viernes, 11 de abril de 2014

Buñuel, la joven y poco menos

De visita en el set de Le souffle au coeur en 1970

Cuando el aragonés Luis Buñuel, ya famoso (o infame) a lo ancho del mundo del cinema gracias a sus primeras obras --Un chien andalou (1929), el corto más conocido de la historia del séptimo arte; L’Age d’or (1930), el primer legítimo éxito (que ya no ensayo) criminal del movimiento Surrealista; Las Hurdes (1933)--, tuvo que sobrevivir y mantener a su familia en México no tardó demasiado en crear otra de sus obras maestras en Los olvidados (cuyo reconocimiento al Mejor Director en el Festival de Cannes de 1951 forzó un reestreno nacional que la burguesía y el conservadurismo mexicanos, quienes aun habían clamado por la inmediata expulsión del español inmigrante, tuvieron que aceptar), aunque recién pudo estrenar su primera película en quince años y el resultado fue aquel mediocre vehículo para Jorge Negrete y Libertad Lamarque llamado Gran Casino; sin embargo, el Buñuel mexicano, sin ser necesariamente el mejor Buñuel de todos, es hoy tan pródigo en joyas enteras o parciales donde antes los críticos sólo veían trabajos “alimenticios” o filmes indignos de su director en los que había secretos pero insuficientes logros, que quedarse con los mismos tres títulos esgrimidos antaño se nos antoja casi irrisorio --pese al calibre de El ángel exterminador (1962) y La vida criminal de Archibaldo de la Cruz (1955). Ya hemos comentado en distintas secciones de este blog algunos de los filmes buñuelianos reivindicados a la luz de los nuevos tiempos (El gran calavera, Subida al cielo), que al parecer, y por las circunstancias de su producción (Los olvidados, inclusive, fue rodada en sólo 21 jornadas), tuvieron que ser los desarrollados en México; precisamente se trata de un panorama que debió de beneficiar al posterior Buñuel francés, cuyas rotundas obras maestras (desde Le journal d'une femme de chambre, de 1964, hasta su último suspiro en celuloide, la portentosamente vital Cet obscur object du désir, de 1977) se materializaron idealmente y siempre fueron acogidas por una entusiasta crítica internacional.

La niña mujer buñueliana: Dominique Dandrieux en Belle de jour

No obstante sus grandes períodos en distintos países del mundo --grandes en ambos sentidos: por lo cronológicamente extensos y por la calidad artística alcanzada; aunque, puestos a elegir uno, acaso nos decidiríamos finalmente por el de Francia, nación donde Buñuel había nacido como poeta del écran tantísimos años atrás--, quien esto escribe suele preferir el título que el cosmopolita exiliado rodó en Toledo (la galdosiana Tristana, de 1970), los dos tan fundamentales que el joven terrorista de la estética burguesa filmó en la propia cuna del cine (la colaboración efectiva con Dalí en su debut, y, mucho mejor, su despegue en solitario con la chocante, convulsa y obsesionante L’Age d’or), o, muy en particular, aquél que el ex empleado del departamento latino de la Warner realizó en los mismos Estados Unidos de América, una privilegiada muestra de poesía salvaje, libertaria y personalísima que alguna vez José Luis Garci relacionó felizmente con el temperamento de Nicholas Ray, otro poeta desarraigado como Buñuel. Nos estamos refiriendo a The Young One (1960), desde cuyo nombre ya se explicita uno de los temas buñuelianos por antonomasia --un caso parigual es el de The Wrong Man, donde, cómo no, Hitchcock se solaza en un depresivo estudio acerca del falso culpable; no por nada Hitch y el autor de La mort en ce jardin (su interludio galo de 1956 en medio de su etapa mexicana) eran hermanos de sangre (fabricada con chocolate para Psycho).