Malcolm X (1992) es no sólo una obra excelente, sino que es también una obra maestra. Una obra excelente exhibe casi siempre una factura impecable, pero una obra maestra lo es cuando su nivel cobra una importancia que ninguna pericia técnica ni cien años de experiencia detrás o delante de las cámaras --en el caso del cine-- podrían alcanzar. Es entonces que la ficción o la no-ficción narrativa supera la brevedad del momento presente y se instala en una dimensión donde el tiempo se prolonga hasta incluso dejar de existir. El arte (en su mejor disposición) pretende cambiar el mundo, reparar su naturaleza injusta, a través de la mortal unidad del lector o espectador.
Como diría el Dr. Drew Casper en su audio-comentario de El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956), la épica cinta de Spike Lee es una biografía "moderna", en oposición al sentido clásico de la típica producción fílmica centrada en los pasajes de la vida de su protagonista, desde su nacimiento --a la manera consagrada por Charles Dickens en David Copperfield-- hasta su entierro. Además, el líder afroamericano tuvo en la controversia ética, social, política, una compañera constante y tenaz. Lo cual tal vez beneficia la fluidez de un relato episódico muy superior a otros de estructura semejante pero de índole diversa (la sobreestimadísima Amarcord de Fellini es un buen ejemplo).
Tal es la densidad intrínseca de Malcolm X, que el mensaje de una persona verdaderamente extraordinaria, no importa la postura ideológica desde la que se lo mire, alcanza al espectador de cualquier rincón del planeta, pues la problemática racial es un asunto muy humano; sin embargo, tal hondura es también la consecuencia directa de la entrega de los cineastas, cuya misión fue narrar la odisea vital de una de las figuras más contrastadas, esquivas y esenciales del Siglo XX.
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