Imagen de la canónica
versión fílmica de un clásico de la literatura universal
Según
Laurence Olivier, artífice de esta celebérrima adaptación, el vengativo
príncipe Hamlet es el máximo culpable de su propia tragedia. Es él quien,
abrumado por la responsabilidad de impartir una justicia que le atañe
íntimamente, desencadena la serie de eventos que, signados por una sempiterna
morosidad, marcarán a su vez el desenlace previsiblemente sangriento y
desesperadamente parcial, enteramente absurdo, que remata la emblemática pieza
del más grande escritor de la historia.
El
defecto único, empero decisivo, de esta noble alma que para reclamar sus
derechos aristocráticos no habría tenido que nacer en el seno de tan gélida
monarquía, es de una penosa inoportunidad, considerada la singular
circunstancia, preñada de puntual pesar, que lo identifica; el fantasma de su
padre le ha confiado la verdad acerca de su deceso y el nombre execrable de su
homicida. La resolución de quien sin ninguna 'duda' satisfará tal empresa es,
no obstante, inmediatamente oscura, contradictoria, inútil. Como el mismo Hamlet
declara en cierto momento, su delirio es su enemigo.
Hamlet resulta un largometraje asombroso. El tiempo mortal es coprotagonista, y sobre
la cronología humana se desarrolla un discurso merecedor de símil con el del Citizen Kane (1941) de Welles. La muerte, inescrutable e
inmarcesible misterio, envuelve cada elemento de la puesta en escena con el
manto benigno de una amenaza perpleja. Dudas existenciales aparte, la
nocturnidad brumosa de este Elsinore de celuloide sería suficiente motivo para
disuadir a cualquiera que no fuese Hamlet de sus vanos propósitos. Suntuosa y
omnisciente, la cámara registra el declive progresivo de una sociedad gobernada
por los vicios irresistibles del poder. Convenientemente ambiguo, Olivier
interpreta al príncipe como a un actor que, pese a ser capaz de teorizar acerca
del arte dramático, no puede escapar a la fatalidad que su tormentosa
disyuntiva ha fecundado. Su maestría precede en veintisiete años a la de
Nicholson en su parigual descenso a los abismos infernales descritos por Ken
Kesey en One Flew Over the Cuckoo's Nest.
Después
de Olivier, la adorable Jean Simmons sobresale en el rol de Ofelia, y, en un
papel que es tan breve como disfrutable, un jovencísimo Peter Cushing encarna
al afeminado Osric. La banda musical provista por William Walton agrega aún más
lucidez, si cabe, a la narración. Prueba adicional de que el director Olivier
estaba interesado en una traslación efectiva de Shakespeare al ecran, el texto
original tuvo que ser editado. Luego, no hay en el filme mayor preocupación por
el contexto histórico que la señalada por la realización artística; la cual,
sin embargo, ha dejado para la memoria un castillo que en su ominosidad,
cualidad onírica y atemporalidad, provoca sensaciones que acechan en las grutas
de la imaginación. Entre las escenas insuperadas destaca la de la
representación de los cómicos; nunca la ironía del 'teatro dentro del teatro'
ha sido más cinematográfica.
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