La versión que el director Rob Zombie –músico de rock que cuenta con un título de culto en su brevísima y polémica filmografía, La casa de los 1000 cadáveres (House of 1000 Corpses, 2003)– ha plasmado en rojo sangre de la historia narrada por John Carpenter en su archiconocida La noche de Halloween (Halloween, 1978), confirma que filmar de nuevo una película de renombre, más allá de si éste es justo o no, no siempre va a dar como resultado lo que Gus Van Sant perpetró en 1998 al atreverse con la intocable Psicosis (Psycho, 1960), del maestro Alfred Hitchcock.
Fue en tan imprescindible cinta que, en la sinuosa figura del Norman Bates genialmente incorporado por Anthony Perkins, ocurrió un evento histórico: el nacimiento del icono del asesino serial en el ecran. Un personaje que muy pocas veces alcanzaría la cima conquistada en Psicosis, pero que posiblemente sobrepasaría las expectativas creadas por el éxito comercial de ésta.
Hacia fines de los años setentas, cuando Hitchcock empezaba a recibir homenajes prácticamente póstumos y la casi bucólica apariencia que su película había descubierto como la máscara grotesca de una nación que escondía secretos inconfesables había dejado de pertenecer exclusivamente a la ficción, el género del terror, más mercantilista que nunca, encontró la mejor carta de presentación para su bastardía en la flamante producción de la más joven promesa de la serie B, el mismo director que acababa de rehacer con algún éxito la idea que Howard Hawks llevó a fronteras de leyenda en su inmortal Río Bravo (Rio Bravo, 1959), en la fallida aunque no exenta de interés Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976).
La noche de Halloween es, para decirlo de una vez, una cinta de significación tan limitada como Asalto a la comisaría del distrito 13, y cuyo valor ha sido exagerado debido a las circunstancias en que emergió, cual estandarte de una manera audaz de concebir el género y sus demandas. Lo cierto es que la obra de John Carpenter es, desde un punto de vista estrictamente artístico, bastante decepcionante si uno se atiene a la rendida e incondicional admiración de que goza, especialmente algunos de sus trabajos, y entre ellos muy particularmente la película de marras.
En todo caso, La noche de Halloween ha conservado los méritos que la redimen y evitan que pueda ser confundida con los bodrios que, directa o indirectamente, inspiró, los cuales plagaron las salas públicas y poco después las privadas en un reflejo irónico de la adolescente inquietud que los Estados Unidos y sus colonias culturales –es decir, medio mundo, incluido el Perú– sufrían durante la egotista y superficial (por lo visto el cliché resultó consistente) década ochentera.
Si las virtudes técnicas y conceptuales que hacen relativamente memorable a La noche de Halloween, sin embargo, hubiesen encontrado en Rob Zombie a un copista tópico, su Halloween, el origen (Halloween, 2007) no sería el remake complejo y notable que es. Del original lo separan treinta años y treinta minutos de metraje en su montaje más largo, que aún así posee una elegancia básica, primitiva, sin perder el espíritu diabólico de su fuente, ni esa cualidad inefable que delata una identificación sin cortapisas entre el automatismo de Michael Myers y la muy posible alienación de los propios realizadores.
La autoconciencia de lo filmado por Zombie atraviesa la luminosidad física que subraya la oscuridad abismal del alma humana en Psicosis, hasta llegar a la lobreguez sucia y claustrofóbica que sugiere lo indecible en La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974), sin por ello trascender los límites impuestos por la historia escrita al alimón por Carpenter y Debra Hill sobre una idea del productor Moustapha Akkad, a quien Zombie dedica su filme –ni, por supuesto, sus propias limitaciones como cineasta.
En sus manos, y pese a todo, la dimensión que cobra la biografía del villano es más la de un antihéroe que la de un demonio, más la de un psicópata formidable que la de un ente sobrenatural incomprensible, el cual estuviese por encima del bien y del mal. No por nada la primera mitad del metraje se concentra en la observación realista de la niñez de Myers, que en su bastante efectiva descripción recurre al lugar común con resultados afortunados.
Por otro lado, Zombie es mucho menos comedido que Carpenter, y éste poseía un sentido de la edición que jugó a su favor a la hora de frenar los excesos y apelar a la imaginación; pero la exuberancia estilística, aun en su ocasional torpeza, de Zombie es irresistible, y su propuesta es mucho más meticulosa en lo que respecta a la psicología del personaje central, e incluso en cuanto a los secundarios –las mediocres actuaciones aparte. Destaquemos pues la convincente interpretación de Daeg Faerch en el rol del pequeño asesino.