Ornella Muti en el set, julio de 1986
Esta
parcialmente lograda adaptación de la obsesiva y elíptica nouvelle de Gabriel
García Márquez, publicada en 1981, puede servirnos para seguir ilustrando
--como ya hemos intentado en ésta y otras secciones-- las complejas relaciones
entre el cine y la literatura. Se trata de un trabajo que, en conjunto,
demuestra respeto hacia su noble material de origen, además de comprensión de
la ironía y del sentimiento trágico de la vida que el Nóbel colombiano ha
plasmado especialmente en el sino de su personaje central, un libertino e
inconsciente Santiago Nasar razonablemente parecido al Tom Ripley de Plein
soleil: es a Anthony Delon (cuya paterna herencia física es abrumadora y sirve
perfectamente tal propósito) a quien hay que compadecer por anticipado en el
ecran, en una auténtica locación caribeña (el pueblo de Mompox, Colombia; con M
de Macondo) con salinas reminiscencias de la costa francesa. La teatralidad y
el paralelo carácter documental de la puesta en escena, pese a carecer del
lirismo congénito a la prosa del libro, consiguen a la larga conmover al
espectador --gracias además a un montaje juicioso--, y se acomodan mucho mejor
a su fidelidad textual que el tono mismo de la mayoría de las actuaciones y la
simplificación guionística de un relato al cual se ha extraído acaso el color
local pero no la magia del realismo mágico.
Francesco Rosi y su Bayardo San Román, el británico Rupert Everett
Este
mundo es injusto, y el autor de Cien años de soledad lo expresa sabiamente en
un estilo característico, compreso pero idiosincrático. La realización del
filme transmite mejor el abigarrado calor climático del relato que el discurrir
del tiempo psicológico en la orgía a son de vallenato del dramatis personae
(materializado en continentes evidentemente italianos y franceses unos,
pigmentadamente antillanos todos los otros). Sus secuencias exhiben la pericia
técnica de una visualización silente y la tendencia interpretativa a calzar la
crónica indignada en la tragedia griega que, de hecho, García Márquez bebió en
Sófocles y también en el cronista del secuestro de Temple Drake*, pero que el
director Francesco Rosi entiende como una extensión solemne --de maneras
masónicamente tácitas o irrevocablemente estentóreas-- del melodrama y la épica
popular, añadido el dudoso privilegio de una Irene Papas virtualmente
desperdiciada. Ni la intrigante historia de amor entre el fascinante --en negro
sobre blanco-- Bayardo San Román (sólo a priori bastante ideal Rupert Everett)
y la hermosa Ángela Vicario (Ornella Muti inoportunamente desangelada), no
obstante la ternura de su ejecución, pierde el dejo innatural y distanciador
que afecta a un reparto del cual quienes salen mejor parados, aparte de la
siempre apreciable Lucia Bosé como la madre de Santiago y el fotogénico y
espontáneo Delon como éste, son solamente algunos de los personajes
secundarios, al parecer más libres de la representación restricta dictada por
la dirección.**
Santiago Nasar himself: un muy natural Anthony Delon
Sin
embargo, lo rescatable de esta Crónica se encuentra en eso mismo que la
des-realiza, en ese momento en que se transforma en un largometraje de Francesco
Rosi basado e inspirado en el excelente libro de García Márquez, y la audiencia lectora
se entrega a una reproducción austera y carnal de su propia imaginación. La
atmósfera terrestre a pesar del mar, el estilo desértico o posneorrealista del
autor de la estilísticamente frustrante Salvatore Giuliano (que democratiza
demasiado entre lo bello y lo feo de unos u otros semblantes, como en el
réquiem al bandido siciliano entre la arbitrariedad y la cohesión de los
pasajes fílmicos), nunca suficientemente aireados o sibilinamente extemporáneos --y fácilmente esencias más afines a la escritura de
aquella temprana obra maestra titulada El coronel no tiene quien le escriba--,
le insuflan secreto aliento a una insólita capacidad de conmoción precisa, a
una cierta lágrima al borde de la histeria confusa. Estoy convencido de que
esto no es una contradicción; todo lo contrario. Por un lado, la secuencia que
narra el romance de Bayardo y Ángela incluye la revelación de que ésta no es
una virgen: Everett, en su más intensa y desahogada labor, llora y abraza y ama
a su mujer, con ardor frustrado y casi elegíaco, y también premonitorio: su
unión, finalmente, será consumada más allá de lo físico y contra la tiranía de
unas reglas sociales que, cuales trampas mortales, se erigieron para su
manipulación. Ésta es la póstuma razón que sentencia a Santiago Nasar. En un
montaje que desnuda y aprovecha el trasfondo moral de la trama, las
motivaciones humanas quedan irremisiblemente ligadas al compromiso comunitario;
no importa si las consignas del machismo y el honor profundamente mal entendido
van a sacrificar a una víctima inocente antes inclusive de que las palabras
caprichosas de Ángela Vicario pongan los cuchillos brutales en manos de los
gemelos Pedro y Pablo. El fátum del libro es entonces escenificado como un
espectáculo luctuoso, una ceremonia absurda pero ritual y necesaria que cambia
definitivamente el legítimo ritmo caótico de García Márquez por la reflexión
postiza y efectista pero efectiva. Sólo un ejemplo: cuando la madre de Santiago
se lanza convicta cual destino fiel sobre la puerta delantera y la cierra con
seguro, creyendo que su hijo está ya a salvo de sus verdugos, arriba en su
habitación: el plano posee una emoción sísmica tremenda gracias a la labor de
Rosi, Bosé y la edición de Ruggero Mastroianni, y seguramente hizo las delicias del singularmente
cinéfilo novelista. Para entonces, el coro griego se ha materializado en un
pueblo casi fuenteovejunesco, paralizado por la rigidez de la vida artificial
en sociedad, sujeto al rol de testigos ávidos cuya individualidad ha sido
suspendida instantáneamente. El destino de Santiago Nasar es, después de todo,
de un rigor irracional. Como en una película de Buñuel (héroe artístico de
García Márquez), en el filme cada acción por romper el encantamiento de la
pasividad y la impotencia contra aquel destino fatídico es inútil, y cada
evento observa una repetición cotidiana o el sesgo de la circularidad. La
muerte de Santiago es anunciada a voz en cuello, y ejecutada a través de la
debilidad cómplice de los hombres con la desesperación y la desesperanza de una
despreciable fiesta tauromáquica; el cadáver --como antes el de Giuliano***--
arrasado por el polvo de la plaza y la conmiseración de los ahora dolientes,
aparece en el centro de la nada como una altisonante advertencia de nuestra
mortalidad en un universo tan vasto como la soledad.
*Y,
no olvidemos, también en Hemingway. La tragedia es una admonición puntual en el
legendario contemporáneo de Faulkner, y la aventura más célebre de Nick Adams,
"The Killers", fue la desventura que parió a la serie negra y sus erotizantes
femmes fatales con pelo negro cuervo y corazón negro carbón. Su trama: dos
gangsters entran en el restaurante de un pueblo y anuncian su intención de
asesinar a un boxeador que suele comer ahí a cierta hora. No sólo esto, sino
que además un inescrutable estoicismo individual juega el mismo rol que en
García Márquez la conspiración del inconsciente colectivo. Y García Márquez
admiraba al novelista de Illinois, si no más obviamente, más conscientemente
que a Borges.
**Si
el entonces aproximadamente primerizo Everett luce como la pálida sombra de Bayardo a fuerza de
simplismo y tics inconsecuentes que Rosi considera minimalistas, el veterano
Gian Maria Volonté (frecuente colaborador del realizador) naufraga en las más
turbias aguas de la insuficiencia expresiva en un rol, combinación del
cronista-narrador-autor de la novela y el personaje de Cristo Bedoya, que, hay
que admitirlo, le ofrece al salvaje Indio de For a Few Dollars More el espacio
justo para salvar su dignidad profesional de cara a la confianza depositada en
él (por el espectador) como precario puente hacia la abismalmente impenetrable
verdad.
***Con
todo y ser casi un encargo, la internacional coproducción que nos ocupa
prolonga naturalmente el crucial tema de la muerte, cuya presencia física es
manifiestamente personal en la filmografía de Rosi. El muerto, llámese Santiago
Nasar o Salvatore Giuliano, es, por otra parte, un agónico fetiche que en la
novela de García Márquez no sólo remite a su propia involuntaria filiación
borgesiana, sino además a un ensayo previo muy suyo sobre tal asunto cosmogónico:
Tiempo de morir, pieza cinematográfica pura y cuya primera versión mexicana
aprovechó el oído de Carlos Fuentes para los diálogos pero ya apuntaba sin
ambages a los demonios (diría Vargas Llosa) del colombiano universal.