Imaginen a un Keanu Reeves que del héroe de The Matrix (1999) apenas si conserva las estilizadas gafas oscuras y el rostro impenetrable de un actor que siempre ha estado, si no en los antípodas, sí bastante lejos de Brando. Ahora, hagan un pequeño esfuerzo, y traten de imaginar al mismo Reeves sumergido en un auténtico ambiente de film noir, fotografiado entre los juegos luminosos de un mundo nada irreal, nada onírico en el sentido que la película de los hermanos Wachowski propuso en su día.
Todavía más, pido un esfuerzo que a muchos les podrá parecer sobrehumano: imaginen a Neo en la piel de un detective de James Ellroy. ¿Imposible? Pues, eso es nada más y nada menos lo que nos permite apreciar Los reyes de la calle, una muestra sólida del cine proveniente de la torturada imaginación de uno de los más distinguidos representantes de la serie negra en las últimas décadas.
La película que vamos a comentar nos devuelve al Ellroy de Los Ángeles al desnudo (L. A. Confidential, Curtis Hanson, 1997), luego de lo que Brian De Palma hizo con La Dalia Negra en el 2006. La transformación de Keanu Reeves en un actor casi convincente por la primera vez en su carrera podría ser comparada al cambio de imagen sufrido por Harrison Ford a principios de la década del ochenta, cuando interpretó al Rick Deckard de la obra maestra de Ridley Scott, Blade Runner, todo un clásico del género negro futurista, de la ciencia ficción y del cine a secas.
Los reyes de la calle, pese a tan singular proeza, no es un clásico, al menos no uno instantáneo o ya reconocible, pero de todas maneras es imposible negar las cualidades que exhibe en diversos apartados, siendo en conjunto una película tan satisfactoria que sería mezquino ignorarlas.
Su trama de corrupción y violencia policial, típicamente ellroyana, ha sido plasmada en un guión en cuya escritura ha tomado parte el propio autor, garantizando de esta forma la expresión genuina de sus preocupaciones artísticas. De otro lado, la resolución de la intriga se halla caracterizada por un estilo sensacional y cierto desequilibrio a favor de la acción pura y dura, lo que resta puntos a la descripción de los personajes secundarios en cuanto criaturas complejas y con matices, que es lo que tan bien se observaba en Los Ángeles al desnudo. En comparación con ésta, Los reyes de la calle no contiene elegancia ni transmite la experiencia misma de la imperfección humana, de la cual la corrupción es síntoma y espectáculo casi pirotécnico. La crudeza del oficio policial es apenas captada, aunque los duelos psicológicos que tienen lugar entre los agentes de la ley retienen todo el sabor amargo de la prosa de origen.
El protagonista central, catalizador de los muchos vicios y las poquísimas virtudes que son posibles en un microcosmos como aquél, es un antihéroe de los de antes en una historia, en su esencia, como las que contaban las películas estelarizadas por Mitchum y Bogart. La época contemporánea, postmoderna, permite que, aunque suene a ironía, la humanidad idealmente defectuosa del detective Tom Ludlow sobreviva y se imponga a las ráfagas de violencia y a las maquinaciones subterráneas urdidas por quienes menos se sospecha.
Otro de los defectos de la película, uno que resulta acaso menor también, es que los intereses por los cuales se mueven los hilos de tan alambicada intriga pueden ser percibidos casi desde el inicio de la narración; nos referimos especialmente a las personalidades detrás de estos intereses, y aún más especialmente a quienes juegan un rol preponderante en el relato y en su desarrollo. No obstante, la ilustración de la ruina moral y de la degradación ética a la que ha sido capaz de llegar el cuerpo policial es efectivamente comunicada a través de la interpretación del reparto.
El gran Forest Whitaker vuelve a brillar en un rol a su medida, como el oficial en jefe encargado de velar por sus hombres sin importar la violación de las normas que tenga que llevar a cabo. Su capitán Wander es la figura paterna que siempre estará en el lugar oportuno y en el momento oportuno para cubrir a su hijo, un asesino tan eficiente que le costaría demasiado caro perderlo. La caracterización de Whitaker es en la superficie la del típico jefe de policía a la que uno está familiarizado por las series de televisión: afroamericano, severo y comprensivo, afable y gruñón, a todas luces un hombre respetable. Sólo que este hombre respetable dirige a un grupo de soldados de la muerte, hombres armados que bajo su tutela y dirección se revelan tanto o más peligrosos que los mismos enemigos de la sociedad a quienes deben combatir.
La escena de la confrontación final, de lejos la mejor y que no revelaremos por consideración a quienes no hayan visto aún Los reyes de la calle, transmite esa tensión propia del conflicto moral que subyace en la historia, tan inconfundiblemente de su autor, y en el corazón de los individuos de ficción a quienes éste ha otorgado vida. Un aliento vital que sobrecoge por su minucioso reflejo de la realidad, y en el que el dinero --en buena medida equivalente a aquel botín de la ilusión perdido en el aire inquieto de un aeropuerto en aquella obra maestra absoluta que es The Killing de Kubrick-- y la riqueza material son las pruebas concretas de la torpeza de nuestras debilidades.