jueves, 31 de octubre de 2013

Del valor de ser frágil


El hospital del terror (Frágiles, 2005), dirigida por el catalán Jaume Balagueró y protagonizada por la estrella televisiva estadounidense Calista Flockhart, es un sólido ejercicio narrativo, una de esas películas de género que se prodigan en un estilo virtualmente mimético, rindiendo homenajes a diestra y siniestra en una tajante declaración de adhesión a unas reglas a las que se ha dado lustre memorable e insoslayable anteriormente; lo que no significa que el arte del bien contar sea un territorio en el que no pueda germinar, como toda mies hábilmente sembrada, la originalidad de lo conocido. Y ésa es precisamente la cualidad mayor de este thriller fantasmagórico y melodramático, expertamente escrito y sumamente entretenido. Los elementos típicos y los lugares comunes se hallan entrelazados en un guión que funciona como un reloj, tan confiable como inexorable.

Desde su mismo título español, habla de la vulnerabilidad de sus personajes y de la fortaleza admirable inherente a ella, de la naturaleza humana y de lo tenue que resulta lo que nos separa de ese otro mundo al que sólo es posible acceder a través del misterioso portal de la muerte. En primer lugar, los niños, pacientes todos de un hospital en cuyo siglo de existencia se encierra la experiencia de una injusticia que los exhibe como emblema de ilusiones perdidas demasiado pronto. Asimismo, la enfermera interpretada por Flockhart, una mujer que ya ni siquiera aspira a una redención personal para ser capaz de respetarse a sí misma otra vez, sino para vivir en un mundo cada vez más incomprensible e intolerante hacia la rectitud moral y la bondad de espíritu.

Y también, cómo no, El hospital del terror aborda el tema de la vida en sí, al igual que tantas otras muestras del género, con una actitud que sorprende gradualmente al espectador, quien descubre en la película bastante más que una vacía pieza de artesanía. La fragilidad de la condición de vivir, exactamente a merced de fuerzas poderosas en grado sumo --y de nuestra propia ceguera existencial al respecto--, es el tema de El exorcista (William Friedkin, 1973) y El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), dos obras fundamentales que ciernen su sombra inspiradora en el camino tomado por Balagueró y su equipo creativo.

Talentosamente explorado, el argumento de El hospital del terror puede resumirse tal como sigue: Eventos aparentemente absurdos y gratuitamente crueles han ocurrido en la británica isla de Wight a la llegada de una nueva enfermera para el turno de noche de un recinto médico en estado de emergencia. Amy (Flockhart), la enfermera, es una mujer aún joven con la marca de un difícil pasado pintada en su rostro resignado y en su actitud persistente, activa pese a todo y gracias a ese fuego que suele resurgir en las almas golpeadas por la vida durante los momentos más complicados y oportunos. Entre todos los niños víctimas de distintas enfermedades, degenerativas e incurables muchas, una pequeña rebelde y especial, huérfana como Amy y que responde al nombre de Maggie (Yasmin Murphy), nombre que escribe cuando se conocen, ayudada por los cubos que usa para comunicarse con su amiga diferente, tal y como Regan McNeil utilizaba la ouija en la pieza maestra de Friedkin.

Fracturas imposibles son sucedidas por muertes de espanto a medida que el tiempo corre y la leyenda local, amiga no solamente de Maggie sino también de otros niños residentes del hospital muchos años atrás, empieza a ser tomada en serio. Los corredores umbríos y los espacios desolados e inquietantes del vetusto edificio deben su icónica representación y siempre efectiva apariencia, además de Kubrick, al subgénero de las casas posesas y los recintos encantados en pleno, que incluye por ejemplo aquella intrigante parábola acerca de la alta burguesía que Luis Buñuel realizó como El ángel exterminador (1962).

En su primera incursión en el cine americano, Balagueró --un maestro artesano con una sucinta filmografía que ya le había granjeado una legión de fervientes seguidores dentro y fuera de España por su hábil manipulación de las convenciones genéricas del horror, correcta y sugerente al unísono-- aprueba holgadamente, si no de forma sobresaliente. Su estilo es en algún sentido un prodigio de economía, al desarrollar la narración con un meticuloso ritmo audiovisual que nunca se desborda ni tampoco se queda en lo escueto o no ilustrado. La música de Roque Baños es por ello notable, tanto como la fotografía de tonos fríos de Xavi Giménez y la sensible interpretación de una Calista Flockhart que se niega a ser recordada sólo como Ally McBeal.

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