Hubo un tiempo, equidistante entre la realidad y el
deseo, en que la franquicia desarrollada por Sylvester Stallone a partir del
rotundo y universal éxito de Rocky había cambiado la seriedad de
los números romanos por el humor involuntario, indeseado de la calle donde su
hermano Frank y su conjunto hacen de su canto a capella un improvisado coro
griego y nocturno. Nunca segundas partes fueron buenas, o así reza el dicho, y
menos aún cuando se trata de la tercera, novena o decimoquinta continuación de
la historia escrita por Stallone a mediados de los setentas…, o así sentenciaba
con sorna la opinión popular. Lo interesante es que si el lector no puede
hacerse de una máquina del tiempo, puede ver o volver a ver Rocky
IV
(1985) y disfrutar una invalorable lección de Historia contemporánea: pocas películas contienen todo
el espíritu de lo que Cortázar llamaba “colonialismo cultural” americano, de la
Guerra Fría, en fin, de la década precisamente dominada por la explosiva
testosterona muscular de Sly y Arnold. De hecho, Rocky IV
fue en su día el Rocky más taquillero, y permanece como una de las cumbres en
muchos casos inalcanzables de un cine casi cínicamente ingenuo y
retrospectivamente genial, un film irresistiblemente entretenido que es
bienvenido por cada nueva generación --pero ya sin la condescendencia o disfraz
de crítico que ocasionalmente ha entorpecido la apreciación de ésta y otras
obras populares (¡por parte del propio público!).
Hay un momento en Rocky II (1979) en que Mickey (Burgess
Meredith) le reconoce al púgil el coraje de volver a la faena, a la sangre y la
arena derramada y mordida --entre dos caballeros contendores con las voluntades
rendidas al unísono por tal motivo, como debe ser, al revés de lo que sucede en
una plaza de toros, por ejemplo. El mismo Stallone estaba marcando un hito. Su Rocky
(1976), una de las películas más conmovedoras del ecran y una de las favoritas
personales de quien esto escribe, había sido un triunfo a toda altura. El
Stallone guionista, recibido como un nuevo Frank Capra; el Stallone actor,
elogiado como un nuevo Brando. Ahora el reto consistía no sólo en retomar una ficción
ya perfecta, sino en demostrar, como su personaje en la narración, que lo suyo
no había sido un golpe de suerte inmerecido.
Escrito
y dirigido por Sylvester Stallone
Se puede decir que los films de Rocky como espectáculos o
celebraciones boxísticas más que films per se empezaron con esta primera
secuela, tanto como el mito del Rambo héroe de las matinées se inició con su
respectiva segunda entrega. No obstante, en lugar de “lamentar” apresuradamente
que el ex boina verde fuera el favorito de Ronald Reagan o que el otoñal Balboa
recobrara una cierta dignidad bastante a medias (y con un minisustituto de
Butkus en sus entrenamientos), prefiero recordar que Sly es un verdadero
artista de la acción física, único en la consagración de un estilo emocional
que en su serialización ajena muestra claramente su ascendiente y categoría. Rocky
II
es en algún nivel, si la comparamos con su antecesora, una aventura ligera,
optimista y melodramática, donde los conflictos y el carácter metafórico del
drama empiezan a ser más aparentemente irreales, mucho menos profundos, pero
también más accesibles y equilibrados con una propuesta de la violencia
palomitera, pseudo-infantil y emblematizada por unos necesariamente invencibles
bíceps de gimnasio que tocaron la fibra más real, emotiva y honesta de mi
generación y cuya integridad (Cobra y otras excepciones aparte)
persiste. En Rocky II pesa más que en las otras partes el
legado del guión dirigido por John Avildsen, y Sly no luce todavía
como el gladiador de Rocky IV, por supuesto.
En crédito de Stallone, su franquicia no sufrió nunca ninguna
suerte de traición a la Star Wars (gracias George
Lucas), y la que muchos consideran el peor episodio de la serie fue una cinta
dirigida nuevamente por Avildsen (¡!). Rocky II y Rocky VI
(alias Rocky Balboa) (2006) son las secuelas más
intrínsecamente próximas al laureado original. De ambas se puede decir
también que son las que de alguna manera, paradójicamente, sufren más en
contraste con la fuerza y temple portentosos del clásico. Las imperdibles Rocky
III
(1982) y Rocky
IV
son, a su vez, casi volúmenes 1 y 2 de una misma antología sensacional y sensacionalista, cual la
impresión que George Harrison tenía de Rubber Soul y Revolver
--casualidades que vienen a cuento. Pero dejemos de ser tan desprolijos con el
título que nos ocupa, y vayamos al encuentro de algunas de sus innegables
bondades.
“Yo Adrian, I did it!”
El Stallone director (que había debutado con Paradise
Alley
en 1978) enlaza el inicio del presente guión con la escena culminante de la pelea
con el campeón Apollo Creed (Carl Weathers), subrayando la imperfección a
priori de su relato en beneficio de una flamante preferencia por la dinámica
drama-movimiento que aquí conserva su herencia kazaniana. También tenemos
indicios del futuro sentido del humor o falta de “seriedad” que signará su
producción característica: en un hospital para restablecerse, los maltrechos
boxeadores se reúnen en sillas de ruedas, sus caras maquilladas por Jack Pierce
para un Frankenstein coescrito con Hemingway o Budd Schulberg. La
relación con Adrian (Talia Shire) se establece a través de parlamentos risueños
y cada vez más tiernos, y la cámara de Stallone acaricia la belleza luminosa de
Shire acaso con más facilidad que las rudas manos de Rocky, quien le propone
matrimonio en un zoológico blanco de nieve y con un tigre por testigo. Después
se comprará una chaqueta con la imagen de un tigre en la espalda. Cuando Apollo
provoque una revancha, Rocky aceptará entre otras razones para no quedar como
un “gallina”, y una gallina es el animal que Mickey le indicará atrapar para
alcanzar la “velocidad de la luz”. El “ojo del tigre” será, por supuesto, leitmotif de la amistad con Apollo en el film posterior, más imbuido de filosofía a
la Bruce Lee.
Rocky piensa que tiene por fin la carrera que siempre
quiso, pero no por mucho. Adrian le hace desistir, luego de que los médicos han
recomendado que renuncie al boxeo para no maltratar su salud irreversiblemente.
Entonces Rocky compra un auto, una casa, joyas para su mujer, regalos para su
cuñado Paulie (Burt Young), pero no concluye los comerciales que cubrirían esos
gastos, sino que se pone a trabajar en el frigorífico donde llevó a cabo su
entrenamiento singular golpeando costillares de res en el primer episodio de la
serie. El trabajo no le dura, extraña el boxeo, Apollo azuza su dignidad.
Mientras tanto, Adrian queda embarazada, y las circunstancias la hacen regresar
a la tienda de mascotas. Stallone filma todo esto con
detalle y precisión, con inteligencia e instinto. Después de una escena en que
Rocky entrena por debajo de su potencial, sigue otra con Adrian exigiéndose
importunamente en el trabajo donde conoció a su esposo: patetismo con la grisura de
lo humano.
Si no fuese porque existe un antecedente, alguien (talvez
el cronista, o el lector) habría debido aclamar la interpretación en dúo de
Stallone y el veterano Meredith en Rocky II como algo inédito en
las películas. Uno pensaría que se trata más de Stallone-Young (y este par
también tiene sus momentos aquí), pero la escena donde Mickey destruye las
esperanzas de Rocky como posible campeón es, virtualmente segundo a segundo, un
aventajado reflejo de la escena equivalente de ambos en el piso de Rocky en
1976. En este momento Stallone es exactamente el mismo que los críticos
compararon con Brando, como si Meredith supiera despertar en él sus más remotos
y puros sueños de pasión. Su primera escena con una Adrian comatosa es también
notabilísima, aunque sin parigual complejidad.
Apollo Creed invoca a su modelo real, Cassius Clay, de un
modo que no deja dudas --por si las hubo alguna vez-- de la inspiración
realista del escritor. La escena de la pelea por el título exhibe un lustre que
juega a su favor en términos de congruencia estilística e ingenio en cuanto a
los recursos de la producción --factores ambos que, fuera de la saga boxística, encontrarían una resonancia
ideal en la glamorosa y fascinante Staying Alive (1983) (incomprendida
continuación de Saturday Night Fever). Stallone en
general hace un uso muy cuidado de los close-ups a lo largo del metraje, siendo
la mise en scène de la pelea especialmente pródiga en ángulos que permiten una
visión panorámica y cuasi off screen de lo que experimentan los luchadores en
el cuadrilátero. El instante del espectacular knockout simultáneo ejemplifica
convenientemente esta percepción como salida de un cuadro de George Bellows:
La primera vez que vi Rocky II
fue cuando era aún un niño, y su método íntimo --todavía un poco demasiado privilegiando
la acción dramática sobre la acción física-- me descentró y decepcionó,
especialmente después de haber asistido a una sesión inolvidable de Rocky
IV
en un cine local. Era una película demasiado adulta, Stallone no lucía para
nada como He-Man, no era lo que esperaba. Ahora sólo puedo comprender que era
mejor. De hecho, nos estamos refiriendo a un film personal, dentro del cual la expresión
poética de un cineasta subestimado espera la paciencia inhabitual y la
sensibilidad compatible para darse a conocer, lejos de la deslumbrante luz de
la pretenciosidad.