viernes, 26 de marzo de 2010

Rambo


Aún recuerdo la experiencia de ver Rambo: First Blood Part II (1985) en una sala de cine, y tal vez nunca la olvide. Fue una de las primeras veces que asistí a una proyección por mi cuenta, y también una de las mejores: no me encontré inesperadamente con ningún conocido del colegio. Cuando ingresé a la sala, Rambo hacía ya bastante que lucía su taciturnia explosiva, y sin embargo me divertí de lo lindo, pese a no entender en absoluto no sólo la intriga política, sino tampoco la trama básica detrás de la acción. Y pensándolo bien, no hacía falta. En Rambo, el suspenso es tan denso y la violencia, sobre todo, tan urgente, que no existe el tiempo para la reflexión mínima, pero tampoco el silencio necesario a tal propósito. Sí, es la opinión de un adulto, y admito que un niño como el que yo era entonces quizá estaba mejor equipado para, no ya sólo comentar, sino también apreciar debidamente lo que Sylvester Stallone ofrecía. De todas formas, Rambo es una aventura con alma, y aún la prefiero sobre, digamos, un título más respetado como Los cazadores del arca perdida, que para la fecha de estreno del primer episodio de la historia de John Rambo (algunos meses después) ya era considerado un "clásico".


Palabra que nos lleva precisamente (acaso) a una pequeña obra maestra del género, en su filón más primario sin en ningún momento perder el norte ni la capacidad emocional que, todo hay que decirlo, alcanzó las características de los videojuegos, entumeciendo o más bien anulando en buena parte su limitada o no siempre interesante premisa original, en la ya referida secuela. Menos comercial, más oscura, Acorralado (First Blood, 1982) era el viaje de retorno a casa, la relación del conflicto entre el veterano de guerra y su ahora hostil ambiente nacional. El rostro impenetrable de Sly, más todavía que su admirable musculatura, no mucho después de haber sido comparado con Brando gracias a esa gran película que es Rocky, se convierte en el mapa a la vez críptico y reconocible de los traumas íntimos que acosan al hombre en sociedad.


Rambo es una suerte de criatura de Frankenstein: inocente y víctima, creado como una infalible máquina para matar, rechazado por culpa de las mismas cualidades individuales que lo consagraron en el campo de batalla, y por poseer un código moral que quienes lo observaban desde las butacas de los cines pretendían compartir --tal como la policía local que lo persigue pretende estar "defendiéndose" de él, implementando la justicia. En Acorralado, Stallone vuelve a brillar como guionista y actor, probablemente no en el mismo nivel de Rocky, pero sí en uno muy propio y respetable. La desesperada articulación de su malestar vital hacia el fin del metraje es una escena inesperada, inolvidable, necesaria en su contexto y toda una invitación a la reflexión acerca de un mundo absurdo y sumido en las tinieblas.

 

sábado, 13 de marzo de 2010

El cabo del terror


La versión original de Cape Fear, ese cuento infernal que volvió al cine en 1991 de la mano de la dupla Scorsese-De Niro, es una película de suspense precisa, elíptica, minimalista. La censura de la época hizo su parte en este asunto, y, contra lo que se pudiera pensar, el arte audiovisual de aquellos días no le debe poco. Por ejemplo, al final de Cabo de miedo (1962) no queda muy claro si el villano dejó a la niña intacta, y es curioso, pues el director J. Lee Thompson había batallado con los censores por ese motivo (de la cinta y de Max Cady).


El sometimiento sexual de la hija del abogado Bowden (Gregory Peck) se yergue durante el metraje como una sombra amenazante con la forma de Robert Mitchum: sin éste, la película no ofrecería la inquietud fascinante que parece invadirla todo el tiempo. Mitchum incorpora a Cady sin esa dimensión diabólica acentuada y explotada por Robert De Niro en el remake; el demonio de La noche del cazador (Night of the Hunter, 1955) es un Cady diabólico sólo en la medida de lo humano: ¿qué puede ser peor que matar a un pobre perro con estricnina? Incluso, se diría que Mitchum lo interpreta como cualquier otro de sus roles, arrogante y rudo hasta la intransigencia, pero debajo de eso vulnerable, y siempre enigmático e hipnótico.


La razón sin razón de Cady en su acoso de la familia Bowden es bien conocida: el abogado fue un testigo decisivo para su reclusión de 8 años por violación o intento de violación de una menor de edad. El hecho de que la presencia de Mitchum sea tan ominosa, y su tiempo en pantalla aparentemente tan breve, es una cualidad de la realización y toda una constatación de la verosimilitud lograda por el actor. La edición de George Tomasini y la partitura de Bernard Herrmann son también cruciales en la atmósfera de un thriller memorable.

sábado, 6 de marzo de 2010

Campeones


El campeón (The Champ, 1979) es uno de los finos ejemplos de aquello que se suele denominar, a veces de modo peyorativo, melodrama. Una historia de amor llena de realismo y de corazón, previamente filmada con el insoportable Wallace Beery en el rol del título.

Un padre y su hijo son los protagonistas. El pequeño T. J. es actuado por Ricky Schroeder en una de esas demostraciones de talento que son una revelación siempre, y que son menos frecuentes de lo que se cree cuando se piensa en los niños prodigios del cine. Ahí están sus escenas con Jon Voight y Faye Dunaway, pero también con Arthur Hill, Jack Warden y Elisha Cook, para más muestra. Schroeder es simplemente perfecto en su papel, y ciertamente la película no sería lo mismo sin su participación. Aunque si hemos de dividir las virtudes de El campeón entre sus actores, Voight es quien provee el realismo, la realidad necesaria para que la cinta viva. Por eso las mejores escenas son las que ambos comparten y nos hacen compartir.

Esta cinta posee algo de lo que debía de tener la tragedia griega en cuanto purificadora, instrumento de catarsis. Franco Zeffirelli en la silla del director no es, por tanto, una presencia sorpresiva. Su solvente puesta en escena de Romeo y Julieta en el cine, y su carrera dramática y operática daban fe de sus cualidades afines a este proyecto. Su sentido de la plasticidad envuelve el efecto emocional de sus imágenes en la aureola de un romanticismo auténtico. No hay vacuidad ni manipulación, todo lo que hay es una mirada sobre la vida que no evita la confrontación de ambos lados, el real y el ideal.