Auspiciada por la reunión del tándem Hoffman-Schlesinger siete años después de Midnight Cowboy (una de las más bellas películas de la historia), se recuerda a Marathon Man (1976) sobre todo por la antológica escena de la tortura, en la cual Laurence Olivier incorpora los miedos más cervales de cualquier persona con un mínimo de dentadura --con la excepción del siempre faunesco Jack Nicholson en The Little Shop of Horrors (Roger Corman, 1960).
Estamos frente a una obra a su modo tan excelente como la mencionada ganadora del Oscar de 1969, gracias al crispado guión de William Goldman (autor de la novela original), a un expresionista Conrad Hall tras la cámara, y sobre todo a la una vez más soberbia dirección. Además, el estupendo reparto no pudo haber sido mejor escogido. Marthe Keller no sólo es hermosa, también es convincente en su ambiguo rol, y la química entre ella y Dustin Hoffman es naturalmente efectiva; William Devane se gana la animadversión del espectador en una de sus memorables apariciones; y Roy Scheider es simplemente brillante componiendo la intrigante figura del hermano del protagonista.
Hoffman bromeando con Olivier en el set.
Hoffman y Olivier demuestran aquí, juntos y separados, por qué son dos de los intérpretes canónicos del siglo XX. Josef K. redivivo, el Babe Levy de Hoffman es un clásico ejemplo de lo que Brando llama en sus memorias “personajes a prueba de actores”, precisamente porque, a diferencia de lo que sostiene el insuperable Terry Malloy de On the Waterfront, hace falta un genio (como él mismo) para alcanzar la transparencia necesaria a la puesta en escena y a la vez ser (realmente) el personaje, todo lo cual es logrado por Hoffman en un nivel trascendente. Como una respuesta irónicamente providencial, el Dr. Christian Szell de Olivier es una de las presencias más diabólicas y una de las representaciones más verosímiles de un criminal de guerra de que el cinematógrafo pueda preciarse.
Ciertamente, John Schlesinger (1926-2003) se ha distinguido por una carrera en la que observaciones psicológicas tan sofisticadas como las ilustradas por Julie Christie y Dirk Bogarde en Darling (1965) y Sean Penn y Timothy Hutton en The Falcon and the Snowman (1985) han transmitido con fortuna su sensibilidad singular --o plural: de británico, de judío, de homosexual--, a la vez que un poderoso llamado a la tolerancia por medio de cintas de autor y de género, desprejuiciadamente deudoras de las escuelas vanguardistas del Free Cinema y del Actors Studio. Si alguna vez se filmó un drama nocturno, metafórico, virtualmente metafísico, que pasase por ser sólo un modelo de thriller, Marathon Man debe de ser esa rareza.