Este aparentemente inmediato film de culto (en realidad
fue, como tantos otros ejemplos, un fracaso de taquilla) y evento espiritualmente
contracultural terminó por definir el estilo postmoderno de su director, aun a
pesar --o posiblemente a causa-- de cierta ingenuidad bastante soslayable (e
irónicamente necesaria). Fight Club, si no una de las mejores obras de Fincher,
sigue siendo uno de sus trabajos más emblemáticos e insuperables. Tyler Durden
(Brad Pitt), el fabricante de jabón que idea la comunidad del título, es la
personificación de la libertad como anarquía, como responsabilidad
irresponsable, como juego. Tyler es aquel niño que alguna vez fuimos o siempre
quisimos ser --¿o aún deseamos ser? Por esta razón, sus actividades terroristas
no nos provocan rechazo. Por esa misma razón, el dato escondido elíptico que
nos revela su situación objetiva en la ficción es un shock que de algún modo
nos indigna. Todos somos Edward Norton, innombrados; nadie mira atrás, hacia el lugar de la
infancia --por triste que ésta fuera-- sin un suspiro nostálgico (la nostalgia de lo que pudo ser). Lejos, ajeno
a la adultez, (lo más importante) puro, este Mr. Hyde adónico es el único ser
capaz de liderar el cambio, el único hombre capaz de crear las reglas del
juego, porque es un niño, un Peter Pan ácido. Tal es la razón que, por ejemplo,
lo mantiene una buena temporada encerrado con Helena Bonham Carter en una
maratónica, infinita demostración de sus habilidades amatorias (lo que, en una
nota aparte, luce como el comentario caricaturesco de un Brad Pitt tomándole el
pelo a su persona en la consciencia
colectiva), o lo incita a conducir un automóvil suicida con el pretexto de que el insomne Norton tiene que abandonar su mortal rigidez vital. A diferencia de Sean Penn
en The Game, el juego de Tyler no es una impostura, sino un gesto existencial
cuyas connotaciones fisiológicas son trascendidas, superadas por una filosofía
no por filo-infantil falta de argumentaciones persuasivas.
domingo, 24 de junio de 2012
sábado, 9 de junio de 2012
La metáfora del juego en David Fincher: The Game (1997)
Después de Alien 3 (1992) y la monumental Se7en (1995), el americano David Fincher confirmó su vocación hitchcockiana al rodar este sofisticado
ejercicio de suspense, una evocación del neo-noir y la metafísica kafkiana
donde el deshumanizado banquero Nicholas Van Orton (Michael Douglas) recibirá
un inolvidable --nunca mejor dicho-- regalo de cumpleaños por parte de su
descarriado hermano menor (Sean Penn). Además de la compleja relación fraterna,
Carroll Baker refuerza la inspiración kazaniana detrás del soporte psicológico
de unas imágenes en las que Deborah Kara Unger es, por otro lado, una femme
fatale de cuidado. Hay también un
pequeño homenaje a Year of the Dragon, el suntuoso y
violentísimo policial ciminiano, cortesía del parecido de James Rebhorn con Raymond J. Barry y la tan
representativa canción “Honey”. (Lo que no hay por ninguna
parte es relación alguna con la novela de Neil Strauss sobre el juego de
seducción --el best-seller apareció en 2005--, aunque sería valioso que el tema
de los pickup artists fuese fotografiado por un cineasta del calibre de Fincher.)
No obstante inferior a otros trabajos propios, The Game es un divertimento
fincheriano garantizado.
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