Inocente: ser sin culpa; a quien se acusa, a quien se
inculpa con absoluta injusticia. Rojo: color de la muerte, color del fluido de
la vida. Cuchillo: símbolo fálico, acaso, en las manos de un homicida víctima
de desórdenes mentales. Significados como éstos flotan en el universo
hitchcockiano, integran sus temas y subtemas. Porque el cine del maestro inglés
está hecho de obsesiones terribles como de nubes negras la tormenta, de
crímenes y pecados.
No es una coincidencia que quien llegaría a ser el mago
del suspenso fuera en su Londres natal un púber pusilánime frente a la
caprichosa silueta de un bulto casual en alguno de los callejones sombríos que
menudean en la capital portuaria. Ni tampoco lo es que naciese allí. El gran
Hitch fue educado en el impenitente puritanismo londinense y bajo el más
estricto régimen católico. Sólo sus cualidades personales y el destino evitaron
que resultase otro Jack el Destripador, ya que, además, el regordete
adolescente poseía verdaderas tendencias sádicas y destructivas; consecuencias
lógicas de una mezcla explosiva, que es trágica y legendaria como sus descuartizadores
y estranguladores: represión sexual + conciencia cristiana de la culpa + una
cierta sensibilidad particular = Hitchcock. (O un Buñuel, de cuya Tristana el
autor de Psycho quedara tan prendado.)
El cineasta trabajó un lenguaje de varios niveles; el
carácter lúdicro que se aprecia en su opera no es óbice para reconocer al
auteur y apasionarnos por su visión del mundo. Su estilo, esa forma claroscura
en la que palpita un corazón delator, es, finalmente, arte puro. Una analogía
con Borges no sería inapropiada. Si en éste la literatura se alimenta de
literatura, en aquél el cinema se fagocita a sí mismo. Y si en el escritor
argentino de Ficciones admiramos su precisión y pensamiento, no podemos sino
rendirnos ante la evidencia de que el director de Vertigo es mucho más que
virtuosismo y mcguffins --todo un caudal de fantasía y filosofía sobre la
maldad, la locura, la muerte, discurre bajo su brillante superficie.
Hitchcock fue en vida uno de los realizadores más
injustamente subestimados de la historia del séptimo arte. Probablemente fuese
el género la razón principal de esa situación, ya que el misterio, y sus
diversas ramas, ha sido desde siempre muy popular. Probable es también que la
ligereza que se le ha reprochado dominara el juicio de sus detractores, porque
siendo como es una de las vertientes de la ficción que más se concentra en el
uso de recursos y mecanismos formales (y en el plano argumental, míticos,
oníricos) que conmuevan al lector o espectador, el de misterio es quizá el
género que proporciona una noción menos limitada, más redonda del hombre, y su
relación con la naturaleza y todo lo que lo rodea. Pero esto es algo, se ha
visto, que aún puede escapar a la comprensión común. Poe supera los análisis
más rigurosos --más allá de su contemporánea impopularidad--, y no puede ser
considerado sólo un triunfo técnico del género (ya sea en poesía, cuento o
novela) de proporciones everestianas. Tal sucede con Hitchcock, otro de los
insuperables exponentes del también llamado fantástico o de intriga, a quien,
como pasa puntualmente con los creadores de casta, la inmortalidad artística
ungió, indiferente incluso a su consagración de narrador ideal en la opinión de
sus propios colegas, o al exorcismo de sus miedos íntimos en el tratamiento de
los más primitivos y universales temores humanos.
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