Inmediatamente antes de estrenar la sorprendente Desapareció una noche (Gone Baby Gone, Ben
Affleck, 2007), el gran Morgan Freeman tuvo una oportunidad acaso menos sutil
de incorporar a un personaje de características inusuales en una carrera
distinguida por la nobleza y el carácter humano de su imponente figura. El
contrato (The Contract) es un
título menor que, sin embargo, salva los obstáculos de un guión demasiado
trillado e inverosímil debido a la solvencia de Freeman, sin ninguna duda uno
de los mejores actores de la gran pantalla.
Dirigida por Bruce Beresford, cineasta de origen
australiano en cuya filmografía se pueden encontrar títulos de interés diverso,
tales como Paseando
a la señorita Daisy (Driving
Miss Daisy, 1989) –que exhibe a Freeman en uno de sus roles
emblemáticos– y la adaptación de la novela de Joyce Cary El señor Johnson (Mister Johnson, 1990),
siempre con un estilo de corrección entre lo artesanal y lo academicista que
amenaza con bordear la frontera de lo poco imaginativo o simplemente aburrido, El
contrato es un thriller co-protagonizado por otro
intérprete en quien se puede confiar a la hora de rescatar una producción de
dudosa proyección: John Cusack, quien, palmito adormilado de costumbre y
actitud típicamente dispuesta, cede esta vez ese aire de misterio a lo Robert
Mitchum que le sirvió de tanto en cintas tan memorables como Los timadores (The Grifters, Stephen
Frears, 1990) y El
color de la ambición (True Colors, Herbert Ross, 1991) –la
postrera aparición de otro de los más grandes del cine negro, Richard Widmark–
para componer al héroe común y corriente que sale adelante en la vida y de paso
quedarse, cómo no, con la chica bonita de turno.
Cuando empieza El
contrato el espectador es enfrentado a las piezas sueltas
de un rompecabezas que no es perfecto ni novedoso en absoluto, y cuyas
aparentes sorpresas inclusive puede que motiven la decepción de más de uno,
pero que proveen de emoción al menos televisiva y ciertamente algunos pocos
instantes, aunque sean mínimos, de satisfacción cinematográfica. En la trama, el
veterano asesino profesional Carden (Freeman) es contratado para liderar a un
grupo de sicarios en la empresa de un supuesto magnicidio; el blanco sería el
presidente de los Estados Unidos. En medio de
los preparativos, que ya incluyen consecuencias inmediatamente letales, la
fatalidad, o el azar, se cruza en la forma de un accidente de tráfico tan
inesperado como convincentemente absurdo. Carden va a dar entonces a un
hospital donde le es revelado el descubrimiento de su identidad por la policía
local y por el mismísimo FBI. Mientras es trasladado en un vehículo policial,
la emboscada de liberación planeada por sus compañeros de trabajo provoca otro
accidente casi mortal, del cual Carden sale ileso no sin antes conocer a Ray.
Ray (Cusack) es un viudo que entrena deportivamente a
adolescentes en una escuela secundaria en la cual también estudia su hijo
Chris, aún sin solucionar los conflictos emocionales que le causó la muerte por
cáncer de su madre dos años atrás, entre ellos un resentimiento incipiente hacia
su progenitor. Además entrenador de equipos de baloncesto y béisbol, a
Ray, siendo un hombre de actividades al aire libre a tiempo completo, no se le
ocurre mejor forma de lidiar con los problemas de su hijo que invitándolo a una
excursión a las montañas, en una pequeña región que Chris prácticamente se
jacta de conocer al dedillo. Entonces, durante uno de sus momentos más
apacibles, padre e hijo avistan a dos hombres que intentan salvar sus vidas de
las garras de la corriente torrencial de un río que nunca olvidarán –¿o sí?
La película de Beresford tiene un ritmo sostenido a lo
largo de su metraje, lo cual no impide que pierda el paso o el pulso, mejor
dicho, de situaciones que orientadas de otra forma, en manos de otro guionista
y de un director más personal habrían dado seguramente de sí algo bastante
menos mediocre u olvidable. Sin embargo, el resultado tal y como se halla a la
vista es una eficiente puesta en escena de intriga y suspenso. ***/*****
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