Sin ser la mayor road movie jamás
realizada --ésa es Il sorpasso--, ni la más sentimental --que tal es La
Strada--, ni la más generacional --Easy Rider-- o la más descaradamente
parabólica --Vanishing Point--, la certeza de esta obra maestra, dirigida por Monte
Hellman, como la más minimalistamente épica, documentalmente ficticia,
metalingüista y emocionalmente abstracta pieza en su género, es incontestable.
La historia de un par de protohippies en
un súper Chevrolet, atravesando de carreras apostadas la legendaria Route 66 de
los Estados Unidos, nos impacta en, al menos, dos niveles: el de lo real, por
la cotidianidad que empapa cada milla de recorrido (cada metro de película) en
la jornada de sus antihéroes; y el de lo poético, donde lo suntuoso del paisaje
y la calidad desolada del guión --producido con poco más de $850,000--
confluyen en una armonía devastadora como esa muerte esperando al otro lado del
camino.
Más sugerido que narrado, el pequeño mundo
habitado por el conductor (James Taylor) y su mecánico (Dennis Wilson, el
baterista de los Beach Boys) es tan amplio que a él pronto acceden una muchacha
autostopista (Laurie Bird) y, algo después, otro piloto anónimo, llamado GTO
por el Pontiac amarillo del año bajo su guía (Warren Oates). El contraste entre
los modelos de automóvil --el gris Chevie, todas sus modificaciones aparte, es
originalmente de 1955-- subraya otro más profundo entre los conductores. Para
empezar, mientras Taylor, serio y tenso, casi no emite palabra, Oates no
escatima locuacidad; uno es joven, el otro de mediana edad, pero su deseo --prácticamente casto por parte de Taylor-- infructuoso por la chica es corolario
de premoniciones. La diferencia legítima entre ambos entusiastas de la
velocidad, es que el piloto del carro gris detenta ésta como fe única --algo
que GTO logra advertir con orgullo ajeno.
Examinando con cierta atención a Taylor,
nos daremos cuenta de que no se trata de una cifra lanzada sin más al centro de
una ecuación. La intensidad de su expresión --y Two-Lane Blacktop fue la
primera y última labor actoral del cantante en el cine-- transmite el malestar
de su ambiente, pero, sobre esto, el compromiso de su carácter con una
disciplina que no debe de ser nada si no es redentiva. Antes de que nos acusen
de inventar vocaciones arbitrarias, expliquemos la religiosidad de Taylor.
Provisto de una ruta, no posee más querencias de las necesarias para su
trashumancia: el poder de su Chevrolet, la fidelidad de su mecánico, y, en
especial, su propia capacidad de ganar en competencias que se dividen en su
lucro y, también, su supervivencia. No obstante, existe en el joven conductor
algo diferente, que es lo que el film nos permite desentrañar. No se trata sólo
de la afición excluyente, obsesiva y egoísta que Oates consigue vislumbrar.
Precisamente, la interpretación austera del protagonista --que refleja en su
totalidad la textura del relato--, aquella ética del rigor que manifiesta en
sus actos menos intelectualizados (su persecución de la chica, o el obsequio de
un fiambre a su rival, por ejemplo), lo identifican como una figura
ministerial, cual un sacerdote de la vida al aire libre, en la autopista, con
el propósito de evolucionar a un estadio más elevado de perfeccionamiento.
Hasta el momento en que Taylor y Oates se
retan mutuamente, el director Hellman se ha preocupado por delinear a sus
personajes y su relación con la naturaleza de asfalto. En particular el
primero, el paisaje que lo señala tiene como soundtrack el ruido ensordecedor
de las máquinas y una escueta lista de significativas melodías vocalizadas, con
los Doors y la emblemática "Me and Bobby McGee" de Kris
Kristofferson (en la versión de su autor, en la cual Bobby, a diferencia de la
más conocida de Janis Joplin, es una mujer) como eje. El impenetrable silencio
de Taylor a veces hace eco de lo que lo circunda, otras lo delata como
ausencia. Pero el suyo no es en ningún caso un vacío existencial, como parece haber
sido razonado en ocasiones. Taylor es un outsider dentro de su propio mundo,
porque aspira a algo mucho más abierto, lejos de la materialidad de las propias
competiciones.
Allá arriba, el aire es tan puro que la
lluvia no es necesaria, la soledad tan esencial que la compañía de Wilson queda
prohibida. La muchacha, después de todo, es una distracción que sólo su rival,
Oates, podría confundir con algo sustancial. El problema de Oates es su
homosexualidad latente --encarnada en Harry Dean Stanton--, mientras que la
homoeroticidad ofrecida por el mecánico es un elemento afectivo casi superado
por Taylor, uno de esos baches que forman un mismo ser con el camino que aleja
el entorpecimiento de la nada. Wilson y Bird son tentaciones que el joven
piloto aprende a vencer a lo largo del metraje, cuyo inflamado final --el fin mismo de la
carre(te)ra-- es acaso el altar donde se consuman todos los sacrificios. 5/5