La
versión que la realizadora de Fish Tank ofrece de la exhaustivamente imprescindible
novela de Emily Brontë fue objeto de polémica desde su preproducción; y las
reacciones frente al resultado final han variado: desde los elogios de su
lectura fiel a un material particularmente arduo y de un lirismo usualmente esquivo
a los fotogramas, hasta el rechazo de una interpretación radical que adultera
el sentido romántico de sus fuentes por imbuir a la trama de un tono
contemporáneo o un comentario social --el estimado lector me permitirá atribuirme
ambas posiciones contradictorias, no obstante la última sólo hasta el espacio
propio de las reservas más que de las objeciones.
La
primera parte de la cinta es sin duda la de superior nivel, pues es allí que se
cimenta con acerado y minucioso dominio del lenguaje audiovisual el amour fou tan
terrenal a la vez que espiritual entre unos niños agrestes y libres, en una
especie de trágico paraíso de la infancia --creado de dolor y placer, odio y
compasión, soledad y belleza-- que es el escenario de la reunión sin límites (con
la salvedad hecha de los estrictamente carnales) de una sola identidad. “I am
Heathcliff” dice (declara, afirma inmortalmente) Cathy, en esta oportunidad con
los labios vírgenes de la pequeña Shannon Beer (para el cronista, el
verdadero descubrimiento histriónico de la obra), al final del metraje.
El
prometedor James Howson no decepciona como el demónico antihéroe en su retorno,
y su culminante escena de física necrofilia provoca insoslayada perturbación.
La escritura fílmica (per)sigue excluyente a un perseguidor Heathcliff en su obsesiva condición marginal, y
logra al menos la empatía del espectador, si no su solidaridad, hacia una
criatura absolutamente extraña, misteriosa, humanamente incomprensible; el
punto de vista subjetivo (mirada que recrea, registra; áurea, broncínea) de la
narración, así como precisamente el hecho de que Heathcliff muestra por vez
primera en la historia de las imágenes en movimiento su legítima pigmentación
de negado gita-no nocturno --un Othello que es Iago de sí mismo, por fin; y, además, siempre un espectro exiliado de su propia existencia, soledad transgresora de espacios vedados, ventanas cerradas e indiscretas, espejos que también reflejan una separación clasista ahora enfáticamente racial, de muy oportuno rescate sociológico--, aportan
un elemento sui géneris en la tradición de las adaptaciones, inevitablemente
fascinadas por un personaje que están condenadas a tratar de comprender para
siempre.
Por
otra parte, Kaya Scodelario impresiona como una Catherine Earnshaw-Linton
fatalmente insuficiente o minimalista hasta la inexpresividad o simplemente
impostora, y el flagrante abuso de (bienvenida sea la redundancia) inocentes
animales con la “justificación” de transmitir la crueldad luciferina (infierno
de resentimientos, agenda de venganzas) de Heathcliff y en general la
naturaleza aborrecible de ambos protagonistas --puntualmente suavizada a lo largo de la filmografía
de todas las épocas-- puede ser y llega a ser injustificable: otros dos
detalles cruciales para la valoración personal, individual, de esta poéticamente
naturalista o naturalistamente poética pero también evidentemente limitada, sólo
parcialmente lograda, de todos modos notable, última (a
la fecha) Wuthering Heights.
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