domingo, 24 de junio de 2012

La metáfora del juego en David Fincher: Fight Club (1999)


Este aparentemente inmediato film de culto (en realidad fue, como tantos otros ejemplos, un fracaso de taquilla) y evento espiritualmente contracultural terminó por definir el estilo postmoderno de su director, aun a pesar --o posiblemente a causa-- de cierta ingenuidad bastante soslayable (e irónicamente necesaria). Fight Club, si no una de las mejores obras de Fincher, sigue siendo uno de sus trabajos más emblemáticos e insuperables. Tyler Durden (Brad Pitt), el fabricante de jabón que idea la comunidad del título, es la personificación de la libertad como anarquía, como responsabilidad irresponsable, como juego. Tyler es aquel niño que alguna vez fuimos o siempre quisimos ser --¿o aún deseamos ser? Por esta razón, sus actividades terroristas no nos provocan rechazo. Por esa misma razón, el dato escondido elíptico que nos revela su situación objetiva en la ficción es un shock que de algún modo nos indigna. Todos somos Edward Norton, innombrados; nadie mira atrás, hacia el lugar de la infancia --por triste que ésta fuera-- sin un suspiro nostálgico (la nostalgia de lo que pudo ser). Lejos, ajeno a la adultez, (lo más importante) puro, este Mr. Hyde adónico es el único ser capaz de liderar el cambio, el único hombre capaz de crear las reglas del juego, porque es un niño, un Peter Pan ácido. Tal es la razón que, por ejemplo, lo mantiene una buena temporada encerrado con Helena Bonham Carter en una maratónica, infinita demostración de sus habilidades amatorias (lo que, en una nota aparte, luce como el comentario caricaturesco de un Brad Pitt tomándole el pelo a su persona en la consciencia colectiva), o lo incita a conducir un automóvil suicida con el pretexto de que el insomne Norton tiene que abandonar su mortal rigidez vital. A diferencia de Sean Penn en The Game, el juego de Tyler no es una impostura, sino un gesto existencial cuyas connotaciones fisiológicas son trascendidas, superadas por una filosofía no por filo-infantil falta de argumentaciones persuasivas.

sábado, 9 de junio de 2012

La metáfora del juego en David Fincher: The Game (1997)


Después de Alien 3 (1992) y la monumental Se7en (1995), el americano David Fincher confirmó su vocación hitchcockiana al rodar este sofisticado ejercicio de suspense, una evocación del neo-noir y la metafísica kafkiana donde el deshumanizado banquero Nicholas Van Orton (Michael Douglas) recibirá un inolvidable --nunca mejor dicho-- regalo de cumpleaños por parte de su descarriado hermano menor (Sean Penn). Además de la compleja relación fraterna, Carroll Baker refuerza la inspiración kazaniana detrás del soporte psicológico de unas imágenes en las que Deborah Kara Unger es, por otro lado, una femme fatale de cuidado. Hay también un pequeño homenaje a Year of the Dragon, el suntuoso y violentísimo policial ciminiano, cortesía del parecido de James Rebhorn con Raymond J. Barry y la tan representativa canción “Honey”. (Lo que no hay por ninguna parte es relación alguna con la novela de Neil Strauss sobre el juego de seducción --el best-seller apareció en 2005--, aunque sería valioso que el tema de los pickup artists fuese fotografiado por un cineasta del calibre de Fincher.) No obstante inferior a otros trabajos propios, The Game es un divertimento fincheriano garantizado.