Daniel
Craig, en su tercera incursión como 007, protagoniza esta suntuosa y artística
versión de las aventuras del espía con licencia para matar dirigida por Sam
Mendes y estrenada en el 50º aniversario de la serie. La vulnerabilidad o fragilidad exhibida sin pudor, sobre todo
en paralelo con los recursos físicos y mentales casi sobrehumanos que le han
posibilitado una agradecida longevidad, matiza aún más el retrato hiperkinético
y no obstante hondamente humano de James Bond que Craig lleva casi a sus últimas
consecuencias en esta entrega, confirmando si cabe por qué es mi Bond
personalmente favorito inmediatamente después de Sean Connery. De hecho, ésta
es la primera vez que veo al 007 en la pantalla grande (buena copia y
proyección completa en el Cineplanet Risso de Lince: cuándo aprenderán los
fatales multicines UVK de Larcomar); Craig es el Bond de mi generación, o en
todo caso del casino donde quien esto escribe transcurre sus noches tentando el
destino.
La
lectura que el relevo de Saltzman y Broccoli (Barbara remplaza a su difunto
padre Cubby desde GoldenEye), junto con Mendes, hace de la historia luce más como una nueva
vuelta de tuerca a la interpretación iniciada con Casino Royale, que por otro
lado no fue la primera; las metamorfosis de Bond suelen ser más sutiles que las
de Batman, quien, dicho de pasada, parece haber inspirado cierto tono íntimo y
retrospectivo en esta pieza, por otro lado, también marcada por el déja vu
inevitable y la ironía con tuxedo. Mendes ha impreso una inteligencia de lujo
entre la acción y el vértigo, una sofisticación mental que la franquicia
necesitaba inhalar desde los días del (tan superficial en comparación con
Craig) Bond sobriamente monótono de Pierce Brosnan. Un disquete contiene la
lista de terroristas más buscada, y el superagente es dado por muerto --parecía
increíble y lo era, por supuesto-- hasta que anticipa su retorno retozando en los
brazos de la bella chica de turno. Mientras tanto, el MI6 es blanco de un atentado
que cambiará el curso de los acontecimientos para siempre. Baste decir por
ahora que Dame Judi Dench es esencial en esta trama.
Acaso
referirse a la belleza visual del trabajo de Mendes sea casi un lugar común
dentro de cualquier comentario sobre su filmografía, pero creo pertinente
observar que algunos de los momentos más sublimes en tal sentido, de un film
del 007 o del director, se encuentran en Skyfall. Mendes no sólo domina la
expresión plástica de sus imágenes, sino también la dramática: Javier Bardem
resulta, con todo, uno de los villanos más fascinantes y retorcidos de la saga, aún si era de esperarse. Decimos “con todo”, puesto que en las
películas de Bond se cumple aquel antiguo adagio hitchcockiano de que cuanto
peor el villano mejor el relato, y además está el hecho de que a estas alturas
el reciclaje es la marca inequívoca de fábrica y carácter: Bardem luce el pelo
teñido de amarillo que ya Joseph Losey parodió en la delicada cabeza de Dirk
Bogarde (Modesty Blaise), y el continente ominoso --al menos en estos casos lo
es, como en otros más sugerente de Rochester o Heathcliff, y en otros de Goya y Rodin-- de
un monstruo acojonantemente patético y de sexualidad omnívora desbocada
(subrayando y haciendo del otrora subtexto de los Dr No y los Blofeld texto
explícito, implícito en cada gesto trágico del actor). Lo que nos lleva al
siguiente detalle: Bardem hace homenaje del John Malkovich de In the Line of
Fire, y despliega o exhibe con desfachatez suficientemente ajena a la mesura
todo, o eso podría decirse, lo que se espera del gran actor español Javier
Bardem como villano en un film de James Bond. El casting es perfecto; la
interpretación resulta quizá demasiado perfecta, demasiado funcional o
redundante. Lo cierto es que se trata de una performance hipnótica, controlada
por Mendes hasta el más mínimo descontrol manierista del inolvidable Anton
Chigurh de los Coen.
En
Skyfall, el frenesí continúa, pero se ha arribado a un punto donde el estilo
debía ser más personal, menos formulista --aunque la fórmula siempre ha
funcionado de lo lindo, y es lo que cada espectador y fan desea ver: acuérdense
además de todo lo que esta fórmula consiguió en esas renovadas peripecias que
fueron la audaz reinvención de Casino Royale y la amalgama compacta de Quantum of Solace, a cual más revestida de originalidad e
ingenio narrativo. Es una especie de transición que con
seguridad incuestionable se ofrece como un reto a todos los involucrados,
incluida la audiencia, ya que James Bond retornará y estaremos esperándolo.
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