jueves, 26 de abril de 2012

Rocky II y la teoría de las secuelas


Hubo un tiempo, equidistante entre la realidad y el deseo, en que la franquicia desarrollada por Sylvester Stallone a partir del rotundo y universal éxito de Rocky había cambiado la seriedad de los números romanos por el humor involuntario, indeseado de la calle donde su hermano Frank y su conjunto hacen de su canto a capella un improvisado coro griego y nocturno. Nunca segundas partes fueron buenas, o así reza el dicho, y menos aún cuando se trata de la tercera, novena o decimoquinta continuación de la historia escrita por Stallone a mediados de los setentas…, o así sentenciaba con sorna la opinión popular. Lo interesante es que si el lector no puede hacerse de una máquina del tiempo, puede ver o volver a ver Rocky IV (1985) y disfrutar una invalorable lección de Historia contemporánea: pocas películas contienen todo el espíritu de lo que Cortázar llamaba “colonialismo cultural” americano, de la Guerra Fría, en fin, de la década precisamente dominada por la explosiva testosterona muscular de Sly y Arnold. De hecho, Rocky IV fue en su día el Rocky más taquillero, y permanece como una de las cumbres en muchos casos inalcanzables de un cine casi cínicamente ingenuo y retrospectivamente genial, un film irresistiblemente entretenido que es bienvenido por cada nueva generación --pero ya sin la condescendencia o disfraz de crítico que ocasionalmente ha entorpecido la apreciación de ésta y otras obras populares (¡por parte del propio público!).

Hay un momento en Rocky II (1979) en que Mickey (Burgess Meredith) le reconoce al púgil el coraje de volver a la faena, a la sangre y la arena derramada y mordida --entre dos caballeros contendores con las voluntades rendidas al unísono por tal motivo, como debe ser, al revés de lo que sucede en una plaza de toros, por ejemplo. El mismo Stallone estaba marcando un hito. Su Rocky (1976), una de las películas más conmovedoras del ecran y una de las favoritas personales de quien esto escribe, había sido un triunfo a toda altura. El Stallone guionista, recibido como un nuevo Frank Capra; el Stallone actor, elogiado como un nuevo Brando. Ahora el reto consistía no sólo en retomar una ficción ya perfecta, sino en demostrar, como su personaje en la narración, que lo suyo no había sido un golpe de suerte inmerecido.


Escrito y dirigido por Sylvester Stallone

Se puede decir que los films de Rocky como espectáculos o celebraciones boxísticas más que films per se empezaron con esta primera secuela, tanto como el mito del Rambo héroe de las matinées se inició con su respectiva segunda entrega. No obstante, en lugar de “lamentar” apresuradamente que el ex boina verde fuera el favorito de Ronald Reagan o que el otoñal Balboa recobrara una cierta dignidad bastante a medias (y con un minisustituto de Butkus en sus entrenamientos), prefiero recordar que Sly es un verdadero artista de la acción física, único en la consagración de un estilo emocional que en su serialización ajena muestra claramente su ascendiente y categoría. Rocky II es en algún nivel, si la comparamos con su antecesora, una aventura ligera, optimista y melodramática, donde los conflictos y el carácter metafórico del drama empiezan a ser más aparentemente irreales, mucho menos profundos, pero también más accesibles y equilibrados con una propuesta de la violencia palomitera, pseudo-infantil y emblematizada por unos necesariamente invencibles bíceps de gimnasio que tocaron la fibra más real, emotiva y honesta de mi generación y cuya integridad (Cobra y otras excepciones aparte) persiste. En Rocky II pesa más que en las otras partes el legado del guión dirigido por John Avildsen, y Sly no luce todavía como el gladiador de Rocky IV, por supuesto.

En crédito de Stallone, su franquicia no sufrió nunca ninguna suerte de traición a la Star Wars (gracias George Lucas), y la que muchos consideran el peor episodio de la serie fue una cinta dirigida nuevamente por Avildsen (¡!). Rocky II y Rocky VI (alias Rocky Balboa) (2006) son las secuelas más intrínsecamente próximas al laureado original. De ambas se puede decir también que son las que de alguna manera, paradójicamente, sufren más en contraste con la fuerza y temple portentosos del clásico. Las imperdibles Rocky III (1982) y Rocky IV son, a su vez, casi volúmenes 1 y 2 de una misma antología sensacional y sensacionalista, cual la impresión que George Harrison tenía de Rubber Soul y Revolver --casualidades que vienen a cuento. Pero dejemos de ser tan desprolijos con el título que nos ocupa, y vayamos al encuentro de algunas de sus innegables bondades.


“Yo Adrian, I did it!”

El Stallone director (que había debutado con Paradise Alley en 1978) enlaza el inicio del presente guión con la escena culminante de la pelea con el campeón Apollo Creed (Carl Weathers), subrayando la imperfección a priori de su relato en beneficio de una flamante preferencia por la dinámica drama-movimiento que aquí conserva su herencia kazaniana. También tenemos indicios del futuro sentido del humor o falta de “seriedad” que signará su producción característica: en un hospital para restablecerse, los maltrechos boxeadores se reúnen en sillas de ruedas, sus caras maquilladas por Jack Pierce para un Frankenstein coescrito con Hemingway o Budd Schulberg. La relación con Adrian (Talia Shire) se establece a través de parlamentos risueños y cada vez más tiernos, y la cámara de Stallone acaricia la belleza luminosa de Shire acaso con más facilidad que las rudas manos de Rocky, quien le propone matrimonio en un zoológico blanco de nieve y con un tigre por testigo. Después se comprará una chaqueta con la imagen de un tigre en la espalda. Cuando Apollo provoque una revancha, Rocky aceptará entre otras razones para no quedar como un “gallina”, y una gallina es el animal que Mickey le indicará atrapar para alcanzar la “velocidad de la luz”. El “ojo del tigre” será, por supuesto, leitmotif de la amistad con Apollo en el film posterior, más imbuido de filosofía a la Bruce Lee.

Rocky piensa que tiene por fin la carrera que siempre quiso, pero no por mucho. Adrian le hace desistir, luego de que los médicos han recomendado que renuncie al boxeo para no maltratar su salud irreversiblemente. Entonces Rocky compra un auto, una casa, joyas para su mujer, regalos para su cuñado Paulie (Burt Young), pero no concluye los comerciales que cubrirían esos gastos, sino que se pone a trabajar en el frigorífico donde llevó a cabo su entrenamiento singular golpeando costillares de res en el primer episodio de la serie. El trabajo no le dura, extraña el boxeo, Apollo azuza su dignidad. Mientras tanto, Adrian queda embarazada, y las circunstancias la hacen regresar a la tienda de mascotas. Stallone filma todo esto con detalle y precisión, con inteligencia e instinto. Después de una escena en que Rocky entrena por debajo de su potencial, sigue otra con Adrian exigiéndose importunamente en el trabajo donde conoció a su esposo: patetismo con la grisura de lo humano.


Si no fuese porque existe un antecedente, alguien (talvez el cronista, o el lector) habría debido aclamar la interpretación en dúo de Stallone y el veterano Meredith en Rocky II como algo inédito en las películas. Uno pensaría que se trata más de Stallone-Young (y este par también tiene sus momentos aquí), pero la escena donde Mickey destruye las esperanzas de Rocky como posible campeón es, virtualmente segundo a segundo, un aventajado reflejo de la escena equivalente de ambos en el piso de Rocky en 1976. En este momento Stallone es exactamente el mismo que los críticos compararon con Brando, como si Meredith supiera despertar en él sus más remotos y puros sueños de pasión. Su primera escena con una Adrian comatosa es también notabilísima, aunque sin parigual complejidad.

Apollo Creed invoca a su modelo real, Cassius Clay, de un modo que no deja dudas --por si las hubo alguna vez-- de la inspiración realista del escritor. La escena de la pelea por el título exhibe un lustre que juega a su favor en términos de congruencia estilística e ingenio en cuanto a los recursos de la producción --factores ambos que, fuera de la saga boxística, encontrarían una resonancia ideal en la glamorosa y fascinante Staying Alive (1983) (incomprendida continuación de Saturday Night Fever). Stallone en general hace un uso muy cuidado de los close-ups a lo largo del metraje, siendo la mise en scène de la pelea especialmente pródiga en ángulos que permiten una visión panorámica y cuasi off screen de lo que experimentan los luchadores en el cuadrilátero. El instante del espectacular knockout simultáneo ejemplifica convenientemente esta percepción como salida de un cuadro de George Bellows:


La primera vez que vi Rocky II fue cuando era aún un niño, y su método íntimo --todavía un poco demasiado privilegiando la acción dramática sobre la acción física-- me descentró y decepcionó, especialmente después de haber asistido a una sesión inolvidable de Rocky IV en un cine local. Era una película demasiado adulta, Stallone no lucía para nada como He-Man, no era lo que esperaba. Ahora sólo puedo comprender que era mejor. De hecho, nos estamos refiriendo a un film personal, dentro del cual la expresión poética de un cineasta subestimado espera la paciencia inhabitual y la sensibilidad compatible para darse a conocer, lejos de la deslumbrante luz de la pretenciosidad.

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