miércoles, 21 de julio de 2010

The Twilight Saga: Eclipse


La proyección fue incompleta: "gracias" cines UVK de Larcomar, ya sé adónde no debo volver si quiero ver un filme hasta el final, todos los créditos incluidos, aunque sólo sea yo y nadie más en la sala --que por algo pago mi entrada (!). Sin embargo, la audiencia fue lo peor. La razón por la cual soy un cinéfilo que no suele acudir a las salas es precisamente la gente que sí las frecuenta; en esta oportunidad, el grupo de tipas (que no mujeres) de la fila inmediatamente posterior fue ininterrumpidamente ruidoso, procaz y ofensivo. Y, pese a que se la pasaron hablando, moviendo las butacas de la fila en que yo me encontraba, aun --y esto fue lo más indignante-- lanzando improperios racistas contra Jacob prácticamente cada vez que éste aparecía en pantalla, salí más convencido si cabe de que la serie cinematográfica de Stephenie Meyer es un objeto cultural especialmente incomprendido. Más allá de que la distancia sea tan imposiblemente abismal que no haya puente capaz de unirla a su ilícita audiencia, The Twilight Saga: Eclipse se impone de manera casi hipnótica.

David Slade ha materializado por primera vez en la serie el terror del tradicional cine de vampiros, con la ayuda de un genial Javier Aguirresarobe sin la cualidad extrañamente estática/estética de su fotografía en el episodio anterior. De hecho, la fluidez narrativa se siente aun en los momentos más contemplativos, lo que brinda un carácter natural, cálido, eléctrico al conjunto. El montaje de Art Jones (editor de los otros dos largometrajes de Slade) y Nancy Richardson (colaboradora de Catherine Hardwicke en el primer episodio) es por ello encomiable, como lo es también el guión de Melissa Rosenberg, inesperadamente versátil e irónico --incluso hasta lo metafílmico. La mitología de las románticas novelas de Meyer y su escala épica resultan, así, diestramente escenificadas y convincentemente elásticas, dueñas acaso por fin de sí mismas, mágicas y coherentes. Las interpretaciones del reparto nunca antes han sido tan persuasivas y carismáticas: Nikki Reed y Jackson Rathbone, sorprendente en una escena conmovedora, han sabido dotar de humana ambigüedad a sus hasta ahora demasiado enigmáticos pero intrigantes personajes; mientras que en el trío protagonista, Robert Pattinson encarna a un Edward menos tenso y aislado y más comprensivo, torturado por los celos y aún así capaz de controlarse y ser responsable y sonreir --por fin-- y cometer errores. Por su parte, Kristen Stewart compone un intensamente frágil retrato de la feminidad adolescente, haciendo de Bella Swan una heroína digna, imperfecta. Pero es Taylor Lautner quien, en su madurez insólita, alcanza la cristalización que eleva este emocionante entretenimiento. Un clímax bienvenido.          

sábado, 17 de julio de 2010

El arte del joven De Palma (2)


Dressed to Kill (1980)

De Palma se basa en Rear Window, Psycho y Vertigo (1958), para lo que probablemente sea su más obvio y conocido homenaje de Hitchcock. Su protagonista, una mujer necesitada de afecto --notable Angie Dickinson--, halla la muerte durante la primera media hora del metraje, no sin antes aparecer en una secuencia antológica, a través de la cual su encanto desesperado se despliega en perfecta conjunción con el virtuosismo del cineasta. La secuencia, que sucede en un museo, es un ejemplo de las pretensiones de De Palma: Dickinson, sentada frente a un cuadro, es observada igual que Kim Novak, pero a diferencia de ella no es un enigma y es una observadora, una ávida cazadora ocular... Para el momento de su brutal asesinato, es inevitable sentirse conmovido, por lo que esta mujer ya significa en el ánimo del espectador. 

El personaje de Michael Caine es una figura chirriante, congruente con el estilo del realizador. Su composición por parte del gran actor la impregna de sutileza y credibilidad. Si su juego de identidades resulta evidente, su realismo psicológico se salva tal vez de cierta simpleza gracias a escenas como aquélla en la cual el Dr. Caine conversa con un colega sobre su paciente común... 

domingo, 4 de julio de 2010

Eat the Document

Dylan y Pennebaker en 1966

Fotografiado por el documentalista D.A. Pennebaker, quien el año anterior (1965) había sido también el encargado de registrar la gira británica del músico, Eat the Document (1972) fue el primer manifiesto audiovisual de su editor y director y, por supuesto, estrella, Bob Dylan --el segundo sería la aún más notoria Renaldo and Clara (1978).  

Despreocupadamente, Eat the Document se preocupa del sinsentido del lugar del artista pop en el mundo. El montaje final difumina exhaustivamente la colaboración de Pennebaker, cuyo Don't Look Back (1967) queda para muchos como uno de los documentos visuales definitivos del universo musical del siglo XX; Dylan intenta una especie de antidocumental, un "registro" de la velocidad inexorable del tiempo y de su caos personal.

Dylan y Robbie Robertson en Irlanda

La Europa que el legendario músico y su entourage visitan sirve de impertérrito testigo a algunas extravagancias notables. Mi favorita: en Dinamarca, Dylan solicita los favores sexuales de una rubia al novio de ésta. En Londres, Lennon pide a su narcotizado colega que recobre la compostura, en la escena más comentada de Eat the Document: sólo unos segundos del evento grabado. Es así que el collage superrealista o más bien psicodélico ofrece al espectador desprevenido una perspectiva que pone a prueba su paciencia, y que puede ser especialmente frustrante si lo que busca es una crónica ilustrativa del histórico enchufe de su protagonista. Dylan el realizador se encuentra muy lejos de darle tal satisfacción.


    
Eat the experiment: un momento de No Direction Home: Bob Dylan (2005)