De visita en el set de Le souffle au coeur en 1970
Cuando
el aragonés Luis Buñuel, ya famoso (o infame) a lo ancho del mundo del cinema
gracias a sus primeras obras --Un chien andalou (1929), el corto más conocido de la
historia del séptimo arte; L’Age d’or (1930), el primer legítimo éxito (que ya no ensayo) criminal
del movimiento Surrealista; Las Hurdes (1933)--, tuvo que sobrevivir y mantener
a su familia en México no tardó demasiado en crear otra de sus obras maestras
en Los olvidados (cuyo reconocimiento al Mejor Director en el Festival de
Cannes de 1951 forzó un reestreno nacional que la burguesía y el
conservadurismo mexicanos, quienes aun habían clamado por la inmediata expulsión
del español inmigrante, tuvieron que aceptar), aunque recién pudo estrenar su
primera película en quince años y el resultado fue aquel mediocre vehículo para
Jorge Negrete y Libertad Lamarque llamado Gran Casino; sin embargo, el Buñuel
mexicano, sin ser necesariamente el mejor Buñuel de todos, es hoy tan pródigo en joyas enteras o parciales
donde antes los críticos sólo veían trabajos “alimenticios” o filmes indignos
de su director en los que había secretos pero insuficientes logros, que
quedarse con los mismos tres títulos esgrimidos antaño se nos antoja casi irrisorio --pese
al calibre de El ángel exterminador (1962) y La vida criminal de
Archibaldo de la Cruz (1955). Ya hemos comentado en distintas secciones de este blog
algunos de los filmes buñuelianos reivindicados a la luz de los nuevos tiempos
(El gran calavera, Subida al cielo), que al parecer, y por las
circunstancias de su producción (Los olvidados, inclusive, fue rodada en sólo 21
jornadas), tuvieron que ser los desarrollados en México; precisamente se trata
de un panorama que debió de beneficiar al posterior Buñuel francés, cuyas
rotundas obras maestras (desde Le journal d'une femme de chambre, de 1964, hasta su último suspiro
en celuloide, la portentosamente vital Cet obscur object du désir, de 1977) se
materializaron idealmente y siempre fueron acogidas por una entusiasta crítica
internacional.
La niña mujer buñueliana: Dominique Dandrieux en Belle de jour
No
obstante sus grandes períodos en distintos países del mundo --grandes en ambos
sentidos: por lo cronológicamente extensos y por la calidad artística
alcanzada; aunque, puestos a elegir uno, acaso nos decidiríamos finalmente por
el de Francia, nación donde Buñuel había nacido como poeta del écran tantísimos
años atrás--, quien esto escribe suele preferir el título que el cosmopolita
exiliado rodó en Toledo (la galdosiana Tristana, de 1970), los dos
tan fundamentales que el joven terrorista de la estética burguesa filmó en la
propia cuna del cine (la colaboración efectiva con Dalí en su debut, y, mucho mejor,
su despegue en solitario con la chocante, convulsa y obsesionante L’Age d’or),
o, muy en particular, aquél que el ex empleado del departamento latino de la
Warner realizó en los mismos Estados Unidos de América, una privilegiada
muestra de poesía salvaje, libertaria y personalísima que alguna vez José Luis
Garci relacionó felizmente con el temperamento de Nicholas Ray, otro poeta
desarraigado como Buñuel. Nos estamos refiriendo a The Young One (1960), desde cuyo
nombre ya se explicita uno de los temas buñuelianos por antonomasia --un caso
parigual es el de The Wrong Man, donde, cómo no, Hitchcock se solaza en un
depresivo estudio acerca del falso culpable; no por nada Hitch y el autor de La
mort en ce jardin (su interludio galo de 1956 en medio de su etapa mexicana)
eran hermanos de sangre (fabricada con chocolate para Psycho).
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