sábado, 16 de marzo de 2013

A propósito de P.T.A.: The Master (2012)


Como alguna vez comenté sobre la entonces reciente noticia de esta nueva obra de Paul Thomas Anderson, cada estreno (ya más distantes unos de otros) de este señor es un motivo de celebración. Anderson es sin ninguna duda uno de mis realizadores favoritos, y Boogie Nights (1997) uno de mis films más personales de todos los tiempos. Dicho esto, la evolución de su autor hacia un registro formalista, más bien abstracto e intelectual identifica a The Master como el film obviamente menos ligado a Boogie Nights en toda su brevísima filmografía hasta hoy, y así en la pieza de P.T.A. que menos ha podido entusiasmarme.

Tal proceso de abstracción se inició visiblemente en There Will Be Blood (2007), pero ya había germinado en Punch-Drunk Love (2002), una comedia romántica absolutamente atípica en su género donde, no obstante, el creador de la también poética y emocionantísima Magnolia (1999) todavía despliega muchos de los recursos que lo aproximan al espectador de un modo entrañable: que lo atrapa por las entrañas, con la ideal semblanza del amor filial o amical. El estilo de Anderson era coral y moral como el de Altman --Boogie Nights es una obra sumamente moral, además de vitalmente colectiva--, y aunque The Master indica una cierta transición desde el estudio excluyente de la soledad de un grandioso personaje misantrópico como es el inmediatamente legendario Daniel Plainview, recuerde el lector aquella opera prima brillante que fue Hard Eight (1996) y su magro puñado de tahúres: Anderson dedicó la saga de Plainview equívocamente, en un gesto tardío, a Altman (debió dedicársela a Kubrick), y el también violento y errático protagonista de The Master no puede evitar la desesperada e incontestable, reveladora soledad de las muchedumbres, la inconexión deshumanizante de la comunidad. Su infortunio trashumante lo coloca literalmente en la nave de Lancaster Dodd (Anderson alumnus Philip Seymour Hoffman), el Maestro del título, líder de un culto científico-religioso que recuerda sospechosamente a la Church of Scientology tan popular entre ciertos miembros de Hollywood como impopular en otros medios. Al final de su jornada, es como si Freddie (Joaquin Phoenix) hubiese hecho un viaje en círculo, aunque su experiencia le ha abierto los ojos y enseñado a reír ante la vida que parece empecinada en marginarlo o dejarlo atrás.


Phoenix, Hoffman y la siempre hermosa Amy Adams están notables. Tanto ellos como la contrastada fotografía y el dominio completo que Anderson demuestra de los diversos elementos cinematográficos (guión, edición, musicalización, puesta en escena) hacen de ésta una historia imperdible para sus fans, más allá de cómo nos sintamos --melancólicos, satisfechos, perplejos, expectantes-- respecto del estadio actual (y futuro) de su narrativa.     

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