Road to Perdition (2002) fue la película que el británico Sam Mendes dirigió a continuación de su triunfal debut en 1999, American Beauty. Es, pues, una producción que interesó y provocó expectativas con una anticipación y una intensidad poco ordinarias. Cuando finalmente vio la luz de las marquesinas, constituyó una gran decepción para unos y la confirmación de un verdadero talento para otros; no logró, por cierto, la impresión casi unánime de "obra maestra" que sí logró su ópera prima. Ahora, la verdad es que Road to Perdition es tan buena como American Beauty, y a nosotros incluso nos parece mejor en algún nivel.
No sólo la tan justamente alabada fotografía tenebrista debe considerarse lo más notable, sino también otros aspectos menos evidentes. Ésta es una obra íntima, pese a que pueda parecer contradictorio decirlo (aunque el intimismo al que me estoy refiriendo sea connatural al claroscuro nada superficial del filme); sin embargo, Road to Perdition es una cinta de gangsters, una historia de violencia más preocupada por la psicología ocasionalmente demasiado esquiva de sus protagonistas que por la épica o la violencia originarias de la historieta que le ha servido de material de base. El director también mejora aquí su aprovechamiento de la materia prima actoral: aquel monstruo sagrado que fue Paul Newman, y el demasiado frecuentemente subestimado Tom Hanks, dos intérpretes que nadie asocia precisamente con personajes criminales, resultan ideales en esta versión de un género americano por antonomasia.
Mendes --inicialmente un consagrado director de teatro-- aparece más seguro aún en su planteamiento narrativo, en su estilo cinematográfico. Los conflictos paterno-filiales (especialmente entre Newman y Daniel Craig) afloran naturalmente y marcan la pauta de lo que vemos en pantalla, por lo que su sentido del fatum no fuerza los eventos mecánicamente: recordemos que Road to Perdition está contada en un flashback que dura casi todo lo que su metraje. El recuerdo o la memoria pertenece al hijo superviviente de Michael Sullivan (Hanks), luego debe de estar teñida con los colores de una rara nostalgia y la impotencia frente a un destino implacable, otra vez inexorable. Algo que ya es parte de su pasado, aunque el tiempo del cine lo devuelva al presente con el terrible halo de una de esas placas que produce el siniestro, corroído Harlen Maguire (Jude Law).
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