viernes, 23 de noviembre de 2012

Cronaca di una morte annunciata (1987)

Ornella Muti en el set, julio de 1986

Esta parcialmente lograda adaptación de la obsesiva y elíptica nouvelle de Gabriel García Márquez, publicada en 1981, puede servirnos para seguir ilustrando --como ya hemos intentado en ésta y otras secciones-- las complejas relaciones entre el cine y la literatura. Se trata de un trabajo que, en conjunto, demuestra respeto hacia su noble material de origen, además de comprensión de la ironía y del sentimiento trágico de la vida que el Nóbel colombiano ha plasmado especialmente en el sino de su personaje central, un libertino e inconsciente Santiago Nasar razonablemente parecido al Tom Ripley de Plein soleil: es a Anthony Delon (cuya paterna herencia física es abrumadora y sirve perfectamente tal propósito) a quien hay que compadecer por anticipado en el ecran, en una auténtica locación caribeña (el pueblo de Mompox, Colombia; con M de Macondo) con salinas reminiscencias de la costa francesa. La teatralidad y el paralelo carácter documental de la puesta en escena, pese a carecer del lirismo congénito a la prosa del libro, consiguen a la larga conmover al espectador --gracias además a un montaje juicioso--, y se acomodan mucho mejor a su fidelidad textual que el tono mismo de la mayoría de las actuaciones y la simplificación guionística de un relato al cual se ha extraído acaso el color local pero no la magia del realismo mágico.

 Francesco Rosi y su Bayardo San Román, el británico Rupert Everett

Este mundo es injusto, y el autor de Cien años de soledad lo expresa sabiamente en un estilo característico, compreso pero idiosincrático. La realización del filme transmite mejor el abigarrado calor climático del relato que el discurrir del tiempo psicológico en la orgía a son de vallenato del dramatis personae (materializado en continentes evidentemente italianos y franceses unos, pigmentadamente antillanos todos los otros). Sus secuencias exhiben la pericia técnica de una visualización silente y la tendencia interpretativa a calzar la crónica indignada en la tragedia griega que, de hecho, García Márquez bebió en Sófocles y también en el cronista del secuestro de Temple Drake*, pero que el director Francesco Rosi entiende como una extensión solemne --de maneras masónicamente tácitas o irrevocablemente estentóreas-- del melodrama y la épica popular, añadido el dudoso privilegio de una Irene Papas virtualmente desperdiciada. Ni la intrigante historia de amor entre el fascinante --en negro sobre blanco-- Bayardo San Román (sólo a priori bastante ideal Rupert Everett) y la hermosa Ángela Vicario (Ornella Muti inoportunamente desangelada), no obstante la ternura de su ejecución, pierde el dejo innatural y distanciador que afecta a un reparto del cual quienes salen mejor parados, aparte de la siempre apreciable Lucia Bosé como la madre de Santiago y el fotogénico y espontáneo Delon como éste, son solamente algunos de los personajes secundarios, al parecer más libres de la representación restricta dictada por la dirección.**

 Santiago Nasar himself: un muy natural Anthony Delon

Sin embargo, lo rescatable de esta Crónica se encuentra en eso mismo que la des-realiza, en ese momento en que se transforma en un largometraje de Francesco Rosi basado e inspirado en el excelente libro de García Márquez, y la audiencia lectora se entrega a una reproducción austera y carnal de su propia imaginación. La atmósfera terrestre a pesar del mar, el estilo desértico o posneorrealista del autor de la estilísticamente frustrante Salvatore Giuliano (que democratiza demasiado entre lo bello y lo feo de unos u otros semblantes, como en el réquiem al bandido siciliano entre la arbitrariedad y la cohesión de los pasajes fílmicos), nunca suficientemente aireados o sibilinamente extemporáneos --y fácilmente esencias más afines a la escritura de aquella temprana obra maestra titulada El coronel no tiene quien le escriba--, le insuflan secreto aliento a una insólita capacidad de conmoción precisa, a una cierta lágrima al borde de la histeria confusa. Estoy convencido de que esto no es una contradicción; todo lo contrario. Por un lado, la secuencia que narra el romance de Bayardo y Ángela incluye la revelación de que ésta no es una virgen: Everett, en su más intensa y desahogada labor, llora y abraza y ama a su mujer, con ardor frustrado y casi elegíaco, y también premonitorio: su unión, finalmente, será consumada más allá de lo físico y contra la tiranía de unas reglas sociales que, cuales trampas mortales, se erigieron para su manipulación. Ésta es la póstuma razón que sentencia a Santiago Nasar. En un montaje que desnuda y aprovecha el trasfondo moral de la trama, las motivaciones humanas quedan irremisiblemente ligadas al compromiso comunitario; no importa si las consignas del machismo y el honor profundamente mal entendido van a sacrificar a una víctima inocente antes inclusive de que las palabras caprichosas de Ángela Vicario pongan los cuchillos brutales en manos de los gemelos Pedro y Pablo. El fátum del libro es entonces escenificado como un espectáculo luctuoso, una ceremonia absurda pero ritual y necesaria que cambia definitivamente el legítimo ritmo caótico de García Márquez por la reflexión postiza y efectista pero efectiva. Sólo un ejemplo: cuando la madre de Santiago se lanza convicta cual destino fiel sobre la puerta delantera y la cierra con seguro, creyendo que su hijo está ya a salvo de sus verdugos, arriba en su habitación: el plano posee una emoción sísmica tremenda gracias a la labor de Rosi, Bosé y la edición de Ruggero Mastroianni, y seguramente hizo las delicias del singularmente cinéfilo novelista. Para entonces, el coro griego se ha materializado en un pueblo casi fuenteovejunesco, paralizado por la rigidez de la vida artificial en sociedad, sujeto al rol de testigos ávidos cuya individualidad ha sido suspendida instantáneamente. El destino de Santiago Nasar es, después de todo, de un rigor irracional. Como en una película de Buñuel (héroe artístico de García Márquez), en el filme cada acción por romper el encantamiento de la pasividad y la impotencia contra aquel destino fatídico es inútil, y cada evento observa una repetición cotidiana o el sesgo de la circularidad. La muerte de Santiago es anunciada a voz en cuello, y ejecutada a través de la debilidad cómplice de los hombres con la desesperación y la desesperanza de una despreciable fiesta tauromáquica; el cadáver --como antes el de Giuliano***-- arrasado por el polvo de la plaza y la conmiseración de los ahora dolientes, aparece en el centro de la nada como una altisonante advertencia de nuestra mortalidad en un universo tan vasto como la soledad.


*Y, no olvidemos, también en Hemingway. La tragedia es una admonición puntual en el legendario contemporáneo de Faulkner, y la aventura más célebre de Nick Adams, "The Killers", fue la desventura que parió a la serie negra y sus erotizantes femmes fatales con pelo negro cuervo y corazón negro carbón. Su trama: dos gangsters entran en el restaurante de un pueblo y anuncian su intención de asesinar a un boxeador que suele comer ahí a cierta hora. No sólo esto, sino que además un inescrutable estoicismo individual juega el mismo rol que en García Márquez la conspiración del inconsciente colectivo. Y García Márquez admiraba al novelista de Illinois, si no más obviamente, más conscientemente que a Borges.  

**Si el entonces aproximadamente primerizo Everett luce como la pálida sombra de Bayardo a fuerza de simplismo y tics inconsecuentes que Rosi considera minimalistas, el veterano Gian Maria Volonté (frecuente colaborador del realizador) naufraga en las más turbias aguas de la insuficiencia expresiva en un rol, combinación del cronista-narrador-autor de la novela y el personaje de Cristo Bedoya, que, hay que admitirlo, le ofrece al salvaje Indio de For a Few Dollars More el espacio justo para salvar su dignidad profesional de cara a la confianza depositada en él (por el espectador) como precario puente hacia la abismalmente impenetrable verdad.

***Con todo y ser casi un encargo, la internacional coproducción que nos ocupa prolonga naturalmente el crucial tema de la muerte, cuya presencia física es manifiestamente personal en la filmografía de Rosi. El muerto, llámese Santiago Nasar o Salvatore Giuliano, es, por otra parte, un agónico fetiche que en la novela de García Márquez no sólo remite a su propia involuntaria filiación borgesiana, sino además a un ensayo previo muy suyo sobre tal asunto cosmogónico: Tiempo de morir, pieza cinematográfica pura y cuya primera versión mexicana aprovechó el oído de Carlos Fuentes para los diálogos pero ya apuntaba sin ambages a los demonios (diría Vargas Llosa) del colombiano universal.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Skyfall (2012)


Daniel Craig, en su tercera incursión como 007, protagoniza esta suntuosa y artística versión de las aventuras del espía con licencia para matar dirigida por Sam Mendes y estrenada en el 50º aniversario de la serie. La vulnerabilidad o fragilidad exhibida sin pudor, sobre todo en paralelo con los recursos físicos y mentales casi sobrehumanos que le han posibilitado una agradecida longevidad, matiza aún más el retrato hiperkinético y no obstante hondamente humano de James Bond que Craig lleva casi a sus últimas consecuencias en esta entrega, confirmando si cabe por qué es mi Bond personalmente favorito inmediatamente después de Sean Connery. De hecho, ésta es la primera vez que veo al 007 en la pantalla grande (buena copia y proyección completa en el Cineplanet Risso de Lince: cuándo aprenderán los fatales multicines UVK de Larcomar); Craig es el Bond de mi generación, o en todo caso del casino donde quien esto escribe transcurre sus noches tentando el destino.

La lectura que el relevo de Saltzman y Broccoli (Barbara remplaza a su difunto padre Cubby desde GoldenEye), junto con Mendes, hace de la historia luce más como una nueva vuelta de tuerca a la interpretación iniciada con Casino Royale, que por otro lado no fue la primera; las metamorfosis de Bond suelen ser más sutiles que las de Batman, quien, dicho de pasada, parece haber inspirado cierto tono íntimo y retrospectivo en esta pieza, por otro lado, también marcada por el déja vu inevitable y la ironía con tuxedo. Mendes ha impreso una inteligencia de lujo entre la acción y el vértigo, una sofisticación mental que la franquicia necesitaba inhalar desde los días del (tan superficial en comparación con Craig) Bond sobriamente monótono de Pierce Brosnan. Un disquete contiene la lista de terroristas más buscada, y el superagente es dado por muerto --parecía increíble y lo era, por supuesto-- hasta que anticipa su retorno retozando en los brazos de la bella chica de turno. Mientras tanto, el MI6 es blanco de un atentado que cambiará el curso de los acontecimientos para siempre. Baste decir por ahora que Dame Judi Dench es esencial en esta trama.


Acaso referirse a la belleza visual del trabajo de Mendes sea casi un lugar común dentro de cualquier comentario sobre su filmografía, pero creo pertinente observar que algunos de los momentos más sublimes en tal sentido, de un film del 007 o del director, se encuentran en Skyfall. Mendes no sólo domina la expresión plástica de sus imágenes, sino también la dramática: Javier Bardem resulta, con todo, uno de los villanos más fascinantes y retorcidos de la saga, aún si era de esperarse. Decimos “con todo”, puesto que en las películas de Bond se cumple aquel antiguo adagio hitchcockiano de que cuanto peor el villano mejor el relato, y además está el hecho de que a estas alturas el reciclaje es la marca inequívoca de fábrica y carácter: Bardem luce el pelo teñido de amarillo que ya Joseph Losey parodió en la delicada cabeza de Dirk Bogarde (Modesty Blaise), y el continente ominoso --al menos en estos casos lo es, como en otros más sugerente de Rochester o Heathcliff, y en otros de Goya y Rodin-- de un monstruo acojonantemente patético y de sexualidad omnívora desbocada (subrayando y haciendo del otrora subtexto de los Dr No y los Blofeld texto explícito, implícito en cada gesto trágico del actor). Lo que nos lleva al siguiente detalle: Bardem hace homenaje del John Malkovich de In the Line of Fire, y despliega o exhibe con desfachatez suficientemente ajena a la mesura todo, o eso podría decirse, lo que se espera del gran actor español Javier Bardem como villano en un film de James Bond. El casting es perfecto; la interpretación resulta quizá demasiado perfecta, demasiado funcional o redundante. Lo cierto es que se trata de una performance hipnótica, controlada por Mendes hasta el más mínimo descontrol manierista del inolvidable Anton Chigurh de los Coen.


En Skyfall, el frenesí continúa, pero se ha arribado a un punto donde el estilo debía ser más personal, menos formulista --aunque la fórmula siempre ha funcionado de lo lindo, y es lo que cada espectador y fan desea ver: acuérdense además de todo lo que esta fórmula consiguió en esas renovadas peripecias que fueron la audaz reinvención de Casino Royale y la amalgama compacta de Quantum of Solace, a cual más revestida de originalidad e ingenio narrativo. Es una especie de transición que con seguridad incuestionable se ofrece como un reto a todos los involucrados, incluida la audiencia, ya que James Bond retornará y estaremos esperándolo.

lunes, 12 de noviembre de 2012

How Green Was My Valley (1941)


Acabo de revivir esta joya artística del siglo pasado, y constato que es una de las obras de John Ford que (al lado de otras como My Darling Clementine) más ha espoleado mi imaginación, desde la infancia. Roddy McDowall, el pequeño Huw, protagonista y narrador, parece salido de una novela de Dickens; hay un ajuste entre rol e interpretación inexplicable sin la sensibilidad victoriana de actor y director, respectivamente y en conjunto.


La perspectiva de su memoria es la que nos revela los hechos que suceden, y, quizá algo más delicado, cómo suceden. How Green Was My Valley es importante, talvez sobre todo, porque uno de sus temas principales es la verdad, y la dificultad de tal exposición está resuelta con sencillez y emoción en escenas nostálgicamente objetivas, muchas de cuyas imágenes --el close-up de Huw flechado por su cuñada (rubilinda Anna Lee), la silueta distante y evasiva del ministro Gruffydd (paternal Walter Pidgeon) en las nupcias de su amada Angharad (la excelsa Maureen O’Hara), la última vez que avistamos con vida al patriarca Morgan (un nobilísimo Donald Crisp, tan ajeno a Broken Blossoms)-- trascienden su efímera duración cinematográfica y se instalan inmediatamente en el corazón. Su capacidad metafórica y su universalidad, conseguidas precisamente a través de la fugacidad de unas impresiones mecánicas en perpetua complicidad con el transcurso indetenible del tiempo, se encuentran entre las cualidades conspicuas de esta perdurable, hermosa y honesta cinta.