viernes, 22 de febrero de 2013

Los grandes films de George Lucas: Raiders of the Lost Ark (1981)


[Fue ésta una cinta que en su momento no vi en salas porque, pese a la insistente recomendación de mi papá, yo preferí que entráramos a una función de Police Academy (¡!).]

Como previendo las absurdas acusaciones de limitada creatividad que de cuando en cuando se dejan oír sobre su obra, el creador de Star Wars se sacó del sombrero otra ficción alimentada por los seriales que disfrutó en su niñez; pero esta vez George Lucas compartió el desarrollo de la historia principalmente con su amigo Steven Spielberg, una decisión que probó ser sabia al menos durante las tres primeras películas de la serie, muy en especial la que nos ocupa: el director sabe conectar Raiders con la gran tradición que va de Casablanca a Lawrence of Arabia, sin perder ni por un instante el espíritu frenético y suspenso de las matinées episódicas. Un año después de The Empire Strikes Back y otro antes del imprescindible E.T. the Extra-Terrestrial, el estreno de la aventura original de Indiana Jones supuso la consagración de una imaginación nostálgica al servicio de un cine sentido como puro artificio e irresistible escapismo. La lúdica realización de Spielberg, toda celebración y humor y (por supuesto) infantilismo, es excelente y se encuentra entre los clásicos de una filmografía distinguida por los Jaws y las Schindler’s List, nada menos. Aunque parezca difícil de creer dado el portentoso genio artístico detrás del universo de Luke Skywalker y Darth Vader, Lucas --que además escribió la entrañable American Graffiti (su primer éxito profesional, una añoranza del pasado real) y la esencial THX 1138, uno de los debuts directoriales más influyentes y menos apreciados de que se tenga recuerdo-- ha declarado significativamente su escaso entusiasmo hacia la labor guionística, en el caso de Raiders llevada a cabo con suma inteligencia por Lawrence Kasdan, también colaborador en Empire y Return of the Jedi. El emblemático score a cargo de John Williams rubrica un show exultante, exótico y no exento en absoluto de un notable lado oscuro (ejem), en un ejemplar ejercicio de acción desbordante y misticismo que desafía al tiempo y a cualquier tardío traspié sudamericano.

   

jueves, 7 de febrero de 2013

Algunas películas de Nora Ephron


Heartburn (1986)


La diferencia entre amor y enamoramiento, así como las tensiones y los vaivenes propios de la relación marital, son algunos de los principales temas de esta peculiar, memorable cinta dirigida y producida por Mike Nichols sobre la novela del mismo nombre, vertida en guión por su autora, la incombustible Nora Ephron. En el film, un perfectamente adecuado Jack Nicholson interpreta a Mark, un mujeriego intransigente cuya soltería contumaz será terminada a causa de su emparejamiento con Rachel, una Meryl Streep en soberbia representación de la autobiográfica escritora. Ambos, luego, experimentan en carne propia las vivencias más profundas y menos comunicables de lo que significa “hasta que la muerte los separe” --unión que suena, más literalmente de lo que tal vez se sospecha, a inalcanzable eternidad. 

Pero es Jack quien insiste en la consumación del compromiso, y esto es lo que le otorga a Heartburn --conocida en España con el cómico título Se acabó el pastel-- su primera clave de distinción. La gran estrella y, especialmente, el esencial actor que el público demasiadas veces ha valorado injustamente en Nicholson brilla con suma generosidad y amplitud. Su compañera Meryl es la protagonista, y Nichols enfoca su rostro, figura y emociones en una visión de túnel que excluye necesariamente al fabuloso histrión de Carnal Knowledge (quien en la obra que nos ocupa no es el antagonista ni mucho menos, salvo dentro de los más estrictos límites de la complejísima dinámica conyugal). Fiel al libro de Ephron, la realización se embarca en un examen de la feminidad contemporánea y urbana (si neurótica), en la línea de aquella excelente An Unmarried Woman, no obstante sin el aire europeizante ni el humor laxo de Paul Mazursky --recordemos que se trata del director de The Graduate, en cuyo sentido de la comedia no solamente encontramos un nuevo modo de ser trágicos (al menos desde cierto existencialismo), sino que además se nos da la oportunidad de incorporar nuestra individualidad de espectador (sin importar el género sexual) en la unidad de una figura cuyo protagonismo absoluto disuelve en sí cualquier interferencia deshumanizante (y en este caso cualquiera lo es) de la sociedad.


Lejos, pues, incluso del costumbrismo más extraordinario, la risa o al menos sonrisa inspirada en el drama cotidiano como clásico santo y seña logra momentos de significación indubitable, extrayendo sabiamente la mies que Ephron, como la Rachel de la pantalla, probó en este mundo. Trago amargo que resultó en una “historia de amor” sin la ingenuidad de sus congéneres, pero también plasmada con una admirable y única capacidad para transmitir el poder de la voluntad y la fuerza del carácter en una mujer casada, con dos hijos pequeños, y decepcionada de un hombre, pero no de la vida.