Aunque su repertorio a veces parecía más el de un baladista, lo cierto es que Ronald Wycherley fue el primer rocker originario de Liverpool. De hecho, uno de los long plays favoritos de Lennon era The Sound of Fury, pieza de antología ya rescatada por el veredicto de la Historia en el más circunspecto canon del pop británico. Y en marzo de 1962, el año en que los Beatles iniciaban su carrera discográfica, Billy Fury estrenó esta película que echó a navegar como veleta impelida por sueños de juventud.
La irresistible canción del título --sorprendentemente ausente de las numerosas recopilaciones, oficiales y bootlegs, en vida y póstumas, de su obra-- ofrece a Fury la oportunidad de demostrar el frenetismo y la exhuberancia personales que ni Cliff Richard ni el mismísimo Elvis podían igualar en términos de sencillez, candor y misterioso sex appeal. Como Gene Vincent, Fury posee el glamour de lo vulnerable, la melancolía del adolescente en su paradoja de rigurosa masculinidad asumida como la adultez contra la cual, guitarra en mano, se rebela. En Play It Cool --con sus reminiscencias de Teddy Boys y sus aires de intrusivo paternalismo--, Billy es el líder de un grupo de niños que desean rebasar la popularidad local en Merseyside, por lo cual planean hacer un viaje a Bélgica en pos del premio mayor en un concurso de bandas. Por supuesto, sólo trabas ocasionadas por el establishment --que no se hacen esperar-- les imposibilitaría arribar a su meta.
Aquéllas se materializan con ambigua precisión en la trama secundaria que pronto se incorpora a la principal; ambigüedad debida a los elementos mixtos que toman parte en ella. Por un lado, Ann Bryant (Anna Palk), la joven heredera de un aristócrata londinense (Dennis Price), es forzada por su padre a tomar el (qué coincidencia) mismo avión a Bruselas que Billy y sus Satellites (trasuntos ficticios de los menos imberbes Tornados, la banda real de Fury), para separarla de su amante, un exitoso cantante llamado Larry Granger (interpretado con deleitable cinismo por Maurice Kaufmann). Por otro, la hábil dirección nos pone de parte de la muchacha con facilidad, sin darnos un respiro, entre los números de rock espontáneos y los gags amables o subversivos, que nos permita reflexionar sobre nuestra precipitada decisión. El maduro padre es de natural grave y encorsetado, representando inmediatamente la tiranía contra la cual se conduce el gesto mismo de desafío en cada hebra perfectamente alineada del pompadour de Universe. Cuando el vuelo es detenido por el riesgoso clima de su destino, la pandilla pide un reembolso que, con la generosidad y liberalidad únicas de su edad --¿o no?--, invierten en la busca del novio de Ann.
Entonces la película se convierte en un tour nocturno por los clubes más pintorescos de Londres, para garantía (¿?) en el soundtrack de artistas vocales como la celestial Helen Shapiro, cuyo estilo inspiró a Lennon y McCartney la composición de "Misery". De un caricatural club beatnik a un club originalmente llamado Twist (el baile de moda), nuestros héroes le siguen la pista a Granger con la inesperada ayuda de un paparazzo, quien, más aun, les revela la verdadera identidad del crooner: un don juan cazafortunas interesado en la herencia y la clase social de Ann. (Kaufmann tiene un cierto aire a Sinatra: ¿acaso es esto gratuito en relación a su rol como antagonista y corruptor de la juventud rockera?) Sin embargo, la información parece llegar demasiado tarde, pues la menor de edad, inconsciente del engaño, ha abandonado el club Lotus --de aparente orientalismo, salvo por sus bartenders femeninas-- para casarse con su reencontrado Larry ...en Glasgow! Después de causar sensación con un fortuito show, Billy y sus amigos se apresuran a evitar que parta el tren ocupado por la pareja, en una de las secuencias más hilarantes y narrativamente logradas de un film ya habituado, a estas alturas del metraje, a hacer un mérito de su aparente, convencional insignificancia.
Sin duda, a este respecto, la orientación del relato no pudo caer en mejores manos: el bisoño Michael Winner demuestra la efervescencia y el ritmo ideales para contar este valioso cuento mágico embozado en su envoltorio de efímera vitrina musical. Edición y, particularmente, cámara, en más oportunidades que las requeridas, trascienden la superficie de los fotogramas e iluminan los anhelos de toda una generación --valga el cliché. No hay por qué confundir ninguna nostalgia por un tiempo nunca vivido con lo que estamos afirmando: la producción no ha envejecido mejor ni peor que otras de su época, así que las reacciones que continúa suscitando hallan su razón en lo más puro del film, es decir, en la puesta en escena de sentimientos e ideas a través de las canciones y las aventuras que, al conservar esa combinación de inocencia y peligro como reflejo del tránsito de la adolescencia, continúan transmitiendo algo muy elemental, fiel a la experiencia de los sueños y la libertad en cualquier región del mundo. Play It Cool puede no ser la más perfecta cinta en su tipo, ni mucho menos, pero sí es una de mis favoritas en la intensa expresión a la cual sirve de breve, y eterno, vehículo. 4.5/5
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