Glengarry Glen Ross (1992) describe el universo asfixiante de los vendedores de bienes raíces en los Estados Unidos, y es la crítica más brutal del sistema capitalista que puede verse en poco más de hora y media de metraje. Estas criaturas desesperadas y soeces son herederas legítimas de Willy Loman, aquel vendedor viajero en el ocaso de su vida que tan idealmente representó el fracaso del sueño americano gracias a la pluma de Arthur Miller. Como éste, el también dramaturgo David Mamet recrea una sociedad deshumanizada que hace víctimas de quienes se supone son los beneficiarios de su sistema de valores.
También ganadora del premio Pulitzer, la pieza teatral llega al celuloide de un modo insuperable. El guión agrega una escena clave para entender lo que en realidad se halla en juego, en la que Alec Baldwin revela cuán a la altura se encuentra de sus compañeros de reparto en apenas diez o quince minutos. Indudablemente se trata de un actor desperdiciado a través de los años. Por su parte, Al Pacino es hilarante en su rol de engreído empleado estrella; Jack Lemmon suma otra actuación genialmente patética, sin ningún atisbo de sentimentalismo, a una carrera que incluye quizá el mejor desempeño en el drama de un actor tradicionalmente celebrado en la comedia (Days of Wine and Roses, Missing, The China Syndrome y la versión televisiva de Twelve Angry Men de 1997 vaya si son ejemplos más que suficientes para refrendar lo dicho); y en uno de los elencos más aprovechados y merecidamente prestigiosos de la historia del cine, Kevin Spacey es inolvidable, prefigurando la calculadora inteligencia y el temple enigmático que lo harían tan memorable en la imprescindible The Usual Suspects.
Aunque James Foley no ha vuelto a dirigir nada al mismo nivel de Glengarry Glen Ross, la conmocionante At Close Range (1986) y Fear (1996) son otras muestras de su habilidad para escenificar relatos con un suspense in crescendo y dramáticamente efectivos.
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