lunes, 24 de septiembre de 2012

Brando en The Godfather


   Esta bala es para ti

Probablemente el film más fascinante e ideal jamás rodado, The Godfather (1972) tiene en el personaje del título a quien es, aun mucho más probablemente, el mejor actor en la historia del arte dramático. La ironía es que, cuarenta años después, el icono de Vito Corleone permanece subestimado en su calidad de obra creativa o trabajo interpretativo, e incluso todavía se dejan oír las voces sordas que comparan el retrato del Don con el de su heredero Michael, ejecutado por un Al Pacino irrepetible, o, peor aún, con aquella otra faceta del inmortal díptico brandiano circa 1972-73, el ultraautobiográfico Paul de Last Tango in Paris.

Brando es mi actor favorito, lo cual me señala inmediatamente como un cinéfilo muy astuto o uno muy ocioso. Creo en mi especial sensibilidad hacia la actuación dentro del marco del ecran, y por eso no sé qué pensar de los críticos profesionales que evidentemente acomodan su apreciación de un rol cinematográfico en el rompecabezas como una pieza más a la vez que de paradójica importancia: se me hace arduo confiar en su pretencioso enciclopedismo desde entonces. No me extraña, pues, que esgriman puntualmente el nombre de Cary Grant (uno de los grandes) como el de su actor favorito, o que piensen que un pollo es más estúpido que ellos mismos. Declarar que Brando es el más grande intérprete dramático en toda la historia del cine (al menos), no es en absoluto superlativizar lo que ya no puede ser mayor, es simplemente un acto de constatación. Y qué mejor prueba que la delicada fabricación de filigrana, sutil como la propia sutileza, de un rol por el cual es generalmente recordado e inefablemente subestimado a partes iguales. (Pero, ¿qué se puede esperar cuando un autoproclamado experto en el film ignora que Robert Towne escribió el diálogo entre Brando y Pacino en el jardín, o un insoportable vendedor de libros o un ingrato pintor olvidable mutan --el horror, el horror-- en pedantes críticos peritos exactamente en Brando?)


Los necios, los pedantes, van a querer tener siempre la última palabra, van a hacerte sentir mal (aunque no te corrijan ningún lapsus inexistente, con su mera presencia) acerca de algo sobre lo que incluso tienes cierta experiencia o conocimiento considerables, algo que disfrutas como Brando en el rol de Jor-El, Brando como el Padrino. El colmo es que por tener esa última palabra, demostrar su falaz superioridad, los necios desprecian tu opinión, que es, a fin de cuentas, el conocimiento más valioso, más personal que tú, estimado lector, posees. No importa si (todavía) ignoran o ya están enterados, por tu forma propia de expresarte, por tu entusiasmo informado, de que no eres nada despreciable o ignorante o digno de indiferencia genuina, ellos te responderán invariablemente --e invariablemente belicosos, tajantes-- que tú no has visto a Johnny Depp en entrevistas o que, en otro campo, Vargas Llosa no era un líder del Boom; ambos hechos irrebatibles (uno privado, el otro público) de una historia objetiva que niega sus negaciones, y, en consecuencia, a ellos mismos. Todo por mostrar que lo saben todo, cuando, evidentemente, no saben nada. Es la razón por la cual el Padrino sólo les impresiona como una presencia absurdamente mínima, contrastable con las demás actuaciones dentro de una suma que las incluye a todas y, por tanto, otorga a cada una su respectivo carácter de pieza necesaria para completar perfectamente una trama así desvalorizada, un rompecabezas así mejor inconcluso.


Vito Corleone, el Padrino, es un personaje que no es en modo alguno inferior al Paul de Last Tango in Paris --nunca lo fue--, y la posibilidad de comparación, de equiparación entre ambos como selectísimos opera brandianos es en cierta medida la motivación detrás de este artículo indignado y permeado por un reconocimiento del máximo absoluto en el arte, ese espacio tan exclusivo, vasto y relativo: la subjetividad. Tratar de comparar a los otros actores del mundo con Brando siempre ha sido injusto, pero comparar a Brando con Brando no sólo es injusto sino también conveniente, si no se hace desde la atalaya que hemos, con suerte, derribado líneas más arriba --si se hace con respeto y apreciación del interlocutor, del lector. Por ello, mi misión aquí ha sido la de restaurar la admiración sensible e inteligente hacia el capo di tutti capi, y no sólo aclarar su real posición jerárquica en el canon brandiano sino también en el fílmico en general.

La próxima semana:
2.    Paul está muerto: el Padrino lo envió a dormir con los peces


P.S. A propósito de The Godfather, un pedante siempre intentará transformarse en una suerte de ridícula Wikipedia parlante, obviamente inoportuna e inexacta, inequívocamente superficial. (O esgrimirá, en otro contexto, sus supuestas lecturas de Carson McCullers como defensa absurda ante la amenazante sensación de su propia vacuidad, jamás admitida. Pero esto, pese al Mayor Penderton, es historia de otro fuerte...)

sábado, 15 de septiembre de 2012

Hamlet (1948)

Imagen de la canónica versión fílmica de un clásico de la literatura universal

Según Laurence Olivier, artífice de esta celebérrima adaptación, el vengativo príncipe Hamlet es el máximo culpable de su propia tragedia. Es él quien, abrumado por la responsabilidad de impartir una justicia que le atañe íntimamente, desencadena la serie de eventos que, signados por una sempiterna morosidad, marcarán a su vez el desenlace previsiblemente sangriento y desesperadamente parcial, enteramente absurdo, que remata la emblemática pieza del más grande escritor de la historia.

El defecto único, empero decisivo, de esta noble alma que para reclamar sus derechos aristocráticos no habría tenido que nacer en el seno de tan gélida monarquía, es de una penosa inoportunidad, considerada la singular circunstancia, preñada de puntual pesar, que lo identifica; el fantasma de su padre le ha confiado la verdad acerca de su deceso y el nombre execrable de su homicida. La resolución de quien sin ninguna 'duda' satisfará tal empresa es, no obstante, inmediatamente oscura, contradictoria, inútil. Como el mismo Hamlet declara en cierto momento, su delirio es su enemigo.

Hamlet resulta un largometraje asombroso. El tiempo mortal es coprotagonista, y sobre la cronología humana se desarrolla un discurso merecedor de símil con el del Citizen Kane (1941) de Welles. La muerte, inescrutable e inmarcesible misterio, envuelve cada elemento de la puesta en escena con el manto benigno de una amenaza perpleja. Dudas existenciales aparte, la nocturnidad brumosa de este Elsinore de celuloide sería suficiente motivo para disuadir a cualquiera que no fuese Hamlet de sus vanos propósitos. Suntuosa y omnisciente, la cámara registra el declive progresivo de una sociedad gobernada por los vicios irresistibles del poder. Convenientemente ambiguo, Olivier interpreta al príncipe como a un actor que, pese a ser capaz de teorizar acerca del arte dramático, no puede escapar a la fatalidad que su tormentosa disyuntiva ha fecundado. Su maestría precede en veintisiete años a la de Nicholson en su parigual descenso a los abismos infernales descritos por Ken Kesey en One Flew Over the Cuckoo's Nest.

Después de Olivier, la adorable Jean Simmons sobresale en el rol de Ofelia, y, en un papel que es tan breve como disfrutable, un jovencísimo Peter Cushing encarna al afeminado Osric. La banda musical provista por William Walton agrega aún más lucidez, si cabe, a la narración. Prueba adicional de que el director Olivier estaba interesado en una traslación efectiva de Shakespeare al ecran, el texto original tuvo que ser editado. Luego, no hay en el filme mayor preocupación por el contexto histórico que la señalada por la realización artística; la cual, sin embargo, ha dejado para la memoria un castillo que en su ominosidad, cualidad onírica y atemporalidad, provoca sensaciones que acechan en las grutas de la imaginación. Entre las escenas insuperadas destaca la de la representación de los cómicos; nunca la ironía del 'teatro dentro del teatro' ha sido más cinematográfica.