, la película de Robert Towne comparte con la de Scorsese, entre otras cosas, una mayor dificultad para acercarse a la audiencia a través de sus protagonistas más aceradamente realistas y, por eso, moralmente claroscuros--. Luego, Ice Castles, presentada el 31 de diciembre de 1978, combina ambos extremos del cine de los ‘70s --su perseverancia optimista contra el obstáculo más intimidante  y su rugoso, inexorable, cruel realismo-- en una ficción finalmente irresistible.


Entregadas actuaciones de Tom Skerritt, la debutante Lynn-Holly Johnson (quien después tuvo un bastante ingrato rol como la virtual groupie rechazada por un sorprendentemente escrupuloso 007 en For Your Eyes Only) en el solitario papel protagonista, el entonces popular Robby Benson y, sobre todo, Colleen Dewhurst como la fiera y desilusionada entrenadora local, garantizan la satisfacción de un espectáculo emocional que luce especialmente en los números de patinaje, idealmente cargados de energía desde ambos lados de la pantalla. Entre el romance de Erich Segal filmado por Arthur Hiller y la dinámica de Rollerball, la notable fotografía está a cargo de Bill Butler, flamante responsable de Grease. La canción principal, de Marvin Hamlisch y Carole Bayer Sager, obtuvo una nominación al Oscar y el favor sentimental de los cinéfilos más vulnerables, sorprendidos por la calidad de su reflejo, desde siempre. 4.5/5

sábado, 7 de noviembre de 2015

Ascesis en la carretera: Two-Lane Blacktop (1971)


Sin ser la mayor road movie jamás realizada --ésa es Il sorpasso--, ni la más sentimental --que tal es La Strada--, ni la más generacional --Easy Rider-- o la más descaradamente parabólica --Vanishing Point--, la certeza de esta obra maestra, dirigida por Monte Hellman, como la más minimalistamente épica, documentalmente ficticia, metalingüista y emocionalmente abstracta pieza en su género, es incontestable.

La historia de un par de protohippies en un súper Chevrolet, atravesando de carreras apostadas la legendaria Route 66 de los Estados Unidos, nos impacta en, al menos, dos niveles: el de lo real, por la cotidianidad que empapa cada milla de recorrido (cada metro de película) en la jornada de sus antihéroes; y el de lo poético, donde lo suntuoso del paisaje y la calidad desolada del guión --producido con poco más de $850,000-- confluyen en una armonía devastadora como esa muerte esperando al otro lado del camino.

Más sugerido que narrado, el pequeño mundo habitado por el conductor (James Taylor) y su mecánico (Dennis Wilson, el baterista de los Beach Boys) es tan amplio que a él pronto acceden una muchacha autostopista (Laurie Bird) y, algo después, otro piloto anónimo, llamado GTO por el Pontiac amarillo del año bajo su guía (Warren Oates). El contraste entre los modelos de automóvil --el gris Chevie, todas sus modificaciones aparte, es originalmente de 1955-- subraya otro más profundo entre los conductores. Para empezar, mientras Taylor, serio y tenso, casi no emite palabra, Oates no escatima locuacidad; uno es joven, el otro de mediana edad, pero su deseo --prácticamente casto por parte de Taylor-- infructuoso por la chica es corolario de premoniciones. La diferencia legítima entre ambos entusiastas de la velocidad, es que el piloto del carro gris detenta ésta como fe única --algo que GTO logra advertir con orgullo ajeno.

     
Examinando con cierta atención a Taylor, nos daremos cuenta de que no se trata de una cifra lanzada sin más al centro de una ecuación. La intensidad de su expresión --y Two-Lane Blacktop fue la primera y última labor actoral del cantante en el cine-- transmite el malestar de su ambiente, pero, sobre esto, el compromiso de su carácter con una disciplina que no debe de ser nada si no es redentiva. Antes de que nos acusen de inventar vocaciones arbitrarias, expliquemos la religiosidad de Taylor. Provisto de una ruta, no posee más querencias de las necesarias para su trashumancia: el poder de su Chevrolet, la fidelidad de su mecánico, y, en especial, su propia capacidad de ganar en competencias que se dividen en su lucro y, también, su supervivencia. No obstante, existe en el joven conductor algo diferente, que es lo que el film nos permite desentrañar. No se trata sólo de la afición excluyente, obsesiva y egoísta que Oates consigue vislumbrar. Precisamente, la interpretación austera del protagonista --que refleja en su totalidad la textura del relato--, aquella ética del rigor que manifiesta en sus actos menos intelectualizados (su persecución de la chica, o el obsequio de un fiambre a su rival, por ejemplo), lo identifican como una figura ministerial, cual un sacerdote de la vida al aire libre, en la autopista, con el propósito de evolucionar a un estadio más elevado de perfeccionamiento.


Hasta el momento en que Taylor y Oates se retan mutuamente, el director Hellman se ha preocupado por delinear a sus personajes y su relación con la naturaleza de asfalto. En particular el primero, el paisaje que lo señala tiene como soundtrack el ruido ensordecedor de las máquinas y una escueta lista de significativas melodías vocalizadas, con los Doors y la emblemática "Me and Bobby McGee" de Kris Kristofferson (en la versión de su autor, en la cual Bobby, a diferencia de la más conocida de Janis Joplin, es una mujer) como eje. El impenetrable silencio de Taylor a veces hace eco de lo que lo circunda, otras lo delata como ausencia. Pero el suyo no es en ningún caso un vacío existencial, como parece haber sido razonado en ocasiones. Taylor es un outsider dentro de su propio mundo, porque aspira a algo mucho más abierto, lejos de la materialidad de las propias competiciones.


Allá arriba, el aire es tan puro que la lluvia no es necesaria, la soledad tan esencial que la compañía de Wilson queda prohibida. La muchacha, después de todo, es una distracción que sólo su rival, Oates, podría confundir con algo sustancial. El problema de Oates es su homosexualidad latente --encarnada en Harry Dean Stanton--, mientras que la homoeroticidad ofrecida por el mecánico es un elemento afectivo casi superado por Taylor, uno de esos baches que forman un mismo ser con el camino que aleja el entorpecimiento de la nada. Wilson y Bird son tentaciones que el joven piloto aprende a vencer a lo largo del metraje, cuyo inflamado final --el fin mismo de la carre(te)ra-- es acaso el altar donde se consuman todos los sacrificios. 5/5

martes, 20 de octubre de 2015

Rock 'n' cinema: Billy Fury - Play It Cool (1962)


Aunque su repertorio a veces parecía más el de un baladista, lo cierto es que Ronald Wycherley fue el primer rocker originario de Liverpool. De hecho, uno de los long plays favoritos de Lennon era The Sound of Fury, pieza de antología ya rescatada por el veredicto de la Historia en el más circunspecto canon del pop británico. Y en marzo de 1962, el año en que los Beatles iniciaban su carrera discográfica, Billy Fury estrenó esta película que echó a navegar como veleta impelida por sueños de juventud.



La irresistible canción del título --sorprendentemente ausente de las numerosas recopilaciones, oficiales y bootlegs, en vida y póstumas, de su obra-- ofrece a Fury la oportunidad de demostrar el frenetismo y la exhuberancia personales que ni Cliff Richard ni el mismísimo Elvis podían igualar en términos de sencillez, candor y misterioso sex appeal. Como Gene Vincent, Fury posee el glamour de lo vulnerable, la melancolía del adolescente en su paradoja de rigurosa masculinidad asumida como la adultez contra la cual, guitarra en mano, se rebela. En Play It Cool --con sus reminiscencias de Teddy Boys y sus aires de intrusivo paternalismo--, Billy es el líder de un grupo de niños que desean rebasar la popularidad local en Merseyside, por lo cual planean hacer un viaje a Bélgica en pos del premio mayor en un concurso de bandas. Por supuesto, sólo trabas ocasionadas por el establishment --que no se hacen esperar-- les imposibilitaría arribar a su meta.


Aquéllas se materializan con ambigua precisión en la trama secundaria que pronto se incorpora a la principal; ambigüedad debida a los elementos mixtos que toman parte en ella. Por un lado, Ann Bryant (Anna Palk), la joven heredera de un aristócrata londinense (Dennis Price), es forzada por su padre a tomar el (qué coincidencia) mismo avión a Bruselas que Billy y sus Satellites (trasuntos ficticios de los menos imberbes Tornados, la banda real de Fury), para separarla de su amante, un exitoso cantante llamado Larry Granger (interpretado con deleitable cinismo por Maurice Kaufmann). Por otro, la hábil dirección nos pone de parte de la muchacha con facilidad, sin darnos un respiro, entre los números de rock espontáneos y los gags amables o subversivos, que nos permita reflexionar sobre nuestra precipitada decisión. El maduro padre es de natural grave y encorsetado, representando inmediatamente la tiranía contra la cual se conduce el gesto mismo de desafío en cada hebra perfectamente alineada del pompadour de Universe. Cuando el vuelo es detenido por el riesgoso clima de su destino, la pandilla pide un reembolso que, con la generosidad y liberalidad únicas de su edad --¿o no?--, invierten en la busca del novio de Ann.


Entonces la película se convierte en un tour nocturno por los clubes más pintorescos de Londres, para garantía (¿?) en el soundtrack de artistas vocales como la celestial Helen Shapiro, cuyo estilo inspiró a Lennon y McCartney la composición de "Misery". De un caricatural club beatnik a un club originalmente llamado Twist (el baile de moda), nuestros héroes le siguen la pista a Granger con la inesperada ayuda de un paparazzo, quien, más aun, les revela la verdadera identidad del crooner: un don juan cazafortunas interesado en la herencia y la clase social de Ann. (Kaufmann tiene un cierto aire a Sinatra: ¿acaso es esto gratuito en relación a su rol como antagonista y corruptor de la juventud rockera?) Sin embargo, la información parece llegar demasiado tarde, pues la menor de edad, inconsciente del engaño, ha abandonado el club Lotus --de aparente orientalismo, salvo por sus bartenders femeninas-- para casarse con su reencontrado Larry ...en Glasgow! Después de causar sensación con un fortuito show, Billy y sus amigos se apresuran a evitar que parta el tren ocupado por la pareja, en una de las secuencias más hilarantes y narrativamente logradas de un film ya habituado, a estas alturas del metraje, a hacer un mérito de su aparente, convencional insignificancia.


Sin duda, a este respecto, la orientación del relato no pudo caer en mejores manos: el bisoño Michael Winner demuestra la efervescencia y el ritmo ideales para contar este valioso cuento mágico embozado en su envoltorio de efímera vitrina musical. Edición y, particularmente, cámara, en más oportunidades que las requeridas, trascienden la superficie de los fotogramas e iluminan los anhelos de toda una generación --valga el cliché. No hay por qué confundir ninguna nostalgia por un tiempo nunca vivido con lo que estamos afirmando: la producción no ha envejecido mejor ni peor que otras de su época, así que las reacciones que continúa suscitando hallan su razón en lo más puro del film, es decir, en la puesta en escena de sentimientos e ideas a través de las canciones y las aventuras que, al conservar esa combinación de inocencia y peligro como reflejo del tránsito de la adolescencia, continúan transmitiendo algo muy elemental, fiel a la experiencia de los sueños y la libertad en cualquier región del mundo. Play It Cool puede no ser la más perfecta cinta en su tipo, ni mucho menos, pero sí es una de mis favoritas en la intensa expresión a la cual sirve de breve, y eterno, vehículo. 4.5/5 

sábado, 10 de octubre de 2015

Héroes del silencio: Wings (1927)


Durante la Gran Guerra, los vértices masculinos de un triángulo amoroso reivindican el eros amical de la antigüedad hasta límites de apoteosis en esta verdadera joya del cine hollywoodense. Ambos jóvenes dejan atrás a una mujer igualmente lozana, pero cuya frágil y sensible apariencia no es la de Clara Bow, sino la de Jobyna Ralston. "Jack Powell" (Charles Rogers) pretende forzar el cariño de "Sylvia", aunque ella ha entregado el corazón a "David Armstrong" (Richard Arlen); cuando éste y aquél se enlistan para combatir en la fuerza aérea americana, el melancólico David lleva como amuleto de buena suerte un diminuto osito de peluche, regalo de su madre, mientras que el enérgico y vivaz Jack posee una fotografía de Sylvia originalmente destinada a... Si el lector no desdeña la superficie engañosa de nuestra relación, tendrá inclusive la oportunidad de apreciar las esencias de un buen melodrama, digno de Homero y de la auténtica identidad de Hollywood, tan lejos de prejuicios ajenos y propias --todo hay que decirlo-- torpezas.


Wings permanece históricamente como uno de los filmes más importantes jamás realizados: sus espectaculares, increíbles secuencias de acción, aplaudidas con justicia, constituyen solamente los hitos de una trama que nos habla de la guerra como sueño de heroísmo vuelto la más abismada pesadilla. En medio de tal caos, aparece demasiado brevemente un Gary Cooper de inevitable belleza, efímero fulgor que es aun más explicable debido a la portentosa fotografía de Harry Perry, que aquí se adelanta por tres años a su académicamente reconocido trabajo en Hell's Angels, la pantagruélica obra de Howard Hughes (también sobre pilotos de combate). Al fin y al cabo, si hay una estrella en Wings (ganadora del primer Oscar a la Mejor Película, vale la pena recordarlo), no se trata de la fugaz que pende cual una esperanza encima de "Mary" (Bow en cuasi martirológico rol) y Jack --como para disipar entusiasmos homoeróticos pertinaces--, sino del director William Wellman, quien continuaría explorando la naturaleza de la violencia y sus consecuencias fatales, trágicas, en otros largometrajes sobrios e intensos, disímiles y similares a un tiempo, si bien de muy menor escala y duración, como The Public Enemy (1931) y The Ox-Bow Incident (1943). 5/5

sábado, 5 de septiembre de 2015

El problema con Hitchcock: The Paradine Case (1947)


Discutida producción de la era Selznick, primera etapa americana de Hitchcock, este largometraje judicial acerca de una hermosa mujer acusada de envenenar a su rico y ciego marido ciertamente adolece de un tono encorsetado que la perjudica finalmente --y la actuación de Gregory Peck, co-estrella de la imperdible Spellbound (1945), no está entre las más dinámicas, menos monótonas de su egregia carrera, lo cual hace inevitable el cariz que toma el asunto mucho antes de su remate.


La inesperada mediocridad de este Hitchcock casi se salva gracias, más bien, al deslumbrante trabajo de cámara (Lee Garmes tras la lente) característico de su inadecuado director, algunos de los parlamentos en la inusualmente verbosa adaptación de Alma Reville (asumimos desde ya la extrema dificultad de la fuente literaria, novela de Robert Hichens, ignorantes de su calidad) e inclusive los esfuerzos de un bisoño Louis Jourdan (fallecido a inicios de 2015) en el intrigante rol del buenmozo amante de la también debutante Alida Valli, aquí una femme fatale con la cual Hitchcock, incómodo (y no porque sea morena), parece experimentar para futuros films --Vertigo anyone?-- sin importarle aparentemente demasiado el resultado en éste (que, por lo demás, en determinado momento ya se le ha ido de las manos, inhabituadas al tedio y al melodrama adocenado). 3.5/5

miércoles, 12 de agosto de 2015

El misterio de la mente: Twisted Nerve (1968)


Esta producción inglesa ofrece una exploración del alma de la esquizofrenia voluntariosamente marcada por la silueta de Hitchcock y la sombra de Psycho (1960); de hecho, el famoso “Giorgie’s Theme”, desempolvado por Quentin Tarantino en su primer Kill Bill (2003), fue compuesto (como el resto del score) por Bernard Herrmann. Lo que separa a este film de otras variaciones sobrevolando la historia originalmente escrita por Robert Bloch es una sencillez pasmosa en su efectividad: no esperen encontrar en Twisted Nerve los malabares y las acrobacias audiovisuales --siempre magistrales, eso sí-- a que es adepto Brian De Palma, el émulo más aventajado de Hitch, pero tampoco pasarla para nada cómodos. (Se entiende que son conscientes de lo que van a ver.)



Un solitario muchacho de inteligencia excepcional finge cierta deficiencia mental para librarse de su pudiente aunque incompatible familia. En su camino conoce a una joven de bondad igualmente insólita, que le abrirá las puertas de su casa con los resultados que el lector de esta nota ya habrá adivinado. Excelente como un bocadillo delicado con el centro ponzoñoso, la realización sabe provocar el malestar y la inquietud sin recurrir a los golpes de efecto y las triquiñuelas típicos del género. Por el contrario, el suspense se apoya en la precisa edición de planos largos sin ser morosos y en los movimientos sinuosos de una cámara que sigue a sus personajes como si fuera el asesino que se esconde entre ellos, sigilosa, penetrando la situación desde la penumbra que envuelve lo que ignoramos. Además de Hywel Bennet en estupendo trabajo protagónico, recordemos a Hayley Mills (también co-estrella de Bennett en The Family Way, dirigida por el propio Roy Boulting, y producida por su gemelo y habitual socio John, en 1966), una sensual Billie Whitelaw (la niñera infernal en The Omen, 1976), Frank Finlay (el Iago de Olivier en 1965) y Barry Foster (el mismísimo asesino serial de otra, futura, joya, el Frenzy que Hitchcock estrenaría en 1972) como el elenco de una pieza modélica en su capacidad de sugerencia y clásica en su elegante (si puede utilizarse tal término respecto de lo obscuro y macabro) expresividad. Hay que buscarla y apreciarla --para este cronista Twisted Nerve es al menos tan reivindicable como la (a mi gusto) un tanto inferior Peeping Tom (1960), por ejemplo. 5/5

jueves, 16 de julio de 2015

Qué grande es Hollywood: Gold Diggers of 1933

Joan: "Remember My Forgotten Man"

Un iluso empresario, a quien siempre cierran el local de ensayos antes de siquiera los previews, se empeña en montar el espectáculo de revista más atractivo de todos en plena Gran Depresión: una obra realista acerca de, precisamente, la Gran Depresión. Con esta premisa básica, la realización de Mervyn LeRoy y las coreografías de Busby Berkeley, el guión de Erwin S. Gelsey y James Seymour, y la edición de George Amy, y, antes que nada, la abrumadora belleza de Ginger Rogers, Joan Blondell, Ruby Keeler y todas y cada una de las chicas Berkeley (fotografiadas con entusiasmo desbordante hasta lo posesorio, como en el extreme close-up de Rogers durante el legendario "We’re in the Money", por Sol Polito), la plácidamente reivindicable Gold Diggers of 1933 es todavía una de las cintas más deliciosas y perfectas de la historia del cinematógrafo en cualquier género y variedad temática: musical, romance, comedia, o el mismo metalenguaje --en una “cheap and vulgar” movie que, como la hermosísima Carol que interpreta la sensacional Blondell, explica la naturaleza artificial de la ficción en su contradictoria ironía. 5/5

Er'way in-hay the oney-may/ Er'way ot-gay a-lay ot-lay of-way/ Ut-way it-way akes-tay o-tay et-gay a-lay-ong-lay