domingo, 21 de abril de 2013

El toreo, esa barbarie

Los colores publicitarios de una masacre filmada en blanco y negro

Seda, sangre y sol (1942) es una película problemática para alguien que, como yo, desprecia las corridas de toros y, en especial, a los toreros, quienes son los héroes del cuento. Sin ser, ni mucho menos, una extraordinaria fábula como la virtualmente antitaurina Sangre y arena (cuya silente adaptación por Fred Niblo resultó dramática e inclusive reveladora), se trata de un melodrama bastante decente, más por las actuaciones o por las observaciones curiosas que de cuando en cuando el guión ofrece de los incomprensibles seres que lo pueblan, que por la económica y frecuentemente torpe dirección. Pepe Ortiz, famoso verdugo de ganaderías internacionales nacido en México, interpreta con ridícula dignidad, aun en ese estilo almibarado que también caracteriza a Jorge Negrete (aquí sin su fino bigotillo), al célebre matador y héroe moral, un hombre supuesta y profundamente bueno de verdad, cuya profesión o “arte” lo muestra (sonriente, exultante) recibiendo los aplausos apoteósicos de la masa (muchas, muchísimas chicas bonitas en las graderías, rebosantes de felicidad) mientras se llevan el cadáver de la inocente (indefensa y torturada) "bestia" que acaba de asesinar a sangre fría, a rastras, como un saco de porquería indiferente y absolutamente indigno de la compasión humana. Él es quien se sacrifica, finalmente, por la mujer que siempre ha amado sin ser correspondido, a la que siempre ha ayudado desinteresadamente (tanto como a su rival Negrete, el flamante esposo de ella): una guapa Gloria Marín cuya honestidad y carácter sólo quedan relativizados, como todo --como esa devoción fatua por una Virgen de Guadalupe o un Señor de los Milagros--, por la más absurda y retrógrada, indignante expresión de nuestra pretendida civilización.

miércoles, 3 de abril de 2013

Reimaginando Almodóvar: Volver (2006)


Una soberbia actuación de Penélope Cruz lidera este viaje adentro de la madurez creativa de Pedro Almodóvar, por una vez (al menos) lejos de las huecas florituras de su supuesta identidad autoral. Volver se impone por eso como una de sus películas acabadas en la redondez de la verdad cinematográfica, una sencillez y una honestidad que ojalá existieran más allá de la temática escabrosa que, mejor (Carne trémula, Matador) o peor (Todo sobre mi madre, Laberinto de pasiones) planteada, inflama de alienación la estética más aberrante de su trabajo. Volver resulta por eso excepcional.


Trama que de potencial realismo mágico deviene en escalofriante y devastadora realidad con guiños al film (neo)noir y al neorrealismo incluidos, Volver --provisionalmente bautizada La abuela fantasma allá por su primer borrador-- es una clásica woman's movie, una cinta con el corazón apegado a y el alma anclada en el mundo de relaciones familiares y amicales que es siempre el universo femenino. Lo minúsculo del pueblo que sirve de escenario a la acción solamente deja constancia de la magnificación inevitable, de convicción enaltecedora, que todos y cada uno de los eventos en la vida sesgada de este estrecho puñado de mujeres tendrán que asumir como propia. Nada resulta más intenso que la experiencia personal. El misterio que la película propone es contemplado desde un fuera demasiado subjetivo: la dirección de fotografía y el montaje desnudan una historia tan conmovida (y conmovedora) como sus gestos, sus entonaciones y sus silencios, cubiertos por el espectador con los susurros de su propia aprensión o su íntima deliberación entristecida. El humor de Volver es casi un milagro: tal es la persuasiva verosimilitud de este film de Almodóvar, una pesquisa policial y fantasmagórica resuelta atando los cabos sueltos del día a día --o del largo viaje del día a la noche viendo un filme de Anna Magnani en la ausencia de los hombres, cuya presencia acompañando una interpretación de Gardel a ritmo de flamenco será tan ambigua y distante como la de los invitados a una fiesta con hitchcockiano cadáver virtualmente debajo de los postres.