En 1953,
un Brando rotundamente icónico arremetía contra el moralismo norteamericano y
occidental con toda la intensidad de su legendario balbuceo. “Whadda you got” era la única respuesta del protagonista de The Wild One a la pregunta
de contra qué se rebelaba.
Sólo
meses después, un estudiante de la Universidad de California que físicamente se
le asemejaba, Corey Allen, contestaba la inquisición que se le hacía con una
frase de parigual contundencia: “You gotta do something, don’t you?”. Sólo que la
situación era totalmente otra. El amistoso inquisidor era el alter ego de Brando en Rebel Without
a Cause. Era Jimmy Dean.
Dean en el camerino de Geraldine Page
Ríos fugitivos de
tinta sería una frase trilladísima, pero es lo que ha corrido durante casi sesenta
años acerca de la obra romántica del director Nicholas Ray y su estrella. Y no
todo ha poseído un cariz puramente positivo. Que Dean no es el verdadero
rebelde en la película, que el estilo maniqueo de Ray intenta emular al
complejo de Kazan con resultados desiguales, que la cinta no tiene una
importancia intrínsecamente cinematográfica sino que posee el indudable don de
la circunstancia histórica oportunamente asimilada, que Dean desea ser Brando
pero ni se le acerca. Lo cierto es que sólo el cine hecho con talento más que
considerable puede suscitar tanta discusión aún después de medio siglo.
La trama de Rebel Without
a Cause no es lo de menos, por supuesto, pero, como sucede con las
demás grandes piezas del todavía joven Séptimo Arte, su actual impacto es producto
de la sensibilidad con que están plasmados sus temas. El carácter arquetípico
de ciertas escenas, tales como la de la pelea con navajas en el Planetario o la
simplemente prodigiosa de la carrera de autos robados, se mezcla con elementos no
completamente desarrollados sino más bien apuntados, que sin embargo así
recargan a la película de exuberancia pasional: el homoerotismo que subyace en
la relación entre Dean y el personaje de Sal Mineo, y aun en el intercambio hostil
entre Dean y Allen; el complejo de Electra (la confundida Natalie Wood y
William Hopper como su padre); la naturaleza misteriosa de la problemática
humana en general, adolescente en particular, filosóficamente existencial y
espléndidamente señalada en la escena al interior del Planetario.
No puedo
dejar de mencionar, en este brevísimo homenaje, los contenidos que ironizan un
poco sobre el ascendiente de Brando en la cultura juvenil de la época. Cuando
Allen aparece por primera vez, clama por su chica al grito de “Stella!!!”, el
estridente emblema verbal de A Streetcar Named Desire. Dean, a su
vez, se muestra como una alternativa a la hegemonía del intransigentemente rudo
divo, siendo él la víctima de los atropellos de una pandilla delincuencial como
la que asolaba el pueblo de The Wild One.
Como todos
sabemos, la alternativa prosperó y Dean heredó el trono de Brando e incluso lo
superó en cierta medida, pues su prematura muerte sólo confirmó su influjo
socio-cultural. Así lo demuestra el éxito universal de Rebel Without a Cause, una
imperecedera obra de arte, un título que se halla en
plena vigencia.
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