Como alguna vez comenté sobre la entonces reciente noticia
de esta nueva obra de Paul Thomas Anderson, cada estreno (ya más distantes unos
de otros) de este señor es un motivo de celebración. Anderson es sin ninguna duda
uno de mis realizadores favoritos, y Boogie Nights (1997) uno de mis films más
personales de todos los tiempos. Dicho esto, la evolución de su autor hacia un
registro formalista, más bien abstracto e intelectual identifica a The Master
como el film obviamente menos ligado a Boogie Nights en toda su brevísima
filmografía hasta hoy, y así en la pieza de P.T.A. que menos ha podido
entusiasmarme.
Tal proceso de
abstracción se inició visiblemente en There Will Be Blood (2007), pero ya había
germinado en Punch-Drunk Love (2002), una comedia romántica absolutamente atípica en
su género donde, no obstante, el creador de la también poética y
emocionantísima Magnolia (1999) todavía despliega muchos de los recursos que lo
aproximan al espectador de un modo entrañable: que lo atrapa por las entrañas,
con la ideal semblanza del amor filial o amical. El estilo de Anderson era
coral y moral como el de Altman --Boogie Nights es una obra sumamente moral,
además de vitalmente colectiva--, y aunque The Master indica una cierta
transición desde el estudio excluyente de la soledad de un grandioso personaje
misantrópico como es el inmediatamente legendario Daniel Plainview, recuerde el
lector aquella opera prima brillante que fue Hard Eight (1996) y su magro puñado de
tahúres: Anderson dedicó la saga de Plainview equívocamente, en un gesto
tardío, a Altman (debió dedicársela a Kubrick), y el también violento y
errático protagonista de The Master no puede evitar la desesperada e
incontestable, reveladora soledad de las muchedumbres, la inconexión deshumanizante
de la comunidad. Su infortunio trashumante lo coloca literalmente en la nave de
Lancaster Dodd (Anderson alumnus Philip Seymour Hoffman), el Maestro del título,
líder de un culto científico-religioso que recuerda sospechosamente a la
Church of Scientology tan popular entre ciertos miembros de Hollywood como impopular en
otros medios. Al final de su jornada, es como si Freddie (Joaquin Phoenix)
hubiese hecho un viaje en círculo, aunque su experiencia le ha abierto los ojos
y enseñado a reír ante la vida que parece empecinada en marginarlo o dejarlo
atrás.
Phoenix, Hoffman y la
siempre hermosa Amy Adams están notables. Tanto ellos como la contrastada
fotografía y el dominio completo que Anderson demuestra de los diversos elementos
cinematográficos (guión, edición, musicalización, puesta en escena) hacen de
ésta una historia imperdible para sus fans, más allá de cómo nos sintamos
--melancólicos, satisfechos, perplejos, expectantes-- respecto del estadio
actual (y futuro) de su narrativa.
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