Los colores publicitarios de una masacre filmada en blanco y negro
Seda, sangre y sol (1942) es una película problemática para alguien que, como yo,
desprecia las corridas de toros y, en especial, a los toreros, quienes son los
héroes del cuento. Sin ser, ni mucho menos, una extraordinaria fábula como la virtualmente antitaurina Sangre y arena (cuya silente adaptación por Fred Niblo resultó dramática e
inclusive reveladora), se trata de un melodrama bastante decente, más por las
actuaciones o por las observaciones curiosas que de cuando en cuando el guión
ofrece de los incomprensibles seres que lo pueblan, que por la económica y
frecuentemente torpe dirección. Pepe Ortiz, famoso verdugo de ganaderías internacionales nacido en México, interpreta con ridícula dignidad, aun en ese
estilo almibarado que también caracteriza a Jorge Negrete (aquí sin su fino bigotillo), al célebre matador y
héroe moral, un hombre supuesta y profundamente bueno de verdad, cuya profesión o “arte”
lo muestra (sonriente, exultante) recibiendo los aplausos apoteósicos de la
masa (muchas, muchísimas chicas bonitas en las graderías, rebosantes de felicidad)
mientras se llevan el cadáver de la inocente (indefensa y torturada) "bestia" que
acaba de asesinar a sangre fría, a rastras, como un saco
de porquería indiferente y absolutamente indigno de la compasión humana. Él es quien se sacrifica, finalmente, por la mujer que siempre ha
amado sin ser correspondido, a la que siempre ha ayudado desinteresadamente
(tanto como a su rival Negrete, el flamante esposo de ella): una guapa Gloria Marín cuya honestidad y carácter sólo quedan relativizados, como todo --como esa devoción fatua por una Virgen de Guadalupe o un
Señor de los Milagros--, por la más absurda y retrógrada, indignante expresión
de nuestra pretendida civilización.
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