Heartburn
(1986)
La diferencia entre amor y enamoramiento, así como las
tensiones y los vaivenes propios de la relación marital, son algunos de los
principales temas de esta peculiar, memorable cinta dirigida y producida por
Mike Nichols sobre la novela del mismo nombre, vertida en guión por su autora,
la incombustible Nora Ephron. En el film, un perfectamente adecuado Jack
Nicholson interpreta a Mark, un mujeriego intransigente cuya soltería contumaz
será terminada a causa de su emparejamiento con Rachel, una Meryl Streep en
soberbia representación de la autobiográfica escritora. Ambos, luego,
experimentan en carne propia las vivencias más profundas y menos comunicables
de lo que significa “hasta que la muerte los separe” --unión que suena, más
literalmente de lo que tal vez se sospecha, a inalcanzable eternidad.
Pero
es Jack quien insiste en la consumación del compromiso, y esto es lo que le
otorga a Heartburn --conocida en España con el cómico título Se acabó el pastel-- su primera clave de distinción. La gran estrella y,
especialmente, el esencial actor que el público demasiadas veces ha valorado
injustamente en Nicholson brilla con suma generosidad y amplitud. Su compañera
Meryl es la protagonista, y Nichols enfoca su rostro, figura y emociones en una
visión de túnel que excluye necesariamente al fabuloso histrión de Carnal
Knowledge (quien en la obra que nos ocupa no es el antagonista ni mucho menos,
salvo dentro de los más estrictos límites de la complejísima dinámica conyugal).
Fiel al libro de Ephron, la realización se embarca en un examen de la feminidad contemporánea y urbana (si neurótica), en la línea de aquella excelente An
Unmarried Woman, no obstante sin el aire europeizante ni el humor laxo de Paul
Mazursky --recordemos que se trata del director de The Graduate, en cuyo
sentido de la comedia no solamente encontramos un nuevo modo de ser trágicos
(al menos desde cierto existencialismo), sino que además se nos da la
oportunidad de incorporar nuestra individualidad de espectador (sin importar el
género sexual) en la unidad de una figura cuyo protagonismo absoluto disuelve
en sí cualquier interferencia deshumanizante (y en este caso cualquiera lo es)
de la sociedad.
Lejos,
pues, incluso del costumbrismo más extraordinario, la risa o al menos sonrisa
inspirada en el drama cotidiano como clásico santo y seña logra momentos de
significación indubitable, extrayendo sabiamente la mies que Ephron, como la
Rachel de la pantalla, probó en este mundo. Trago amargo que resultó en una
“historia de amor” sin la ingenuidad de sus congéneres, pero también plasmada
con una admirable y única capacidad para transmitir el poder de la voluntad y
la fuerza del carácter en una mujer casada, con dos hijos pequeños, y
decepcionada de un hombre, pero no de la vida.
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