Un elaborado cuento moral deudor de Mario Bava --difícil evitar el recuerdo de la implacable Il rosso segno della follia (1970)--, pero también y en especial de esa epicéntrica Muerte de un ciclista (1955) que comparte oportunamente a su musa, y una reflexión estética a su vez bastante convincente --si acaso definitivamente lejos de aquel nivel ético-- es lo que nos ofreció Antonio Mercero en este thriller español puntuado por escalofríos que amenazan longevidad debido (precisamente) a esa adecuada combinación de actitud granguiñolesca y horror metafísico desapercibida o más bien despreciada en su estreno y todavía. Sin ser aparentemente una obra trascendente ni mucho menos, las Manchas de sangre del eventual creador de Verano azul marcaron el fin de un ciclo ineludible en el cine peninsular, unas páginas cuya creatividad crepuscular fue en otras ocasiones mucho mejor entendida.
El sensacional José Luis López Vázquez interpreta a Ricardo, un inescrupuloso falsificador de piezas artísticas, quien, en la sumamente poderosa escena clave, decide dar un paseo al volante del lujoso automóvil obsequio flamante de su esposa (perita Lucia Bosé). En un tramo de la carretera solitaria, a plena luz del día, tropieza con el también reciente accidente de otro carro, volcado y con un hombre y un niño de 8 años aún vivos en su interior. Ricardo retrocede, se detiene, baja de su coche nuevo inclusive, pero finalmente decide hacer caso omiso a los ruegos del padre que pide por su hijo. Apenas unos metros adelante, otra vez en camino, Ricardo advierte cómo la jaula mortal explota y la flama envuelve a sus cautivos. No había querido manchar de sangre los asientos relucientes de blanca gamuza. Y gracias a la perversa excelencia de Mercero y López Vázquez, el espectador tiene que admitir la inconfesable posibilidad de que él tampoco hubiese movido un dedo por evitar la tragedia.
La estatuesca "Eva" (Bosé) no habría movido una pestaña.
A lo largo de la película, Ricardo se sumergirá en la desesperanza de su (in)consciencia. Inútilmente frotará, lavará y llegará a rasgar el interior de su (progresivamente desestimado) tesoro en cuatro ruedas, sin encontrar jamás la paz. Entre Eva, su altiva y morena mujer, y María (May Heatherly), su joven y maternal amante, el otrora indiferente burgués se moverá con la inercia de un péndulo desde el consuelo de las ilusiones perdidas hasta las simas insospechadas de la alienación --ciertas rosas amarillas mediante. Mercero convierte a la antigua femme fatale de Bardem en una viuda negra idéntica a sí misma, una leyenda sensual con la sexualidad al descubierto; de hecho, el lesbianismo de Bosé alcanza tales consonancias respecto del irreversible sacrificio sangriento motivo de la cinta, que su capacidad de inquietud se desplaza más allá de cualquier obvio maniqueísmo hacia el remate de una faena recomendada a los aficionados.