domingo, 22 de diciembre de 2013

Desaparecido: Rendition (2007)


Un sólido ejercicio narrativo y una temática sustancial es lo que nos ofrece El sospechoso. Protagonizada por un reparto de estrellas (Jake Gyllenhaal, Reese Witherspoon y Meryl Streep) y dotada de unos valores de producción que no desequilibran el resultado de la cinta en perjuicio de su expresión dramática, se trata de un estudio oportuno de la política internacional de los Estados Unidos de Norte América y las consecuencias de los ataques terroristas del once de septiembre.

Hay tal empatía en la mirada que los cineastas dirigen hacia el conflicto de intereses, en un nivel que no es superficial, que El sospechoso por una vez demuestra que se puede salvar los escollos del maniqueísmo y del prejuicio a la hora de manipular las emociones del espectador de una manera honesta, con el fin de que pueda ver por sí mismo y con cierta objetividad de lo que en realidad va cualquier guerra, y los extremos a los que puede llegar la indiferencia ante la injusticia.

Dos son las historias que se entrecruzan y apoyan mutuamente, dando sentido global y específico al argumento ético de la película. Primero, y fundamentalmente, la desventura de Anwar El-Ibrahimi (Omar Metwally), un ingeniero químico nacido en Egipto que ha vivido desde los catorce años de edad en los Estados Unidos y es un ciudadano ejemplar. Cierto día, de vuelta de una reunión de trabajo en el Norte de África, es secuestrado en el propio aeropuerto y llevado a unas instalaciones de la CIA como sospechoso de terrorismo. Al parecer, Anwar es un conspirador y colaborador de los enemigos islámicos del Estado americano, pues existen registros de comunicación entre su número de celular y el de un connotado perseguido político, justamente o no.

La más que grande posibilidad de que todo sea sólo una coincidencia, y haya habido una confusión que ha incriminado absurdamente al científico apresado, es de una importancia mucho menos que mínima para el odiado jefe de la seguridad egipcia Abasi Fawal (Yigal Naor), y menos que nada aun para Corrine Whitman (Streep), la mujer responsable de las torturas de la CIA. Luego de que un subalterno ha comprobado prácticamente la inocencia de Anwar, la senadora insiste en trasladar al detenido a los sótanos de Fawal. Éste acaba de salir ileso de un atentado que ha matado entre tantas personas a un agente americano, por lo que Whitman acepta que se haga cargo en su reemplazo un compañero suyo, Douglas Freeman (Gyllenhaal). Mientras tanto, la embarazada esposa de Anwar, Isabella (Witherspoon), deja a su pequeño hijo en casa cuidado por su suegra y busca ayuda en la persona de un antiguo amigo, Alan Smith (Peter Sarsgaard), ayudante del senador Hawkins (Alan Arkin). Smith, enamorado aún de Isabella, parece dispuesto a mover cielo y tierra para encontrar a su antiguo rival y amigo. Pero todo tiene su límite, o eso parece…

La segunda historia en El sospechoso involucra a la hija mayor del jefe Fawal, una adolescente llamada Fatima (Zineb Oukach), con un joven artista de nombre Khalid (Moa Khouas), que la pretende como su esposa a pesar de su enorme diferencia social y de que ya ha sido prometida por su padre a alguien más adecuado. Fatima abandona el hogar y busca refugio inicialmente en la casa de su tía Layla (Raymonde Amsalem), hermana de Fawal que es mal vista por su familia al haber perdido la virginidad antes de conseguir un serio pretendiente y así haber arruinado su futuro en la sociedad. Al ausentarse Layla brevemente por motivo de un viaje, su sobrina escapa, persuadida por Khalid de ir a vivir con él. Ambos asisten después a reuniones de revoltosos que Fatima nunca asociará con el terrorismo, hasta que descubre entre los cuadernos del pobre artista un secreto que no solamente cambiará sus vidas, sino también la de cierto ingeniero químico felizmente casado en los Estados Unidos…

La detención y tortura del ciudadano americano Anwar El-Ibrahimi a manos de una inescrupulosa senadora de su mismo país es el centro del análisis moral que propone este largometraje. Como en un film noir o en la mera realidad, el claroscuro de la fotografía impregna el retrato de los partícipes del melodrama: Streep interpreta a una arpía de escalofrío que destruye vidas humanas mientras su figura otoñal recuerda a la de tantas mujeres de hoy en día, pues la actriz le brinda al personaje el matiz necesario para evitar que sea incomprendido; Naor como Fawal es un “villano” más ambiguo, redimido por su amor paternal, a una distancia verdaderamente considerable de lo tipificado por el imponente Paul L. Smith en Expreso de medianoche (Midnight Express, 1978). El desempeño de Gyllenhaal es bastante efectivo, y la evolución de su personaje convincente; tal vez uno de sus mejores papeles.

jueves, 31 de octubre de 2013

Del valor de ser frágil


El hospital del terror (Frágiles, 2005), dirigida por el catalán Jaume Balagueró y protagonizada por la estrella televisiva estadounidense Calista Flockhart, es un sólido ejercicio narrativo, una de esas películas de género que se prodigan en un estilo virtualmente mimético, rindiendo homenajes a diestra y siniestra en una tajante declaración de adhesión a unas reglas a las que se ha dado lustre memorable e insoslayable anteriormente; lo que no significa que el arte del bien contar sea un territorio en el que no pueda germinar, como toda mies hábilmente sembrada, la originalidad de lo conocido. Y ésa es precisamente la cualidad mayor de este thriller fantasmagórico y melodramático, expertamente escrito y sumamente entretenido. Los elementos típicos y los lugares comunes se hallan entrelazados en un guión que funciona como un reloj, tan confiable como inexorable.

Desde su mismo título español, habla de la vulnerabilidad de sus personajes y de la fortaleza admirable inherente a ella, de la naturaleza humana y de lo tenue que resulta lo que nos separa de ese otro mundo al que sólo es posible acceder a través del misterioso portal de la muerte. En primer lugar, los niños, pacientes todos de un hospital en cuyo siglo de existencia se encierra la experiencia de una injusticia que los exhibe como emblema de ilusiones perdidas demasiado pronto. Asimismo, la enfermera interpretada por Flockhart, una mujer que ya ni siquiera aspira a una redención personal para ser capaz de respetarse a sí misma otra vez, sino para vivir en un mundo cada vez más incomprensible e intolerante hacia la rectitud moral y la bondad de espíritu.

Y también, cómo no, El hospital del terror aborda el tema de la vida en sí, al igual que tantas otras muestras del género, con una actitud que sorprende gradualmente al espectador, quien descubre en la película bastante más que una vacía pieza de artesanía. La fragilidad de la condición de vivir, exactamente a merced de fuerzas poderosas en grado sumo --y de nuestra propia ceguera existencial al respecto--, es el tema de El exorcista (William Friedkin, 1973) y El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), dos obras fundamentales que ciernen su sombra inspiradora en el camino tomado por Balagueró y su equipo creativo.

Talentosamente explorado, el argumento de El hospital del terror puede resumirse tal como sigue: Eventos aparentemente absurdos y gratuitamente crueles han ocurrido en la británica isla de Wight a la llegada de una nueva enfermera para el turno de noche de un recinto médico en estado de emergencia. Amy (Flockhart), la enfermera, es una mujer aún joven con la marca de un difícil pasado pintada en su rostro resignado y en su actitud persistente, activa pese a todo y gracias a ese fuego que suele resurgir en las almas golpeadas por la vida durante los momentos más complicados y oportunos. Entre todos los niños víctimas de distintas enfermedades, degenerativas e incurables muchas, una pequeña rebelde y especial, huérfana como Amy y que responde al nombre de Maggie (Yasmin Murphy), nombre que escribe cuando se conocen, ayudada por los cubos que usa para comunicarse con su amiga diferente, tal y como Regan McNeil utilizaba la ouija en la pieza maestra de Friedkin.

Fracturas imposibles son sucedidas por muertes de espanto a medida que el tiempo corre y la leyenda local, amiga no solamente de Maggie sino también de otros niños residentes del hospital muchos años atrás, empieza a ser tomada en serio. Los corredores umbríos y los espacios desolados e inquietantes del vetusto edificio deben su icónica representación y siempre efectiva apariencia, además de Kubrick, al subgénero de las casas posesas y los recintos encantados en pleno, que incluye por ejemplo aquella intrigante parábola acerca de la alta burguesía que Luis Buñuel realizó como El ángel exterminador (1962).

En su primera incursión en el cine americano, Balagueró --un maestro artesano con una sucinta filmografía que ya le había granjeado una legión de fervientes seguidores dentro y fuera de España por su hábil manipulación de las convenciones genéricas del horror, correcta y sugerente al unísono-- aprueba holgadamente, si no de forma sobresaliente. Su estilo es en algún sentido un prodigio de economía, al desarrollar la narración con un meticuloso ritmo audiovisual que nunca se desborda ni tampoco se queda en lo escueto o no ilustrado. La música de Roque Baños es por ello notable, tanto como la fotografía de tonos fríos de Xavi Giménez y la sensible interpretación de una Calista Flockhart que se niega a ser recordada sólo como Ally McBeal.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Lorca y Dalí enamorados (+ la sombra de Buñuel): Little Ashes (2008)


El título, entre lírico y enigmático, de esta valiosa coproducción anglo-española --y, antes, de un cuadro de Dalí-- surge de una de esas cálidas expresiones verbales de afecto con que el autor de Bodas de sangre y Romancero gitano solía obsequiar a sus amigos, especialmente aquellos otros dos genios con quienes formó el triunvirato más formidable de la cultura europea todavía a principios del siglo XX, Luis Buñuel y Salvador Dalí. Puntualmente dedicada a éste, las líneas (que además sirven de epígrafe) establecen inmediatamente el tono de una bastante sorprendente pieza de cine poético, en la cual el duende de Federico García Lorca posee una presencia literal y literaria, felizmente comparable a la de John Keats en otra celebración del arte escrito como es Bright Star (2009), una recreación del amor constreñido por los límites de la realidad, tema central también del filme que nos ocupa.

Genio y figura: Javier Beltrán es García Lorca

Corren los años veinte y España sigue sumergida en un provincianismo que, no obstante y pese a sus terribles consecuencias a la vuelta de la esquina, se ve superado esta vez entre las cuatro paredes de un escenario privilegiado: la Residencia de Estudiantes madrileña. Allí coincidirán y trabarán profunda amistad los personajes que labrarían su leyenda: un Lorca (“la obra maestra era él”, dijo su amigo Luis) sumamente irresistible, un Buñuel salvajemente instintivo, y un Dalí en excéntrica crisálida. El guión dinámico y conmovido de la debutante Philippa Goslett es complementado en su emoción e inteligencia por la dirección plástica y sensible de Paul Morrison, diestro en el manejo de los diversos soportes y filtros que usa replicando a Dalí y su lienzo. El elenco resulta asombroso: Javier Beltrán es un absolutamente excelente Federico, su más que extraordinario, casi increíble parecido físico con el granadino incluido; y Robert Pattinson demuestra una vez más por qué es acaso uno de los actores más subvalorados --aun por el autor de esta nota-- del cine reciente (de hecho, fue su retrato del eventual Avida Dollars lo que convenció a David Cronenberg de su talento): lejos de evocar inicialmente los alucinados ojillos de su archifamoso modelo, la mirada lánguida de Pattinson termina luciendo (gracias a un arco dramático cuya natural evolución es sin duda virtud original del guión, pero la contundencia de cuyo impacto no debe ser deslindada de la realización, especialmente de un muy notable trabajo histriónico) la misma locura egocéntrica, además de explicar el trasfondo doloroso que la sustenta. El único que sale mal parado es, lamentablemente, el autor de Un chien andalou; desde la nula semejanza del intérprete escogido hasta su escaso tiempo en pantalla, un rol de cuasi-antagonista casi esquemático mediante, sin embargo, se entiende que la producción se concentrase en el idilio Lorca-Dalí y descuidase a un Buñuel (el de esta película) demasiado insignificante, simple e incluso homofóbico --significativo defecto entre la felicidad efímera de noches azules de luna llena y una muerte en Granada para seguir llorando al Poeta. De todos modos, Little Ashes es una desgarradora revelación, un impresionista cuadro de época y una verdadera historia de amor trágico --con ese sentimiento característico que fascinaba a los surrealistas más románticos, como el propio Buñuel-- enmarcada dentro de uno de los episodios más apasionantes de la historia contemporánea.

jueves, 29 de agosto de 2013

Ellroy Reloaded: Street Kings (2008)


Imaginen a un Keanu Reeves que del héroe de The Matrix (1999) apenas si conserva las estilizadas gafas oscuras y el rostro impenetrable de un actor que siempre ha estado, si no en los antípodas, sí bastante lejos de Brando. Ahora, hagan un pequeño esfuerzo, y traten de imaginar al mismo Reeves sumergido en un auténtico ambiente de film noir, fotografiado entre los juegos luminosos de un mundo nada irreal, nada onírico en el sentido que la película de los hermanos Wachowski propuso en su día.

Todavía más, pido un esfuerzo que a muchos les podrá parecer sobrehumano: imaginen a Neo en la piel de un detective de James Ellroy. ¿Imposible? Pues, eso es nada más y nada menos lo que nos permite apreciar Los reyes de la calle, una muestra sólida del cine proveniente de la torturada imaginación de uno de los más distinguidos representantes de la serie negra en las últimas décadas.

La película que vamos a comentar nos devuelve al Ellroy de Los Ángeles al desnudo (L. A. Confidential, Curtis Hanson, 1997), luego de lo que Brian De Palma hizo con La Dalia Negra en el 2006. La transformación de Keanu Reeves en un actor casi convincente por la primera vez en su carrera podría ser comparada al cambio de imagen sufrido por Harrison Ford a principios de la década del ochenta, cuando interpretó al Rick Deckard de la obra maestra de Ridley Scott, Blade Runner, todo un clásico del género negro futurista, de la ciencia ficción y del cine a secas.

Los reyes de la calle, pese a tan singular proeza, no es un clásico, al menos no uno instantáneo o ya reconocible, pero de todas maneras es imposible negar las cualidades que exhibe en diversos apartados, siendo en conjunto una película tan satisfactoria que sería mezquino ignorarlas.

Su trama de corrupción y violencia policial, típicamente ellroyana, ha sido plasmada en un guión en cuya escritura ha tomado parte el propio autor, garantizando de esta forma la expresión genuina de sus preocupaciones artísticas. De otro lado, la resolución de la intriga se halla caracterizada por un estilo sensacional y cierto desequilibrio a favor de la acción pura y dura, lo que resta puntos a la descripción de los personajes secundarios en cuanto criaturas complejas y con matices, que es lo que tan bien se observaba en Los Ángeles al desnudoEn comparación con ésta, Los reyes de la calle no contiene elegancia ni transmite la experiencia misma de la imperfección humana, de la cual la corrupción es síntoma y espectáculo casi pirotécnico. La crudeza del oficio policial es apenas captada, aunque los duelos psicológicos que tienen lugar entre los agentes de la ley retienen todo el sabor amargo de la prosa de origen.

El protagonista central, catalizador de los muchos vicios y las poquísimas virtudes que son posibles en un microcosmos como aquél, es un antihéroe de los de antes en una historia, en su esencia, como las que contaban las películas estelarizadas por Mitchum y Bogart. La época contemporánea, postmoderna, permite que, aunque suene a ironía, la humanidad idealmente defectuosa del detective Tom Ludlow sobreviva y se imponga a las ráfagas de violencia y a las maquinaciones subterráneas urdidas por quienes menos se sospecha.

Otro de los defectos de la película, uno que resulta acaso menor también, es que los intereses por los cuales se mueven los hilos de tan alambicada intriga pueden ser percibidos casi desde el inicio de la narración; nos referimos especialmente a las personalidades detrás de estos intereses, y aún más especialmente a quienes juegan un rol preponderante en el relato y en su desarrollo. No obstante, la ilustración de la ruina moral y de la degradación ética a la que ha sido capaz de llegar el cuerpo policial es efectivamente comunicada a través de la interpretación del reparto.

El gran Forest Whitaker vuelve a brillar en un rol a su medida, como el oficial en jefe encargado de velar por sus hombres sin importar la violación de las normas que tenga que llevar a cabo. Su capitán Wander es la figura paterna que siempre estará en el lugar oportuno y en el momento oportuno para cubrir a su hijo, un asesino tan eficiente que le costaría demasiado caro perderlo. La caracterización de Whitaker es en la superficie la del típico jefe de policía a la que uno está familiarizado por las series de televisión: afroamericano, severo y comprensivo, afable y gruñón, a todas luces un hombre respetable. Sólo que este hombre respetable dirige a un grupo de soldados de la muerte, hombres armados que bajo su tutela y dirección se revelan tanto o más peligrosos que los mismos enemigos de la sociedad a quienes deben combatir.

La escena de la confrontación final, de lejos la mejor y que no revelaremos por consideración a quienes no hayan visto aún Los reyes de la calle, transmite esa tensión propia del conflicto moral que subyace en la historia, tan inconfundiblemente de su autor, y en el corazón de los individuos de ficción a quienes éste ha otorgado vida. Un aliento vital que sobrecoge por su minucioso reflejo de la realidad, y en el que el dinero --en buena medida equivalente a aquel botín de la ilusión perdido en el aire inquieto de un aeropuerto en aquella obra maestra absoluta que es The Killing de Kubrick-- y la riqueza material son las pruebas concretas de la torpeza de nuestras debilidades.

viernes, 16 de agosto de 2013

Ética y política: Sacco e Vanzetti (1971)


Víctimas de la injusticia consagrada por un sistema  medularmente corrupto, y por ello símbolos universales con idéntica fecha de expiración que el mundo civilizado, los anarquistas asesinados en la silla eléctrica por el crimen de ser italianos y socialistas en la América (no por casualidad) ad portas del crack del ’29 fueron protagonistas de una adecuadamente indignada película, dirigida con ánimo definitivo por Giuliano Montaldo y musicalizada por el maestro Morricone. Las emotivas interpretaciones dramáticas de Gian Maria Volonté y Riccardo Cucciolla --el vendedor de pescado Bartolomeo Vanzetti y el zapatero Nicola Sacco, respectivamente-- son más que notables, pero el score vocalizado a través del divino instrumento de Joan Baez pasó inmediatamente a la inmortalidad de los himnos contra la intolerancia, la discriminación y la inhumanidad del hombre hacia su propio hermano de especie.

jueves, 1 de agosto de 2013

Historia de amor


It’s All About Love (Thomas Vinterberg, 2003), cuyo título en Latinoamérica, Todo es por amor, es imperceptiblemente equívoco, no puede ser vista como una película de romance convencional, aunque lo sea en muchas formas. La idea de Vinterberg, miembro del grupo Dogma y uno de los cineastas daneses con mayor proyección fuera de su país, es hacer un comentario de dimensiones universales a través de una historia pequeña y a la vez compleja, que mezcla una intriga internacional de sabor añejo con las sorpresas futuristas de la ciencia ficción.

Un trabajo de autor que es todo acerca del sentimiento más manido por cualquier género que se precie de ser artístico, y que en las manos del ambicioso cineasta se convierte una vez más en objeto de un tratamiento controvertido. Aunque el resultado no sea precisamente bueno, en opinión de quien escribe este artículo.

Lejos de las propuestas estilísticas que marcaron cintas pretendidamente iconoclastas como La celebración (Festen, 1998), dirigida por Vinterberg mismo, Todo es por amor relata las desventuras de una pareja de esposos cuya crisis ya pasó, y cuyo divorcio es supuestamente inminente. Él es John, interpretado por Joaquin Phoenix, y ella es Elena, la estrella mundial del patinaje sobre hielo que encarna, con su mirada absorta de siempre, Claire Danes.

La época en la que transcurre la historia de estos amantes es la tercera década del presente siglo; aparentemente la última, si creemos en las imágenes extrañamente ominosas del filme. Amantes digo, porque está claro desde el principio que vamos a ser testigos de una serie de anécdotas atípicas marcadas por la predestinación y, luego, la tragedia. No estoy arruinando la diversión a nadie, porque es el personaje de Phoenix el que se encarga de hacérnoslo saber en una voz en off que es una de las primeras señas, irónicamente, de lo difícil que será seguir los eventos de la trama.

Dificultad que el espectador no encontrará tan inoportuna, en absoluto, como la impenetrabilidad de las causas y motivaciones que echarán a andar la intriga, a todas luces diseñada a la sombra de John Le Carré y Alfred Hitchcock (o más bien, Brian De Palma). No se trata, por supuesto, de que la audiencia se haga de todas las claves, de que el misterio de las imágenes desaparezca y se imponga lo literal, mucho menos la lógica que aniquila cualquier creación artística.

Ya que las intenciones de Vinterberg y compañía pertenecen evidentemente a la esfera del arte, sin embargo, las consecuencias de su proceso creativo se advierten poco menos que abstrusas, desequilibrando de una manera rotundamente perjudicial la unidad expresiva del conjunto por medio de obstáculos innecesarios y redundancias que no pueden evitar ser destacadas gracias a una edición que apela a la paciencia con demasiado rigor.

Por lo demás, la atmósfera onírica es en parte conseguida por lo absurdo de la trama. Cuando la película empieza, John está por reencontrarse con Elena para que ésta firme los papeles de su divorcio. Al no aparecer Elena en el aeropuerto, agentes encargados de su seguridad escoltan a John hasta el lugar donde se hallan también los demás miembros de su grupo, personas que su esposo no ha terminado de conocer.

Después de una exhibición de patinaje durante la cual John advierte que algo ocurre con la salud de Elena, ambos huyen, ayudados por algunos amigos, de las garras de una mafia que prácticamente se ha hecho de la vida de ella por completo, y que ahora amenaza con destruirlo a él. En su huida, John descubre que la fidelidad de ciertos amigos a veces oculta razones insospechadas o que da temor revelar. Casi tanto como el destino que les espera a él mismo y al amor de su vida.

Para no descubrir detalles importantes de la trama que podrían ser significativos para el disfrute del espectador, sólo diré que la ciencia ficción se hace presente en esta película de un modo bastante creíble, y que, no obstante, es una de las formas de la confusión o más bien del hastío en medio de un enigma que luce superficial al tratar de contener al amor que se profesan los desesperados protagonistas.

Con toda la apariencia de un telefilme europeo, Todo es por amor se prodiga en los primeros planos de su pareja de héroes, como esperando que los ojos de Danes hagan algo más que hipnotizar o reflejar las especulaciones de la accidentada audiencia. Hay, sobre todo, un énfasis en la expresión delicada, sufrida y sin embargo elegante en su compartida somnolencia de Phoenix, quien ofrece un desempeño que bajo circunstancias distintas podría ser calificado como notable, pero que en las actuales no estoy seguro de poder aplaudir.

Algo similar me ocurre con la aparición de Sean Penn, en un papel que más que de reparto es una participación especial. En casi la misma vena de su brevísima pero contundente actuación en Loved (1997), Penn casi parece el corazón de una película con el alma dañada por los tiempos modernos.

miércoles, 17 de julio de 2013

Ética y política: État de siège (1972)

Costa-Gavras y Montand en el set de Clair de femme (1979), su quinta y última colaboración

Después de la aclamación internacional de Z (1969), el griego Costa-Gavras dirigió otro clásico del cine político contemporáneo, esta vez coproducido en Chile, un país al que retornaría para denunciar la tragedia de la dictadura pinochetista en Missing (1982). A través de una reveladora narración, inteligente y bastante minuciosa --desarrollada por Franco Solinas--, el espectador es invitado a resolver progresivamente la insoluble problemática latinoamericana, un continente con vocación dictatorial donde los verdaderos terroristas son los miembros de los gobiernos y la vida individual se valora según el cambiante momento del ajedrez perpetuo. Yves Montand (en el rol clave de un americano secuestrado por los disidentes a causa de su responsabilidad policial) vuelve a protagonizar una devastadoramente lúcida película de Gavras, de interés fuera de duda para quienes deseen vislumbrar los fatales giros del poder; también con la actuación de Renato Salvatori (Rocco e i suoi fratelli) en otro rol brutal, y el cineasta Aldo Francia.

Las apariencias engañan: ”Philip Michael Santore”, una víctima nada inocente

domingo, 26 de mayo de 2013

Jesus of Nazareth (TV 1977)

"Jesús" (Robert Powell) y Ian McShane, un Judas a lo Kazantzakis

El scope de una superproducción realizada por todo lo alto junto con la reunión de muchas de las figuras principales del ecran e incluso de los escenarios internacionales son rasgos que identifican a una maravillosa interpretación de la vida de Cristo, que en Franco Zeffirelli tiene a un legítimo y --admitámoslo ya-- superior heredero del modelo definido por George Stevens y su Greatest Story Ever Told (1965), pero no son los únicos. Por lo pronto, el guión del novelista y erudito Anthony Burgess (autor de la célebre novella moral A Clockwork Orange) y de la legendaria productora Suso Cecchi d’Amico plantea la continuación de la crónica política ilustrada en el remake rayano de The King of Kings (1927), pero su ironía intertextual resulta muchísimo más sugestiva en otros aspectos del relato; por ejemplo, Herodes Antipas (Christopher Plummer) no es más que un aristocrático proto-Humbert Humbert casado con la mujer de su hermano debido a su lascivia indecible hacia la púber hija de aquélla, una Salomé que --también como en King of Kings (1961)-- nos invita a revisar nuestra frágil memoria libresca para ceñirle el tierno pero resbaloso talle y coronarla de una vez por todas como la primera Lolita de la historia universal.

 La española Isabel Mestres, femme-enfant fatale

Por otra parte, el elenco pletórico de nombres se encuentra idealmente a la altura de sí mismo: en general las actuaciones --y ya hemos mencionado la de un príncipe del arte dramático-- son conmovedoras y parecen tocadas por una inspiración poco menos que oportunamente divina. Destaquemos también a Olivia Hussey en el rol de la Virgen María, una figura de intemporal adolescencia como la quiso ver Miguel Ángel, porque, a diferencia de la hija de Herodías, es fuente de vida; a James Farentino en el de Pedro, un torbellino de conflicto y de fe que Jesús elegiría para liderar su Iglesia; a Peter Ustinov, el inolvidable artista como degenerado de Quo Vadis (1951), en el de Herodes el Grande (mejor dicho, el Infanticida); al moruno Yorgo Voyagis como José (el “padre” humano de Jesús); al salvaje Juan Bautista encarnado por Michael York, el pendenciero y felino Teobaldo de Zeffirelli; a la María Magdalena incorporada por Anne Bancroft, lejos de la tradicional imagen juvenil de la mujer caída que se halla aun en textos iconoclastas como La última tentación; a Ian McShane como un Judas de inocencia a la vez perpleja y desconcertante, casi escrito, precisamente, por Kazantzakis; al Pilato más culpable (y exculpador de los judíos como “los asesinos de Jesús”) del cine, interpretado con escalofriante convicción por Rod Steiger; y, como el Cristo, a un Robert Powell semejante a un lunático o un selenita, que aúna la belleza poética de un ser alienígena --la lectura más simple, sin embargo, también podría referirse al fenotipo de Jesús como una entronización “racista”-- con el naturalismo místico de un personaje del Greco hecho carne inmortal y sangre de misericordiosa redención.


Se trata, por supuesto, y sin ahondar más en sus cualidades, de una versión de obligatorio visionado para quienes, como quien esto remata, siempre se encuentran en busca de la belleza de la verdad y la verdad de la belleza, sin orden particular e injusto que lo bueno es uno y sólo puede provenir de Dios.

viernes, 10 de mayo de 2013

Rubia, mala y adolescente: Blue Jeans (1975)


Realizado por Mario Imperoli a mayor gloria de su musa, la mítica Gloria Guida, el presente thriller erótico es un muy buen ejemplo, si definitivamente no de oficio cinematográfico, sí de lo lejos que puede llegar el gusto exquisito de un artesano --que no sólo un artista puede ser un hombre sensible-- en cuanto al sexo “débil” como generador de toda una atmósfera, con potencial sublimador; es decir: la femenina hermosura (y sus virtuales e irresistibles, diabólicas tentaciones) como el verdadero aparato reproductor de un filme por otra parte bastante insatisfactorio. Ya había acertado Godard al declarar que todo lo que se necesita es una chica y una pistola. Bellísima y extremadamente sensual hasta decir basta, Guida es “Blue Jeans”, una escultural niña de dieciséis años (con piernas torneadas e interminables dignas del Buñuel más cachondo) que, a poco de iniciado el metraje, se nos revela como una artera prostituta callejera; sus “víctimas” suelen ser hombres pequeño-burgueses de mediana edad, comprensiblemente encandilados por el atractivo engañosamente maduro de la jovencita. Luego, el retrato que hace Imperoli del meretricio infantil no es crítico ni de denuncia, aunque hacia el final de la cinta (de inmediato, empero justificado y sorpresivamente discreto, sensacionalismo) haya señas de lo contrario. En su mayor parte --por lo menos--, Blue Jeans se abstiene de retozones e inclusive escamotea al espectador la desnudez integral de su titilante estrella (fatal encarnación siempre y claramente más próxima a la Lolita de Kubrick o Adrian Lyne que a la novelesca original), para subrayar más bien el atractivo ambivalente de su profunda ingenuidad y desvalimiento: en otras palabras, su carácter de niña-mujer como cebo hábilmente jugado. De todas maneras, la presencia perturbadora de la pequeña Gloria se impone demasiado fácilmente sobre un guión con más relleno que suspenso y una producción torpemente fotografiada con necesidad de los tijeretazos de un eficiente montador (que, además, y acaso con la ayuda de un mejor regista, sepa sacar más partido escénico a una actriz físicamente, ya que no histriónicamente, sin pierde).

domingo, 21 de abril de 2013

El toreo, esa barbarie

Los colores publicitarios de una masacre filmada en blanco y negro

Seda, sangre y sol (1942) es una película problemática para alguien que, como yo, desprecia las corridas de toros y, en especial, a los toreros, quienes son los héroes del cuento. Sin ser, ni mucho menos, una extraordinaria fábula como la virtualmente antitaurina Sangre y arena (cuya silente adaptación por Fred Niblo resultó dramática e inclusive reveladora), se trata de un melodrama bastante decente, más por las actuaciones o por las observaciones curiosas que de cuando en cuando el guión ofrece de los incomprensibles seres que lo pueblan, que por la económica y frecuentemente torpe dirección. Pepe Ortiz, famoso verdugo de ganaderías internacionales nacido en México, interpreta con ridícula dignidad, aun en ese estilo almibarado que también caracteriza a Jorge Negrete (aquí sin su fino bigotillo), al célebre matador y héroe moral, un hombre supuesta y profundamente bueno de verdad, cuya profesión o “arte” lo muestra (sonriente, exultante) recibiendo los aplausos apoteósicos de la masa (muchas, muchísimas chicas bonitas en las graderías, rebosantes de felicidad) mientras se llevan el cadáver de la inocente (indefensa y torturada) "bestia" que acaba de asesinar a sangre fría, a rastras, como un saco de porquería indiferente y absolutamente indigno de la compasión humana. Él es quien se sacrifica, finalmente, por la mujer que siempre ha amado sin ser correspondido, a la que siempre ha ayudado desinteresadamente (tanto como a su rival Negrete, el flamante esposo de ella): una guapa Gloria Marín cuya honestidad y carácter sólo quedan relativizados, como todo --como esa devoción fatua por una Virgen de Guadalupe o un Señor de los Milagros--, por la más absurda y retrógrada, indignante expresión de nuestra pretendida civilización.

miércoles, 3 de abril de 2013

Reimaginando Almodóvar: Volver (2006)


Una soberbia actuación de Penélope Cruz lidera este viaje adentro de la madurez creativa de Pedro Almodóvar, por una vez (al menos) lejos de las huecas florituras de su supuesta identidad autoral. Volver se impone por eso como una de sus películas acabadas en la redondez de la verdad cinematográfica, una sencillez y una honestidad que ojalá existieran más allá de la temática escabrosa que, mejor (Carne trémula, Matador) o peor (Todo sobre mi madre, Laberinto de pasiones) planteada, inflama de alienación la estética más aberrante de su trabajo. Volver resulta por eso excepcional.


Trama que de potencial realismo mágico deviene en escalofriante y devastadora realidad con guiños al film (neo)noir y al neorrealismo incluidos, Volver --provisionalmente bautizada La abuela fantasma allá por su primer borrador-- es una clásica woman's movie, una cinta con el corazón apegado a y el alma anclada en el mundo de relaciones familiares y amicales que es siempre el universo femenino. Lo minúsculo del pueblo que sirve de escenario a la acción solamente deja constancia de la magnificación inevitable, de convicción enaltecedora, que todos y cada uno de los eventos en la vida sesgada de este estrecho puñado de mujeres tendrán que asumir como propia. Nada resulta más intenso que la experiencia personal. El misterio que la película propone es contemplado desde un fuera demasiado subjetivo: la dirección de fotografía y el montaje desnudan una historia tan conmovida (y conmovedora) como sus gestos, sus entonaciones y sus silencios, cubiertos por el espectador con los susurros de su propia aprensión o su íntima deliberación entristecida. El humor de Volver es casi un milagro: tal es la persuasiva verosimilitud de este film de Almodóvar, una pesquisa policial y fantasmagórica resuelta atando los cabos sueltos del día a día --o del largo viaje del día a la noche viendo un filme de Anna Magnani en la ausencia de los hombres, cuya presencia acompañando una interpretación de Gardel a ritmo de flamenco será tan ambigua y distante como la de los invitados a una fiesta con hitchcockiano cadáver virtualmente debajo de los postres.

lunes, 25 de marzo de 2013

Crónica de un aborto: 4 luni, 3 săptămâni şi 2 zile (2007)



La producción rumana 4 meses, 3 semanas y 2 días, dirigida por Cristian Mungiu, es un drama que documenta en imágenes lo que significa el aborto para dos amigas estudiantes de universidad en una localidad y en una época en las cuales el costo ético resultará ser mucho mayor que el material. Y la crudeza de las situaciones que la película muestra sugieren una observación infinitamente objetiva, aunque sutilmente persuasiva, que guía al espectador en la busca de su propia opinión al respecto, tan inevitable como la apariencia cotidianamente áspera y el aire progresivamente decadente que se imponen hacia el final.

Durante los últimos días de la Rumania comunista liderada por el otrora héroe popular Nicolae Ceausescu, una de las más irónicas y trágicas épicas políticas de la historia contemporánea, se sucede una épica verdaderamente íntima, sórdida y banal, y sin embargo capaz de conmover a quien se aproxime al espacio vital de sus jóvenes y vulnerables protagonistas.

Ellas son Otilia (Anamaria Marinca) y Gabriela ‘Gabita’ Dragut (Laura Vasiliu), instaladas temporalmente en una residencia estudiantil o dormitorio que la narración nos indica posee similitudes sorprendentes con la atmósfera opresiva y carcelaria que entonces signaba fatalmente a un régimen y a una sociedad.

En ésta, entre otras muchísimas restricciones, el aborto es ilegal. El problema es, en el caso de una muchacha universitaria de cualquier lugar en el mundo, doblemente angustioso. La gravedad de sus implicaciones escapa a las casuales, ordinarias heroínas y al espectador mismo, quien las sigue, y con ellas a sus destinos, de la mano de una cámara nerviosa y solemne a partes iguales, con una mirada tan personal y un sentido de la oportunidad artística tan elegante, que nada queda por decir a pesar, o precisamente por, las elipsis y las palabras que dejan el verdadero quid del asunto entre líneas. Y qué asunto: uno que forma parte de la realidad universal de las mujeres, inmersas en el devenir de una existencia que a veces parece haberles concedido una libertad superflua, limitada por su naturaleza generosa y egoísta a la vez.

4 meses, 3 semanas y 2 días no solamente es la crónica lacónica e intransigente de la desventura de estas dos jóvenes mujeres, sino que es también y muy especialmente la crónica o la ilustración de su amistad, una relación auténtica entre dos seres humanos como pocas veces se atestigua, o intuye, en una pantalla de cine.

Lejos de los sentimentalismos a los que uno se ha acostumbrado en la descripción de tales avatares –incluso debido a cintas comerciales bastante buenas, como Thelma y Louise (Thelma and Louise, Ridley Scott, 1991)–, la amistad femenina, que según Shakespeare es la única relación amical verdadera, brilla con la oscuridad de sus últimas consecuencias en una serie de escenas que le brinda una calidad de sacrificio inusitada.

Lo sorprendente es que, dada la capacidad del cine para hacer que la audiencia experimente por sí misma cosas que ya han ocurrido como si fuesen nuevas, del momento, la anticipación o el carácter de previsibilidad que cada uno de los momentos cumbre o picos dramáticos posee es, paradójicamente, de un tipo que recuerda el efecto que tiene la audición de muchas piezas de Mozart, o, sin salir del ecran, el visionado de muchos thrillers de Hitchcock. La naturalidad con que todo transcurre es incontestable, y la experiencia del momento es ineludible en su impacto visceral y discreto, como una implosión subterránea.

La actuación de Otilia, quien sólo piensa en el mejor modo de ayudar a su amiga embarazada, exhibe las características de fortaleza, independencia y ánimo que se esperan de nuestro mejor amigo en tales circunstancias. Es a ella a quien precisamente le corresponde el rol de protectora y madre de una jovencita al parecer demasiado irresponsable, quien ni siquiera asume la responsabilidad de las consecuencias de sus actos en pleno.

Ante la conducta desamparada, inútil de Gabita, Otilia enfrenta el problema como si fuera el suyo propio o, mejor dicho, como si ella misma se lo hubiese buscado. Es una hermana legítima de Gabita, algo que ésta debió de intuir al presentarla como tal al contactar telefónicamente con el enigmático abortista Domnu’ Bebe (Vlad Ivanov en sólida interpretación).

En un intercambio de palabras que semeja más un conflicto de intereses materiales, que no morales o éticos, la estrategia de Bebe cierne su cada vez más ominosa sombra y termina por engullir vivas a las figuras de ambas, que se encuentran ya en un callejón sin salida alguna.

Es por eso que el punto de vista de Mungiu y compañía hace de la presencia de Otilia un eje, el objeto de carne y hueso privilegiado de esta jornada ajena al sensacionalismo. La apuesta formal de 4 meses, 3 semanas y 2 días se arrincona en el extremo opuesto del de otras películas que han tratado a la feminidad y su condición vulnerable y vulnerada, tales como las notables El silencio de los inocentes (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991) y especialmente Irreversible (Irréversible, Gaspar Noé, 2002).

La mirada triste pero resignada, casi indiferente en cierto sentido, de este largometraje, incita la introspección y el compromiso del espectador con algo que se halla en cualquier calle de cualquier ciudad, y que no es exclusivo de la distorsión legítima pero en este aspecto incongruente de la que las imágenes en movimiento se han jactado por lo general desde su advenimiento a finales del siglo XIX. 4 meses, 3 semanas y 2 días es una especie de susurro desesperado, un grito de auxilio en medio de la nada y a oídos de todos.

sábado, 16 de marzo de 2013

A propósito de P.T.A.: The Master (2012)


Como alguna vez comenté sobre la entonces reciente noticia de esta nueva obra de Paul Thomas Anderson, cada estreno (ya más distantes unos de otros) de este señor es un motivo de celebración. Anderson es sin ninguna duda uno de mis realizadores favoritos, y Boogie Nights (1997) uno de mis films más personales de todos los tiempos. Dicho esto, la evolución de su autor hacia un registro formalista, más bien abstracto e intelectual identifica a The Master como el film obviamente menos ligado a Boogie Nights en toda su brevísima filmografía hasta hoy, y así en la pieza de P.T.A. que menos ha podido entusiasmarme.

Tal proceso de abstracción se inició visiblemente en There Will Be Blood (2007), pero ya había germinado en Punch-Drunk Love (2002), una comedia romántica absolutamente atípica en su género donde, no obstante, el creador de la también poética y emocionantísima Magnolia (1999) todavía despliega muchos de los recursos que lo aproximan al espectador de un modo entrañable: que lo atrapa por las entrañas, con la ideal semblanza del amor filial o amical. El estilo de Anderson era coral y moral como el de Altman --Boogie Nights es una obra sumamente moral, además de vitalmente colectiva--, y aunque The Master indica una cierta transición desde el estudio excluyente de la soledad de un grandioso personaje misantrópico como es el inmediatamente legendario Daniel Plainview, recuerde el lector aquella opera prima brillante que fue Hard Eight (1996) y su magro puñado de tahúres: Anderson dedicó la saga de Plainview equívocamente, en un gesto tardío, a Altman (debió dedicársela a Kubrick), y el también violento y errático protagonista de The Master no puede evitar la desesperada e incontestable, reveladora soledad de las muchedumbres, la inconexión deshumanizante de la comunidad. Su infortunio trashumante lo coloca literalmente en la nave de Lancaster Dodd (Anderson alumnus Philip Seymour Hoffman), el Maestro del título, líder de un culto científico-religioso que recuerda sospechosamente a la Church of Scientology tan popular entre ciertos miembros de Hollywood como impopular en otros medios. Al final de su jornada, es como si Freddie (Joaquin Phoenix) hubiese hecho un viaje en círculo, aunque su experiencia le ha abierto los ojos y enseñado a reír ante la vida que parece empecinada en marginarlo o dejarlo atrás.


Phoenix, Hoffman y la siempre hermosa Amy Adams están notables. Tanto ellos como la contrastada fotografía y el dominio completo que Anderson demuestra de los diversos elementos cinematográficos (guión, edición, musicalización, puesta en escena) hacen de ésta una historia imperdible para sus fans, más allá de cómo nos sintamos --melancólicos, satisfechos, perplejos, expectantes-- respecto del estadio actual (y futuro) de su narrativa.