Para Jimmy
Mi recóndita
afinidad con Dean me recuerda aquel artículo que le pagaron a alguien por
escribir (en el terrible Dominical de El Comercio) un artículo que incluía la
mentira perpetua de que Strasberg había enseñado el Método a Brando --si el
lector desea cierta información verdadera acerca del tema, lo remito a esta
breve labor de amor: 10 things you want to know about the Method--. O el descubrimiento tardío, después de haberle enviado
una misiva a su correo electrónico, de la muerte de uno de los autores del
memorable Live Fast, Die Young: The Wild Ride of Making Rebel Without a Cause;
mientras que el co-autor superviviente ni siquiera se dignó responder el puñado
de líneas admirativas que acompañaron mi solicitud de amistad en Facebook --a
diferencia de la señorita Dominique Swain, quien también rechazó mi solicitud y
sin embargo correspondió la atención en casi lolitesca seducción. O, inclusive,
el hecho de que mi cuñado siempre olvida que ya oí cien veces que Frank Mazzola
perteneció a la pandilla de los Athenians y demás anécdotas de Rebel porque nunca
se ha enterado de que yo había leído el libro mencionado en primer lugar (antes
de que él me dijera nada), ni que he devorado repetidamente la misma edición doble en DVD de
un film que, a estas alturas creo obvio, es uno de mis favoritos personales
desde que lo descubrí en un VHS alquilado --y vuelve a ocupar el lugar número 1
de cuando en cuando. No por nada es la ilustración de cabecera de este
entusiasta blog.
Jimmy
Dean ensayó la chaqueta de cuero por última vez --suerte de uniforme de la
angustia adolescente, vestido por Clift en A Place in the Sun y consagrado por
Brando en The Wild One, pero que Dean no usaría en ninguna de sus tres películas--
en esta fundamental pieza televisiva, uno de tantos ejercicios
dramático-catódicos que cimentarían la reputación profesional del saturnino
actor, junto con su paso por Broadway, y de los cuales el tiempo nos ha
deparado un lujoso (si brevísimo) rescate. Un muchacho arriba a una fuente de
soda, y es prontamente contratado como ayudante. Su jefe no tardará tampoco en
envolverlo en un negocio turbio concerniente al tráfico de objetos robados, que
se agravará cuando Dean crea haber provocado la muerte de un policía de
tránsito. Pero el amor de una bella chica lo conducirá a la resolución de un
dilema irreversiblemente personal. Toda la estética, el narcisismo, el encanto
infantil, la extraña cualidad mística de soledad romántica a la vez que
patológica y asocial de la mítica estrella, cristalizan en una rutina
neoyorkina quizá alimentaria sin ser económicamente desesperada ni mucho menos,
ya que Dean se encuentra entonces entre la producción de East of Eden y su muy
próximo desempeño cómplice con Ray, otro maverick de Hollywood, un alma gemela
con quien podría establecer el equilibrio necesario para su ego artístico y que
le había sido tan esquivo en su trabajo con Kazan y le sería aún más
inalcanzable a las órdenes de George Stevens después --para quienes, empero,
plasmaría en celuloide unos personajes vibrantes de eternidad, irónicamente
reconocidos por la Academia por sobre el suburbano, siempre profundamente
brandiano, delincuente juvenil proclive a los flirteos con el insomnio y la
confusión sexual desdoblada en laberinto existencial.
The
Unlighted Road a veces parece un episodio de The Twilight Zone, con Dean ejecutando
un recital de su poesía física en la oscuridad premonitoria o recitando
parlamentos como un profeta lampiño y alucinado dentro de un escenario
iluminado con neón semejante al que recibió la visita de Humphrey Bogart en The
Petrified Forest. Su entrenamiento balletístico y su coordinación corpórea para
expresar el refinamiento en el desajuste psicosocial íntimamente conectado con
la torpeza y la disensión ético-espacial, son flagrantes, y la dirección
permite a Dean, por ejemplo, un más que memorable, individualísimo número en el
cual danza alegremente con una enorme olla de cocina, en un reflejo inequívoco
de su iluso y retrospectivamente más grave que melancólico despliegue coreográfico
en East of Eden, particularmente en la escena del cumpleaños: también aquí la
felicidad se resquebrajará en un espejismo, no por mucho menos trágico menos evanescente e intocable.
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