lunes, 17 de diciembre de 2012

Juventud del Viejo Oeste: Seraphim Falls (2006)


La película Duelo de asesinos (Seraphim Falls) es un verdaderamente notable oeste, western, coboyada o cinta de vaqueros, como suele llamárseles indistintamente. Género cinematográfico por excelencia, el que describe la épica de la colonización y conformación de lo que hoy se conoce como los Estados Unidos de Norteamérica es también el género más universal de todos. Resistiéndose a la extinción total, vuelve a demostrarlo con este largometraje coproducido por la compañía de Mel Gibson y estelarizado por Liam Neeson y Pierce Brosnan.

Dirigida impecablemente por el televisivo David Von Ancken en el 2006, Duelo de asesinos relata una historia de venganza con un estilo que rinde un muy bienvenido homenaje a las colaboraciones que tuvieron lugar entre aquellos grandes del cine que fueron el realizador Anthony Mann y el actor James Stewart, que nos regalaron títulos como Bend of the River y Winchester 73

Lo primero que se ofrece al espectador es el retrato de un superviviente, un fugitivo que lucha por su vida sorteando las acechanzas de un grupo armado compuesto por quienes parecen ser unos asesinos a sueldo y su contratante, interpretado por el siempre imponente Neeson.

Una de las primeras sorpresas de Duelo de asesinos radica en la interpretación que del hombre cazado compone Pierce Brosnan, a priori tan creíble en una película del Oeste como podría haberlo estado, por sólo poner un ejemplo,  –-y si la memoria no me falla, lo estuvo, aunque no vi la película-- otro apuesto detective de la televisión, Tom Selleck; ya sea porque la calidad inmediata de su trabajo logra vencer cualquier prejuicio, o porque el efecto acumulativo de su obvia eficiencia termina haciéndolo impresionante. Lo cierto es, finalmente, que el de Brosnan es no sólo uno de los mejores trabajos de su carrera, fuera de toda duda, sino que además el personaje que tiene a su cargo se beneficia aun de esa apariencia de inexpresividad o excesiva contención que lastraba sus papeles anteriores, para aquí servir como nunca a una puesta en escena que lo exhibe justamente como la encarnación de la locura vital de la frontera, una suerte de auténtico Robinson Crusoe que ni el mismísimo Daniel Defoe habría trasladado con mejor fortuna a la imagen de celuloide.

La peripecia de nuestro héroe o antihéroe empieza con él llevando una desventaja tal con respecto de sus perseguidores, que verlo superar todas aquellas dificultades recuerda el deleite de los lectores de Julio Verne y su formidable Mathias Sandorf, para concluir con las referencias literarias. Este increíble hombre sin nombre, por el momento, se las tendrá que ver con sus enemigos amparado por la misma naturaleza que le es diversamente hostil, y por una inteligencia muy humana que le permite hacer un uso ideal de sus recursos físicos. Observada al detalle, ésta es una de las partes más interesantes de Duelo de asesinos, y la etapa que cubre se prolonga hasta bastante más allá de su primer tercio. Es ya en esta fase de la jornada llena de penurias del capitán norteño Gideon (que tal puede ser la somera identificación del personaje de Brosnan), que el actor muestra unas dotes dramáticas que muchos en la audiencia considerarán impensables hasta el momento en que tengan la evidencia frente a sus ojos.

Siendo la película una crónica dura y llevada a cabo con incontestable oficio, no se termina, por supuesto, en las bondades que su figura central le obsequia a Brosnan en términos de una oportunidad interpretativa sabiamente aprovechada, ni en el retrato humano que gracias a aquélla traza con singular mérito. Especialmente porque en una historia de venganza, y redención, como ésta, cuenta tanto un extremo como el otro. El grupo que persigue a Gideon es liderado por el coronel sureño Carver (Neeson), un individuo enfocado en una misión que tiene unos asideros mucho más sólidos de lo que uno podría pensar en un inicio.

No estoy refiriéndome aquí a ninguna hazaña de originalidad, pues, y creo que se da por descontado, no hay nada nuevo bajo el sol, porque no es necesario y porque el género del Oeste se distingue por solazarse en una cualidad mítica que, de tan inherente que parece serle, prácticamente le otorga su carta de presentación y su razón de ser esencial. El mérito de una buena historia de la frontera se encuentra en la elaboración que de elementos tan reconocibles por todo el mundo los cineastas de turno son capaces de ejecutar, con el resultado deseado de una originalidad que por sí misma no existe en la mayoría de las situaciones. Duelo de asesinos es una producción lo suficientemente lograda, vaya que sí, para regalar al género y a sus seguidores, que espero sean los cinéfilos de cualquier lugar, con nuevos bríos, con unos aires de renovación que no por ser espurios dejan de tener una legítima entidad.

sábado, 8 de diciembre de 2012

La vida es una ficción: Angel (2007)


La apasionada Romola Garai, quien actuó las escenas de la adolescente Briony Tallis encarnada en sus extremos vitales por Saoirse Ronan y Vanessa Redgrave en Atonement, vuelve para capturar nuestra atención con un rol previo (estrenado a inicios del mismo año), hecho a la medida de sus habilidades. Esta conmovedora cinta realizada por François Ozon es todo un ejercicio reflexivo, irónico, siempre abiertamente emotivo, y francamente satisfactorio acerca de la ficción y de aquéllos que la crean. Como en el metalingüístico film de Joe Wright, Garai encuentra a través de la escritura exactamente lo que el exterior le niega: la rubia actriz es la morena Angel Deverell, una quinceañera soñadora y ambiciosa, cuya indiferencia hacia la realidad gris y descolorida que la oprime no la libra de ser víctima sufriente y causante a su modo de tan mezquina dinámica; no obstante, será (y no podía ser de otra manera) ésta la plataforma de las fantasías que la niña concebirá en compensación (enderezando entuertos), convirtiendo pronto sus sueños en realidad --y, cual una iletrada Emma Bovary entregada al excluyente vicio de escribir, la realidad en sus sueños--, pero al más alto precio. Ozon narra su historia con música de Disney y colores absolutamente chillones, y la interpretación de Garai, una Scarlett O’Hara de porcelana en su dormitorio de cortinaje rojo obsceno, o una desfalleciente versión (otra vez, poco afecta a la lectura) de la pequeña heroína de A Tree Grows in Brooklyn (nunca jamás renunciando a su visión individual de las cosas), es una superficie controladamente histérica y naturalmente humorística, debajo de la cual existe un alma capaz de lo bello. Un joven Fassy (Michael Fassbender, flamante guerrero espartano en 300) hace las veces del irredimible chico malo que conquistará su amor; irredimible, es verdad, antes de las palabras que tejen la ficción. Entre ellos, el sempiterno tema de la persistencia del arte: la irrefrenable artífice de consumados best-sellers de dudosa calidad, y el atormentado pintor casanova que, a lo Van Gogh, será descubierto post mórtem. Sin embargo, y ejemplos de ello son precisamente autoras como Stephenie Meyer o J. K. Rowling, la obra fecunda y exitosa en vida puede llegar a cautivar la imaginación de una manera especial. Algo semejante logran Ozon y Garai con su creación cinematográfica, a la cual auguramos mayor longevidad.




viernes, 23 de noviembre de 2012

Cronaca di una morte annunciata (1987)

Ornella Muti en el set, julio de 1986

Esta parcialmente lograda adaptación de la obsesiva y elíptica nouvelle de Gabriel García Márquez, publicada en 1981, puede servirnos para seguir ilustrando --como ya hemos intentado en ésta y otras secciones-- las complejas relaciones entre el cine y la literatura. Se trata de un trabajo que, en conjunto, demuestra respeto hacia su noble material de origen, además de comprensión de la ironía y del sentimiento trágico de la vida que el Nóbel colombiano ha plasmado especialmente en el sino de su personaje central, un libertino e inconsciente Santiago Nasar razonablemente parecido al Tom Ripley de Plein soleil: es a Anthony Delon (cuya paterna herencia física es abrumadora y sirve perfectamente tal propósito) a quien hay que compadecer por anticipado en el ecran, en una auténtica locación caribeña (el pueblo de Mompox, Colombia; con M de Macondo) con salinas reminiscencias de la costa francesa. La teatralidad y el paralelo carácter documental de la puesta en escena, pese a carecer del lirismo congénito a la prosa del libro, consiguen a la larga conmover al espectador --gracias además a un montaje juicioso--, y se acomodan mucho mejor a su fidelidad textual que el tono mismo de la mayoría de las actuaciones y la simplificación guionística de un relato al cual se ha extraído acaso el color local pero no la magia del realismo mágico.

 Francesco Rosi y su Bayardo San Román, el británico Rupert Everett

Este mundo es injusto, y el autor de Cien años de soledad lo expresa sabiamente en un estilo característico, compreso pero idiosincrático. La realización del filme transmite mejor el abigarrado calor climático del relato que el discurrir del tiempo psicológico en la orgía a son de vallenato del dramatis personae (materializado en continentes evidentemente italianos y franceses unos, pigmentadamente antillanos todos los otros). Sus secuencias exhiben la pericia técnica de una visualización silente y la tendencia interpretativa a calzar la crónica indignada en la tragedia griega que, de hecho, García Márquez bebió en Sófocles y también en el cronista del secuestro de Temple Drake*, pero que el director Francesco Rosi entiende como una extensión solemne --de maneras masónicamente tácitas o irrevocablemente estentóreas-- del melodrama y la épica popular, añadido el dudoso privilegio de una Irene Papas virtualmente desperdiciada. Ni la intrigante historia de amor entre el fascinante --en negro sobre blanco-- Bayardo San Román (sólo a priori bastante ideal Rupert Everett) y la hermosa Ángela Vicario (Ornella Muti inoportunamente desangelada), no obstante la ternura de su ejecución, pierde el dejo innatural y distanciador que afecta a un reparto del cual quienes salen mejor parados, aparte de la siempre apreciable Lucia Bosé como la madre de Santiago y el fotogénico y espontáneo Delon como éste, son solamente algunos de los personajes secundarios, al parecer más libres de la representación restricta dictada por la dirección.**

 Santiago Nasar himself: un muy natural Anthony Delon

Sin embargo, lo rescatable de esta Crónica se encuentra en eso mismo que la des-realiza, en ese momento en que se transforma en un largometraje de Francesco Rosi basado e inspirado en el excelente libro de García Márquez, y la audiencia lectora se entrega a una reproducción austera y carnal de su propia imaginación. La atmósfera terrestre a pesar del mar, el estilo desértico o posneorrealista del autor de la estilísticamente frustrante Salvatore Giuliano (que democratiza demasiado entre lo bello y lo feo de unos u otros semblantes, como en el réquiem al bandido siciliano entre la arbitrariedad y la cohesión de los pasajes fílmicos), nunca suficientemente aireados o sibilinamente extemporáneos --y fácilmente esencias más afines a la escritura de aquella temprana obra maestra titulada El coronel no tiene quien le escriba--, le insuflan secreto aliento a una insólita capacidad de conmoción precisa, a una cierta lágrima al borde de la histeria confusa. Estoy convencido de que esto no es una contradicción; todo lo contrario. Por un lado, la secuencia que narra el romance de Bayardo y Ángela incluye la revelación de que ésta no es una virgen: Everett, en su más intensa y desahogada labor, llora y abraza y ama a su mujer, con ardor frustrado y casi elegíaco, y también premonitorio: su unión, finalmente, será consumada más allá de lo físico y contra la tiranía de unas reglas sociales que, cuales trampas mortales, se erigieron para su manipulación. Ésta es la póstuma razón que sentencia a Santiago Nasar. En un montaje que desnuda y aprovecha el trasfondo moral de la trama, las motivaciones humanas quedan irremisiblemente ligadas al compromiso comunitario; no importa si las consignas del machismo y el honor profundamente mal entendido van a sacrificar a una víctima inocente antes inclusive de que las palabras caprichosas de Ángela Vicario pongan los cuchillos brutales en manos de los gemelos Pedro y Pablo. El fátum del libro es entonces escenificado como un espectáculo luctuoso, una ceremonia absurda pero ritual y necesaria que cambia definitivamente el legítimo ritmo caótico de García Márquez por la reflexión postiza y efectista pero efectiva. Sólo un ejemplo: cuando la madre de Santiago se lanza convicta cual destino fiel sobre la puerta delantera y la cierra con seguro, creyendo que su hijo está ya a salvo de sus verdugos, arriba en su habitación: el plano posee una emoción sísmica tremenda gracias a la labor de Rosi, Bosé y la edición de Ruggero Mastroianni, y seguramente hizo las delicias del singularmente cinéfilo novelista. Para entonces, el coro griego se ha materializado en un pueblo casi fuenteovejunesco, paralizado por la rigidez de la vida artificial en sociedad, sujeto al rol de testigos ávidos cuya individualidad ha sido suspendida instantáneamente. El destino de Santiago Nasar es, después de todo, de un rigor irracional. Como en una película de Buñuel (héroe artístico de García Márquez), en el filme cada acción por romper el encantamiento de la pasividad y la impotencia contra aquel destino fatídico es inútil, y cada evento observa una repetición cotidiana o el sesgo de la circularidad. La muerte de Santiago es anunciada a voz en cuello, y ejecutada a través de la debilidad cómplice de los hombres con la desesperación y la desesperanza de una despreciable fiesta tauromáquica; el cadáver --como antes el de Giuliano***-- arrasado por el polvo de la plaza y la conmiseración de los ahora dolientes, aparece en el centro de la nada como una altisonante advertencia de nuestra mortalidad en un universo tan vasto como la soledad.


*Y, no olvidemos, también en Hemingway. La tragedia es una admonición puntual en el legendario contemporáneo de Faulkner, y la aventura más célebre de Nick Adams, "The Killers", fue la desventura que parió a la serie negra y sus erotizantes femmes fatales con pelo negro cuervo y corazón negro carbón. Su trama: dos gangsters entran en el restaurante de un pueblo y anuncian su intención de asesinar a un boxeador que suele comer ahí a cierta hora. No sólo esto, sino que además un inescrutable estoicismo individual juega el mismo rol que en García Márquez la conspiración del inconsciente colectivo. Y García Márquez admiraba al novelista de Illinois, si no más obviamente, más conscientemente que a Borges.  

**Si el entonces aproximadamente primerizo Everett luce como la pálida sombra de Bayardo a fuerza de simplismo y tics inconsecuentes que Rosi considera minimalistas, el veterano Gian Maria Volonté (frecuente colaborador del realizador) naufraga en las más turbias aguas de la insuficiencia expresiva en un rol, combinación del cronista-narrador-autor de la novela y el personaje de Cristo Bedoya, que, hay que admitirlo, le ofrece al salvaje Indio de For a Few Dollars More el espacio justo para salvar su dignidad profesional de cara a la confianza depositada en él (por el espectador) como precario puente hacia la abismalmente impenetrable verdad.

***Con todo y ser casi un encargo, la internacional coproducción que nos ocupa prolonga naturalmente el crucial tema de la muerte, cuya presencia física es manifiestamente personal en la filmografía de Rosi. El muerto, llámese Santiago Nasar o Salvatore Giuliano, es, por otra parte, un agónico fetiche que en la novela de García Márquez no sólo remite a su propia involuntaria filiación borgesiana, sino además a un ensayo previo muy suyo sobre tal asunto cosmogónico: Tiempo de morir, pieza cinematográfica pura y cuya primera versión mexicana aprovechó el oído de Carlos Fuentes para los diálogos pero ya apuntaba sin ambages a los demonios (diría Vargas Llosa) del colombiano universal.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Skyfall (2012)


Daniel Craig, en su tercera incursión como 007, protagoniza esta suntuosa y artística versión de las aventuras del espía con licencia para matar dirigida por Sam Mendes y estrenada en el 50º aniversario de la serie. La vulnerabilidad o fragilidad exhibida sin pudor, sobre todo en paralelo con los recursos físicos y mentales casi sobrehumanos que le han posibilitado una agradecida longevidad, matiza aún más el retrato hiperkinético y no obstante hondamente humano de James Bond que Craig lleva casi a sus últimas consecuencias en esta entrega, confirmando si cabe por qué es mi Bond personalmente favorito inmediatamente después de Sean Connery. De hecho, ésta es la primera vez que veo al 007 en la pantalla grande (buena copia y proyección completa en el Cineplanet Risso de Lince: cuándo aprenderán los fatales multicines UVK de Larcomar); Craig es el Bond de mi generación, o en todo caso del casino donde quien esto escribe transcurre sus noches tentando el destino.

La lectura que el relevo de Saltzman y Broccoli (Barbara remplaza a su difunto padre Cubby desde GoldenEye), junto con Mendes, hace de la historia luce más como una nueva vuelta de tuerca a la interpretación iniciada con Casino Royale, que por otro lado no fue la primera; las metamorfosis de Bond suelen ser más sutiles que las de Batman, quien, dicho de pasada, parece haber inspirado cierto tono íntimo y retrospectivo en esta pieza, por otro lado, también marcada por el déja vu inevitable y la ironía con tuxedo. Mendes ha impreso una inteligencia de lujo entre la acción y el vértigo, una sofisticación mental que la franquicia necesitaba inhalar desde los días del (tan superficial en comparación con Craig) Bond sobriamente monótono de Pierce Brosnan. Un disquete contiene la lista de terroristas más buscada, y el superagente es dado por muerto --parecía increíble y lo era, por supuesto-- hasta que anticipa su retorno retozando en los brazos de la bella chica de turno. Mientras tanto, el MI6 es blanco de un atentado que cambiará el curso de los acontecimientos para siempre. Baste decir por ahora que Dame Judi Dench es esencial en esta trama.


Acaso referirse a la belleza visual del trabajo de Mendes sea casi un lugar común dentro de cualquier comentario sobre su filmografía, pero creo pertinente observar que algunos de los momentos más sublimes en tal sentido, de un film del 007 o del director, se encuentran en Skyfall. Mendes no sólo domina la expresión plástica de sus imágenes, sino también la dramática: Javier Bardem resulta, con todo, uno de los villanos más fascinantes y retorcidos de la saga, aún si era de esperarse. Decimos “con todo”, puesto que en las películas de Bond se cumple aquel antiguo adagio hitchcockiano de que cuanto peor el villano mejor el relato, y además está el hecho de que a estas alturas el reciclaje es la marca inequívoca de fábrica y carácter: Bardem luce el pelo teñido de amarillo que ya Joseph Losey parodió en la delicada cabeza de Dirk Bogarde (Modesty Blaise), y el continente ominoso --al menos en estos casos lo es, como en otros más sugerente de Rochester o Heathcliff, y en otros de Goya y Rodin-- de un monstruo acojonantemente patético y de sexualidad omnívora desbocada (subrayando y haciendo del otrora subtexto de los Dr No y los Blofeld texto explícito, implícito en cada gesto trágico del actor). Lo que nos lleva al siguiente detalle: Bardem hace homenaje del John Malkovich de In the Line of Fire, y despliega o exhibe con desfachatez suficientemente ajena a la mesura todo, o eso podría decirse, lo que se espera del gran actor español Javier Bardem como villano en un film de James Bond. El casting es perfecto; la interpretación resulta quizá demasiado perfecta, demasiado funcional o redundante. Lo cierto es que se trata de una performance hipnótica, controlada por Mendes hasta el más mínimo descontrol manierista del inolvidable Anton Chigurh de los Coen.


En Skyfall, el frenesí continúa, pero se ha arribado a un punto donde el estilo debía ser más personal, menos formulista --aunque la fórmula siempre ha funcionado de lo lindo, y es lo que cada espectador y fan desea ver: acuérdense además de todo lo que esta fórmula consiguió en esas renovadas peripecias que fueron la audaz reinvención de Casino Royale y la amalgama compacta de Quantum of Solace, a cual más revestida de originalidad e ingenio narrativo. Es una especie de transición que con seguridad incuestionable se ofrece como un reto a todos los involucrados, incluida la audiencia, ya que James Bond retornará y estaremos esperándolo.

lunes, 12 de noviembre de 2012

How Green Was My Valley (1941)


Acabo de revivir esta joya artística del siglo pasado, y constato que es una de las obras de John Ford que (al lado de otras como My Darling Clementine) más ha espoleado mi imaginación, desde la infancia. Roddy McDowall, el pequeño Huw, protagonista y narrador, parece salido de una novela de Dickens; hay un ajuste entre rol e interpretación inexplicable sin la sensibilidad victoriana de actor y director, respectivamente y en conjunto.


La perspectiva de su memoria es la que nos revela los hechos que suceden, y, quizá algo más delicado, cómo suceden. How Green Was My Valley es importante, talvez sobre todo, porque uno de sus temas principales es la verdad, y la dificultad de tal exposición está resuelta con sencillez y emoción en escenas nostálgicamente objetivas, muchas de cuyas imágenes --el close-up de Huw flechado por su cuñada (rubilinda Anna Lee), la silueta distante y evasiva del ministro Gruffydd (paternal Walter Pidgeon) en las nupcias de su amada Angharad (la excelsa Maureen O’Hara), la última vez que avistamos con vida al patriarca Morgan (un nobilísimo Donald Crisp, tan ajeno a Broken Blossoms)-- trascienden su efímera duración cinematográfica y se instalan inmediatamente en el corazón. Su capacidad metafórica y su universalidad, conseguidas precisamente a través de la fugacidad de unas impresiones mecánicas en perpetua complicidad con el transcurso indetenible del tiempo, se encuentran entre las cualidades conspicuas de esta perdurable, hermosa y honesta cinta.

sábado, 27 de octubre de 2012

James Dean en The Unlighted Road (TV)


Para Jimmy

Mi recóndita afinidad con Dean me recuerda aquel artículo que le pagaron a alguien por escribir (en el terrible Dominical de El Comercio) un artículo que incluía la mentira perpetua de que Strasberg había enseñado el Método a Brando --si el lector desea cierta información verdadera acerca del tema, lo remito a esta breve labor de amor: 10 things you want to know about the Method--. O el descubrimiento tardío, después de haberle enviado una misiva a su correo electrónico, de la muerte de uno de los autores del memorable Live Fast, Die Young: The Wild Ride of Making Rebel Without a Cause; mientras que el co-autor superviviente ni siquiera se dignó responder el puñado de líneas admirativas que acompañaron mi solicitud de amistad en Facebook --a diferencia de la señorita Dominique Swain, quien también rechazó mi solicitud y sin embargo correspondió la atención en casi lolitesca seducción. O, inclusive, el hecho de que mi cuñado siempre olvida que ya oí cien veces que Frank Mazzola perteneció a la pandilla de los Athenians y demás anécdotas de Rebel porque nunca se ha enterado de que yo había leído el libro mencionado en primer lugar (antes de que él me dijera nada), ni que he devorado repetidamente la misma edición doble en DVD de un film que, a estas alturas creo obvio, es uno de mis favoritos personales desde que lo descubrí en un VHS alquilado --y vuelve a ocupar el lugar número 1 de cuando en cuando. No por nada es la ilustración de cabecera de este entusiasta blog.

Jimmy Dean ensayó la chaqueta de cuero por última vez --suerte de uniforme de la angustia adolescente, vestido por Clift en A Place in the Sun y consagrado por Brando en The Wild One, pero que Dean no usaría en ninguna de sus tres películas-- en esta fundamental pieza televisiva, uno de tantos ejercicios dramático-catódicos que cimentarían la reputación profesional del saturnino actor, junto con su paso por Broadway, y de los cuales el tiempo nos ha deparado un lujoso (si brevísimo) rescate. Un muchacho arriba a una fuente de soda, y es prontamente contratado como ayudante. Su jefe no tardará tampoco en envolverlo en un negocio turbio concerniente al tráfico de objetos robados, que se agravará cuando Dean crea haber provocado la muerte de un policía de tránsito. Pero el amor de una bella chica lo conducirá a la resolución de un dilema irreversiblemente personal. Toda la estética, el narcisismo, el encanto infantil, la extraña cualidad mística de soledad romántica a la vez que patológica y asocial de la mítica estrella, cristalizan en una rutina neoyorkina quizá alimentaria sin ser económicamente desesperada ni mucho menos, ya que Dean se encuentra entonces entre la producción de East of Eden y su muy próximo desempeño cómplice con Ray, otro maverick de Hollywood, un alma gemela con quien podría establecer el equilibrio necesario para su ego artístico y que le había sido tan esquivo en su trabajo con Kazan y le sería aún más inalcanzable a las órdenes de George Stevens después --para quienes, empero, plasmaría en celuloide unos personajes vibrantes de eternidad, irónicamente reconocidos por la Academia por sobre el suburbano, siempre profundamente brandiano, delincuente juvenil proclive a los flirteos con el insomnio y la confusión sexual desdoblada en laberinto existencial.

The Unlighted Road a veces parece un episodio de The Twilight Zone, con Dean ejecutando un recital de su poesía física en la oscuridad premonitoria o recitando parlamentos como un profeta lampiño y alucinado dentro de un escenario iluminado con neón semejante al que recibió la visita de Humphrey Bogart en The Petrified Forest. Su entrenamiento balletístico y su coordinación corpórea para expresar el refinamiento en el desajuste psicosocial íntimamente conectado con la torpeza y la disensión ético-espacial, son flagrantes, y la dirección permite a Dean, por ejemplo, un más que memorable, individualísimo número en el cual danza alegremente con una enorme olla de cocina, en un reflejo inequívoco de su iluso y retrospectivamente más grave que melancólico despliegue coreográfico en East of Eden, particularmente en la escena del cumpleaños: también aquí la felicidad se resquebrajará en un espejismo, no por mucho menos trágico menos evanescente e intocable.

domingo, 14 de octubre de 2012

Wuthering Heights (2011)


La versión que la realizadora de Fish Tank ofrece de la exhaustivamente imprescindible novela de Emily Brontë fue objeto de polémica desde su preproducción; y las reacciones frente al resultado final han variado: desde los elogios de su lectura fiel a un material particularmente arduo y de un lirismo usualmente esquivo a los fotogramas, hasta el rechazo de una interpretación radical que adultera el sentido romántico de sus fuentes por imbuir a la trama de un tono contemporáneo o un comentario social --el estimado lector me permitirá atribuirme ambas posiciones contradictorias, no obstante la última sólo hasta el espacio propio de las reservas más que de las objeciones.

La primera parte de la cinta es sin duda la de superior nivel, pues es allí que se cimenta con acerado y minucioso dominio del lenguaje audiovisual el amour fou tan terrenal a la vez que espiritual entre unos niños agrestes y libres, en una especie de trágico paraíso de la infancia --creado de dolor y placer, odio y compasión, soledad y belleza-- que es el escenario de la reunión sin límites (con la salvedad hecha de los estrictamente carnales) de una sola identidad. “I am Heathcliff” dice (declara, afirma inmortalmente) Cathy, en esta oportunidad con los labios vírgenes de la pequeña Shannon Beer (para el cronista, el verdadero descubrimiento histriónico de la obra), al final del metraje.

El prometedor James Howson no decepciona como el demónico antihéroe en su retorno, y su culminante escena de física necrofilia provoca insoslayada perturbación. La escritura fílmica (per)sigue excluyente a un perseguidor Heathcliff en su obsesiva condición marginal, y logra al menos la empatía del espectador, si no su solidaridad, hacia una criatura absolutamente extraña, misteriosa, humanamente incomprensible; el punto de vista subjetivo (mirada que recrea, registra; áurea, broncínea) de la narración, así como precisamente el hecho de que Heathcliff muestra por vez primera en la historia de las imágenes en movimiento su legítima pigmentación de negado gita-no nocturno --un Othello que es Iago de sí mismo, por fin; y, además, siempre un espectro exiliado de su propia existencia, soledad transgresora de espacios vedados, ventanas cerradas e indiscretas, espejos que también reflejan una separación clasista ahora enfáticamente racial, de muy oportuno rescate sociológico--, aportan un elemento sui géneris en la tradición de las adaptaciones, inevitablemente fascinadas por un personaje que están condenadas a tratar de comprender para siempre.

Por otra parte, Kaya Scodelario impresiona como una Catherine Earnshaw-Linton fatalmente insuficiente o minimalista hasta la inexpresividad o simplemente impostora, y el flagrante abuso de (bienvenida sea la redundancia) inocentes animales con la “justificación” de transmitir la crueldad luciferina (infierno de resentimientos, agenda de venganzas) de Heathcliff y en general la naturaleza aborrecible de ambos protagonistas --puntualmente suavizada a lo largo de la filmografía de todas las épocas-- puede ser y llega a ser injustificable: otros dos detalles cruciales para la valoración personal, individual, de esta poéticamente naturalista o naturalistamente poética pero también evidentemente limitada, sólo parcialmente lograda, de todos modos notable, última (a la fecha) Wuthering Heights.